Jeunesse
Intersección Por Manu Argüelles
Existen películas como Jeunesse que ya llevan incorporadas en su seno el comentario metacinematográfico. Dirigida por la hija de Louis Malle en su película debut e interpretada por la hija de Philippe Garrel, el film aglutina con estos dos nombres una cierta tendencia del cine francés, no contra la que se encolerizaba Truffaut, sino con aquella de la que él fue uno de los máximos artífices, la autoría francesa a partir de la Nouvelle Vague 1. Siguiendo con Truffaut, uno de mis directores de cabecera, Justine Malle para lanzarse a la dirección ha aplicado con rigurosa exactitud como si fuese un mantra su famosa afirmación de que la película del mañana será una película personal, porque los ribetes autobiográficos devienen sustancia fundamental de Jeunesse. Y con ese título no resulta difícil que pensemos en Un amour de Jeunesse (Mia Hansen-Løve, 2010), también proyectada en una anterior edición del D’A, en cuanto también es una película formativa, un relato de iniciación del despertar al amor. Pero lo que allí se contraponía, el amor-pasión -según la clásica etimología de Stendhal- frente al amor sereno (el estable y de madurez), en Jeunesse el amor se enfrentará a su oponente ancestral, la muerte, o el aviso de su llegada, a través de la enfermedad degenerativa que adolece su padre y que la protagonista vivirá de muy cerca. El florecimiento y lo marchito en un mismo compás.
De hecho, del film de Mia Hansen-Løve también rescataremos el joven masculino, de quien la protagonista se enamora, un diseño dibujado con tiralíneas, muy esquemático y predecible, y que responde a un prototipo ya un poco gastado con tanta recurrencia. El chico voluble, variable se denomina él mismo, que no quiere aferrarse a una relación de entrega y que acaba por no respetarla. Él prefiere construir un espacio común de ambos pero donde no existan resonancias de vínculos afectivos férreos, donde no exista, en definitiva, responsabilidad y compromiso. Una máscara como cualquier otra para camuflar el egoísmo y la prioridad de la autosatisfacción, sin querer otorgarle una auténtica entidad al Otro para que no acabe contaminando mi yo, una distorsión errónea del cultivo de lo subjetivo, que quiere mantenerse a toda costa incorrupto e inalterable.
Así Jeunesse, que funciona en la programación como apertura de la sección À tout vitesse (largometrajes de directores debutantes centrados en la adolescencia), apuesta por lo confortable del reconocimiento, porque sus armas no van a estar alzadas para luchar contra la previsibilidad. No hay tradiciones contra las que combatir, sino todo lo contrario. Un cine discursivo y seguidista, de prosa, que diría Passolini, como el de Rohmer, a quién se alude como guiño irónico en el propio film cuando la protagonista afirma que no le gusta porque no tiene estilo (quizás el comentario lo usa Justine como comentario sarcástico para su propio largometraje), que optará por el visionado apacible, de formas suaves y humildes, sin estridencias y armónico, un grado cero en la estilística que prefiere quedarse en un lugar discreto, también como una manera de expresar la falta de pretenciosidad de la propuesta y buscar cierto naturalismo que se base en la anulación de una gráfica retórica que se imponga al espectador. Quizás también es una forma sutil que tiene Justine Malle de rendir tributo a su propio padre, en términos cinematográficos, cuando él encarnado en el cinematográfico desdeña los intelectuales pagados de sí mismos.
Jeunesse como film rechaza de pleno el esnobismo y lo altivo, aunque retrate un microcosmos artístico, y se acomoda en lo pequeño y mesurado.
De hecho, éste forma parte en el film como parte de lo íntimo, por lo que el enfásis esta basado en lo familiar como universal, sin tener en cuenta orígenes y procedencias. Cuando Juliette (el personaje de la protagonista empieza por J como el de la directora) le dice a su chico que está rodeada de mujeres sublimes (las bellas mujeres con las que se casó su padre), asumiendo a sí mismo su condición de inferioridad frente a ellas, Jeunesse está ofreciendo una lectura de sí misma como una humilde muestra que forma parte de un legado del cine francés, lleno de grandes exponentes, y reconociendo en su autoconciencia su pequeñez. Esa falta de desafío, la claudicación frente a la entelequia de lo nuevo, puede dejar insatisfecho a espectadores exigentes pero también ganará a otros que sí valoren la llaneza y la timidez como elementos fundamentales en la carta de presentación.
Si en el despertar sexual de Juliette Jeunesse bordea la asfixia por arrimarse demasiado al cliché (Mia Hansen-Løve supo sacar mucho mejor provecho de su aprendizaje con Assayas), no obstante donde la película gana sus enteros y donde parece la propia directora manifestar mayor interés es en la relación de Juliette con su padre. El principio ya define las líneas maestras. Un plano fijo nos filma una carretera en una zona rural. Entrará en el campo de visión un coche para que automáticamente la cámara entre dentro del vehículo y seamos testigos de una conversación entre padre e hija en torno a la universidad donde Juliette quiere estudiar. Aquí la cámara prioriza la definición del padre y Juliette está filmada de tal manera que no la vemos bien; su pelo también le tapa buena parte de su cara (tendremos que construirla en el metraje que tiene que venir). La cercanía de la cámara registrando ese momento ya nos advierte que éste será el centro gravitacional del film, los dos personajes del film, que después intercambiarán su jerarquía, aunque el progenitor por estar menos visible no significa que pierda su importancia. Pero en este intercambio de presencias el relato busca la identificación de Juliette como principal dramatis personae del film. Volviendo a la secuencia, en ésta de forma un poco extraña, ambos se quedan en silencio pero la directora no efectúa el corte cuando todo apunta a ello. En cambio, con el silencio de los personajes (la muerte) la cámara desvía su atención y filma el paisaje que se va viendo desde el coche desde la posición de Juliette, ellos están ya fuera de campo, prolongando el tempo natural de la secuencia. Es una forma muy efectiva de alegorizar la desaparición, el vacío que se cernirá en Juliette, en ese entrelazado de emociones entre una luz que se apaga y otra que se enciende. La película no radiografía la preparación del duelo, aunque sus signos visibles así lo atestigüen. Ella, como todo joven, tiene prisa, quisiera incluso que todo pasase y ella permanecer ajena, hay una lógica autodefensa y un comprensible temor al dolor. Pero si estamos hablando de una pérdida, el tránsito a la edad adulta no viene marcado por la aprensión de nuestro horizonte donde la vida se va a completar, el amor como nuestra fuerza que nos significa, sino por aquello que vamos a perder. El padre y su progresiva degeneración funciona como una efectiva figura simbólica de cómo en la intersección entre la infancia y la vida adulta, la primera va perdiendo su dibujo y sus facultades, va desdibujándose nuestro ser en la infancia para construirse uno nuevo a partir del preexistente. La defunción del padre es también la pérdida de la inocencia. Y como el recuerdo perenne de un padre ausente, la infancia se cataliza en nuestra vida como la esencia que siempre nos deja su rastro, su huella en nuestro presente, en lo que somos, recordándonos todo lo que fuimos, nuestra carencia, y todo lo que seremos, lo que ya no éramos.
- Malle estaba antes y siempre fue por libre, aunque es evidente que en plena eclosión de la Nouvelle Vague su producción fue muy afín, resultando un excelente satélite. Una película como El fuego fatuo (Le feu follet, 1963) lo certifica. ↩