Jim Morrison

Réquiem por los últimos dioses Por Marco Antonio Núñez

If the doors of perception were cleansed, everything would appear to man as it is, infiniteWilliam Blake

El asesino despertó antes del alba.

La luz vacilante del amanecer sólo traería la resaca de cadáveres abotagados flotando sobre un Ganges abrasado. Pero qué hermoso debió ser mientras duró el baile de la joven con la corona de flores sobre el verde de cualquier parque en L.A. Cómo hermoso es el último fulgor de la tarde por más que anuncie la noche.

Los sesenta supuso el regreso efímero de los dioses a los que el imperio de la razón había puesto en fuga. El hombre se sintió de nuevo poeta, hacedor mitos que crean una nueva realidad, con oficio de palabra y Fender. Aunque esta música no sería la melodía de las esferas celestes pitagórica, sino un ritmo oscuro, crecido sobre la charca legamosa del blues; obsesivo, primario, extático. Una música que interpretó la melodía de los cuerpos, pulsó el ritmo infartado de los corazones y la cadencia salvaje de la cópula. Una música que diluía la identidad en un magma unánime y dionisiaco, apelando a la compulsión del goce.

Y, efectivamente, por un momento regresaron los grandes relatos en las letras de Dylan. El sentido tribal, en una cultura popular que apelaba a la pura animalidad en rebeldía contra las seducciones de la razón, fue recobrado por los Stones. La alquimia de Hoffmann desbrozó el camino para consumar la revolución de la conciencia. Y los sueños de los niños y niñas se llenaron con imágenes de divinidades invocadas o demonios convocados, en el clímax de una bacanal cósmica a la que todas las estrellas fueron invitadas.

Los sesenta fueron una celebración fanática y criminal de la juventud. También de la muerte, pues sin su concurso la otra degenera, se envilece y declina en una madurez responsable y aburrida. Para preservar esa inocencia reencontrada en los pliegues de Satisfaction o en la cresta lisérgica de un «viaje», la vida no podía durar. En consecuencia con estas premisas, los dioses párvulos se abismaron en el cultivo de una frenética y sacerdotal autodestrucción.

La belleza habita en lo efímero. La música rock se convirtió así en una invocación del final, una furibunda celebración del apocalipsis que se armaría en un nuevo comienzo imposible después del final.
Y el más bello mártir de la revolución fue Jim Morrison.
No el único, ni necesariamente el mejor. Sólo el más triste, el más trágico; el más bello. Un Apolo con alma de Dionisos que desde el principio tuvo claro lo que el público quería de él. Su muerte. Quizá porque sentía que sería lo único que podía ofrecerles. El Rey Lagarto capaz de cualquier cosa, el chamán que inducía al trance y curaba a la tribu con sus visiones, no pudo escapar al dolor a pesar de toda la farmacopea y el bourbon trasegado.

El mártir por excelencia del rock, despreciaba la música que hizo de él una estrella. Eurípides dijo que los dioses para castigarnos nos conceden el éxito. Poco o nada interesaban sus letras inspiradas en Blake y pobladas de imágenes visionarias arrancadas al ácido. Demasiado herméticas para las jovencitas, demasiado apolíticas para la progresía que protestaba contra la guerra y a la que Unknow Soldier no le bastaba para hacer de él un abanderado de su causa. Sólo querían al bello adonis cantando Hello I Love You, y al que Jim fue escondiendo bajo una barba poblada. Destruyendo con minuciosa dedicación y exquisita entrega trago tras trago hasta que sólo quedó el poeta de voz rota y alma quemada cantando: I’m a changeling/ see me change.

Nunca se quiso ser una estrella, pero sólo se alejó del epicentro de la fama para morir en paz. La muerte quiere intimidad, hay que recibirla con la casa vacía y los visillos corridos, sin demasiada luz, sólo algunas velas. Después de todo, no es tan espantosa. Después de todo, sólo en la vida hay dolor.

«La muerte te va a ocurrir una sola vez; no me la quiero perder.»

Y no lo hizo. La cita tuvo lugar un 3 de julio de 1971, a los 27 años. Como Brian, Jimmi, Janis, Kurt y Amy.

Jim, como los que le antecedieron y los que vendrían más tarde, ofició una celebración de la muerte en el altar de los dioses perdidos a la que todos fuimos invitados.

Jim Morrison

La crónica de Jim Morrison cifra el devenir de su nación desde una inocencia impostada, procurada por la recién alumbrada «sociedad del bienestar», hacia el desencanto de los setenta, cuando quedó claro que la expansión de la conciencia sólo revelaba el vacío al que pone cerco. Y al final del sueño, siempre aparece un monstruo.

Oliver Stone se adentra en la cultura popular para completar provisionalmente su fresco histórico, luego del lúcido análisis de las injerencias de los Estados Unidos en la política latinoamericana con Salvador (1985), abordar sendos episodios de la guerra de Vietnam en Platoon (1986), y la espléndida Nacido el cuatro de Julio (Born on the Fourth of July, 1989), o caracterizar la casuística del capitalismo financiero en la muy necesaria y actual Wall Street (1987).

Stone, siempre preocupado por adecuar la enunciación al contenido, reelabora a Richard Lester con el impagable concurso de Robert Richardson, que no ahorra en filtros ni osadas disposiciones lumínicas, para dispensar una variedad de texturas y atmósferas que configuran la peculiar estética alucinada y teatral de la cinta. Una puesta en escena litúrgica, sacramental y fúnebre, presenta la crónica de el poeta maldito del rock, sus excesos y frustraciones, sin gloria ni condena. Stone rehúye las fórmulas fáciles del biopic y la focalización externa al personaje. Adoptando la mirada de Morrison, el discurso necesariamente se fragmenta, la cronología se vuelve difusa, y los demás miembros de la banda reducen su presencia a apariciones eventuales. Pero la música, lejos de ser un trasfondo, una contingencia del relato, se apodera de historia, llegando a incluir las interpretaciones completas de algunos temas, como The End.

Jim Morrison 2

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