Jimmy’s Hall
Demagogia y maniqueísmo Por Mónica Jordan
Ante la dicotomía sobre si es mejor un autor que se reinventa o uno que se afianza en su estilo, nunca he tenido clara mi posición. Quizás, en parte, porque tiendo a dejar que cada cual haga lo que mejor sepa, tanto si se trata de repetir una y otra vez la misma fórmula en busca de su perfeccionamiento, como si el objetivo es indagar e investigar para ampliar miras. Ken Loach es, sin duda alguna, un director de la primera clase, de aquellos que saben cuál es su territorio y que están dispuestos a dar más y más vueltas sobre un mismo punto hasta hallar, quién sabe, la resolución de sus preocupaciones.
Para Jimmy’s Hall, en la que el inglés regresa sobre el tema de la independencia irlandesa, vuelve a contar como cómplice con su último guionista habitual, Paul Laverty, con quien debería compartir muchas de las críticas recibidas por sus marcadas posturas de propaganda política.
Sin embargo, aquello que más inquieta de Jimmy’s Hall y, en parte, en el cine de Loach, no es su condición de panfleto, sino la forma en que se acerca a los temas que trata, la cual acaba por molestar incluso a sus camaradas ideológicos.
Y es que, en última instancia, el cine de Loach parece dar por hecho que el espectador es un ser inocente, incluso inculto, que no es capaz de dilucidar en su propuesta cierta postura maniquea.
En El viento que agita la cebada (The Wind that Shakes the Barley, 2006) nos encontrábamos en plena Guerra de la Independencia Irlandesa, y bien podríamos considerar que Jimmy’s Hall es una secuela libre de esta, pues retoma el camino de uno de aquellos jóvenes que lucharon por la libertad de su país. El Jimmy del título huyó a Estados Unidos tras haber formado parte del bando perdedor, y permanece en la tierra de las oportunidades hasta que el Crac del 29 le lleva de vuelta a Irlanda, donde la situación está algo más calmada. Enseguida se nos explica que el centro cívico que montó, en el que organizaban clases de baile, canto, literatura, etc., fue cerrado por el párroco del pueblo. Así, en los primeros diez minutos de película contamos ya con tres brotes malignos contra los que Jimmy, pero también Loach, ha luchado toda su vida: los gobiernos imperialistas (que impiden la independencia irlandesa), el Capitalismo (que provoca el Crac del 29) y la Iglesia (que veta la culturización y educación del pueblo). Sin comerlo ni beberlo, ya tenemos en el punto de mira a nuestros malos.
Loach nunca ha ocultado ni sus filias ni sus fobias, y además se ha mantenido radicalmente fiel a ellas. De hecho, quedó ampliamente demostrado cuando, desilusionado, abandonó su filiación al Partido Laborista inglés para, en noviembre de 2013, fundar su propio partido: Left Unity. Sus ideales son claros: dar un giro a la política de partidos con listas de candidatos independientes, demandar la vuelta de la democracia real (¡ya!), apostar por el feminismo y el antirracismo para lograr una sociedad de igualdad, el ecologismo como forma de protección del medio en que vivimos y el servicio público / socialismo como base económica para todos esos planes. ¡Qué familiar suena todo!
Lo cierto es que existe algo romántico, por terco y coherente, en la actitud de Loach; también algo quijotesco e idealista, sin duda. Pero es inevitable preguntarse si bajo esa sombra de ahínco se oculta algo que es también francamente monstruoso. Esto es, ¿la incapacidad? ¿el desinterés? ¿el cansancio? por escuchar al otro. Conste que este párrafo, esta afirmación llena de interrogantes, no es más que un cuestionamiento acerca de una actitud (la de Loach) que, por recta, debe tener algo de intolerante. Para muestra, un botón; o, siguiendo con el refranero, más vale una imagen que mil palabras:
Este fotograma de Jimmy’s Hall contrasta con los campos verdes irlandeses y con el movimiento y la libertad que se respiran en la mayoría de planos de la película. El clérigo protagonista generalmente aparece mostrado en lugares cerrados, siempre con un objetivo demoledoramente déspota y vetante, algo que, atendiendo a la trama, no debe sorprendernos, pues tras la vuelta a Irlanda de Jimmy y su intento de hacer resurgir el centro cívico, el cura repite la acción de cierre que ya llevó a cabo diez años atrás. En efecto, es el malo de la película y es normal que así sea filmado. Pero de esa escena que se sucede en el confesionario, sacamos también una importante reflexión acerca del punto de vista en el cine de Loach o, como mínimo, en Jimmy’s Hall.
Jimmy se dirige a la iglesia para que el párroco se vea obligado a escuchar lo que tiene que decirle. Han tratado de dialogar antes, pero no han llegado a ningún acuerdo, antes lo contrario, por lo que decide presionarlo en el único área en que no va a poder impedirle hablar: la confesión. Brillante idea para tomar al enemigo por sorpresa y dejarlo desvalido, sin duda. Así pues, cuando Jimmy entra en el confesionario, la cámara se mantiene junto a nuestro protagonista, en su hombro, como un ave rapaz preparada para cazar a la presa al grito de ¡ya! de su amo. Jamás en este escena el punto de vista cambia; no hay plano-contraplano, no hay movimientos de acercamiento hacia el clérigo, no vemos siquiera la cara de Jimmy. Estamos junto a él, intimidando en su territorio al enemigo; somos él. De hecho, lo escuchamos a él y lo percibimos como un ser seguro de sí mismo, pero sobre todo libre; libre porque no tiene, como el párroco, la marca de la prisión sobre su cara.
Posiblemente la demagogia sea lo peor con lo que podemos señalar a Loach. Jimmy’s Hall es una película continuista con los discursos hilvanados a lo largo de décadas de carrera cinematográfica, es un filme elegante y agradable en su propuesta formal, sencillo y claro. Sin embargo, su sencillez acaba convirtiéndose en torpe simplicidad; por la forma en que busca dirigir nuestra mirada, por cómo controla (o pretende controlar) nuestra mente y, por ende, por su objetivo dogmático. No hay apenas duda (solo se concede ese beneficio sobre un joven cura que se muestra abierto a las actividades sociales del centro cívico: esto es, una duda positiva de un miembro enemigo en favor de los buenos), tampoco concesión alguna ni búsqueda de entendimiento. Loach sabe lo que es correcto y lo que no, y por lo tanto no trata de convencernos de nada, simplemente expone la verdad tal y como él la ve. Su verdad. Aunque para ello tenga que tergiversar y ejercer de demiurgo paternalista. Obviamente, no es posible reclamar a un director, a estas alturas, que trate de ser objetivo, pero sí el respeto para que, como mínimo, su mirada nos llegue sin maniqueísmos ni demagogias. Convencer es un ejercicio de argumentación, y precisamente ahí radica la gran insidiosidad de Loach, en dar como obvio incluso aquello que no lo es tanto.
Ken Loach nunca ha militado en el Partido Laborista inglés, sino en el Socialist Workers Party y en Respect. Ahora ha impulsado, efectivamente, el Left Unity.
Tienes toda la razón. Loach funciona mucho mejor cuando no tiene que poner nombre y apellidos a sus personajes. No creo que se puedan hacer muchas enmiendas a las historias de «Riff-Raff», «Ladybird, Ladybird», «Un mundo mejor». Pero aquí nos encontramos con este tal Jimmy Gralton, un santo, un arcángel, un mesías. Y nadie duda que en la católica Irlanda la Iglesia era poderosa, que se codeaba, como siempre ha sucedido, con aquellos que les daban las mejores meriendas, el mejor chocolate con bizcochos. Ahora bien, como a ti, me suele tocar las narices que en vez de contarme una historia intenten convertirme a una ideología equis.
De todas formas, nosotros no podemos extrañarnos de esto. Vivimos en el país que no ha hecho una sola película sobre el bando ganador de la Guerra Civil. Tampoco sobre las fechorías del bando perdedor.