Joe

Los árboles y el bosque Por Pablo Sánchez Blasco

Leyendo varios textos sobre el estreno de Joe (2013), la nueva película de David Gordon Green –en realidad la penúltima, ya que ha presentado en Venecia Manglehorn (2014)–, da la impresión de que, según el dicho popular, los árboles no han dejado ver el bosque. En ella se destacan varios elementos tan poderosos que han desviado todas las miradas del verdadero discurso de su narración, al que la condescendencia no ayuda en absoluto para hacerle justicia.

El primer árbol de ese bosque ha sido, obviamente, Nicolas Cage, que brinda su mejor interpretación desde hace décadas, quizás desde Al límite (Bringing out the dead, 1999) de Martin Scorsese o desde la propia Leaving Las Vegas (1995) de Mike Figgis. Joe es Joe casi al cien por cien, con su corteza tosca y desabrida, su físico brutal y su imponente presencia en pantalla, que cubre cada plano sin permitir un resquicio de aire en él. Es el tipo de interpretación al límite que ha ensayado toda su carrera –a veces de forma impresionante– como si, en un momento de lucidez, por fin hubiera visto más lucrativo, a largo plazo, volver al cine de calidad y dar un respiro a su imagen.

Es tan fácil reducir Joe a Nicolas Cage como progresar unos metros más, no muchos, y detenerse en David Gordon Green, segundo árbol de la película que requiere nuestra atención. Porque, efectivamente, Green ha regresado al cine telúrico que le dio a conocer tras una etapa como realizador de comedias. Todas sus cualidades como cineasta se pueden apreciar en Joe, comenzando por su profundo conocimiento de esos seres sureños, tremendamente humanos, con sus agrestes bosques limítrofes y sus decrépitas casas de madera despintada. Tiene toda la razón Luis Martínez cuando menciona en El Mundo que Gordon Green “hace un cine que ocupa cada esquina de la pantalla; cada esquina de la retina; cada rincón de ese espacio indefinido en el que los sueños pesan”. Cada secuencia de Joe concita una gravedad que abruma al espectador y le impide seguir adelante, como si el film –sus personajes, su pasado, la vida en ese pequeño pueblo– no pudiera avanzar en ninguna dirección.
La atmósfera de Joe crepita y transpira con una humedad viva y pegajosa en cada imagen. De cuerpo a cuerpo. Con extrema violencia.
Y luego viene el tercer árbol del bosque, que son los propios árboles del propio bosque que, cada jornada, Joe y su cuadrilla inoculan con veneno, en un proceso gradual pero inexorable de putrefacción y derrota –no es necesario explicar la analogía humana–. Ninguna empresa puede talar esos árboles porque la ley lo impide. Así que basta con emponzoñarlos lentamente con la crueldad que solo usan el paso del tiempo y unos personajes luchando por sobrevivir. Aunque todos, en el fondo, están ya muertos cuando comienza la película. Y sería mentira decir que no lo saben. Son perfectamente conscientes de ello. El padre alcohólico de Gary no durará muchas mañanas de violencia y maldad contra su familia. Joe, de igual manera, vampiriza el cuerpo de Gary como una proyección de su primera juventud, tratando de cambiar un pasado irreversible y doloroso. La enorme tristeza que supura Joe es endémica y casi estructural dentro del pueblo. Nadie se salva. Y ese duelo histórico entre el expresidiario y el fanático Willie-Russell invierte toda lógica contenida en el western hacia los terrenos del absurdo y de la nada.

La diferencia de Joe con los demás es que posee la distancia necesaria para asumir su fracaso. Por eso se vuelca sobre el adolescente Gary, como apurando sus oportunidades de redención, la eterna redención de origen cristiano que convalidaría una existencia de pecados por una buena acción de arrepentimiento. Esa es la carta que juega Joe y la carta que juega Joe, un hombre dotado de un resquicio moral que le proporciona el trabajo duro, la disciplina del hombre madrugador. Él vive a diario en la oscuridad –los interiores de su casa no permiten ver más que siluetas– pero intuye ese descanso que otorga una conciencia limpia, basada en una clara distinción entre los caminos del bien y del mal. Dar ese paso supondría la salvación –de nuevo hace falta utilizar el lenguaje cristiano– y, en sus manos, solo encuentra disponible una violencia explosiva.

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Por lo tanto, ¿cuál es el bosque que tapan estos árboles? ¿Cuál es el discurso real de la película? La primera secuencia que vemos en Joe es la de Gary sentado ante su padre, aún anexo a él, en un tímido amanecer que va a ser enturbiado por una paliza fuera de campo. En correspondencia, la última imagen del film, compuesta de manera imitativa, exhibe a Gary sentado en primer término, una vez alcanzada su independencia, en un amanecer que impacta –aunque sin mucha fuerza– sobre una extensa plantación en ciernes. Joe nos narra entonces el camino hacia la madurez de Gary bajo la benefactora influencia de Joe, quien le libera de un padre maltratador y le ofrece un trabajo con el que pueda subsistir. El primero alcanzaría, de esta manera, la redención de su pasado y el segundo, la posibilidad de un futuro accesible.

No obstante, ¿puede existir acaso la redención por la violencia? En la última escena del film se nos remarca cómo la leyenda de Joe permanece entre sus conocidos, como un amuleto de buena suerte que justifica su identidad. Gordon Green pretende decirnos que la leyenda se impone siempre sobre la realidad, sea cual sea esta, con su fracaso, su tristeza y su desolación. El violento Joe se transfigura así –gracias a la tradición oral y a la imaginación mítica del pueblo– en un pistolero legendario, en un justiciero de las sombras capaz de sacrificar su vida por la de una niña inocente. A fin de cuentas, un héroe, incluso un superhéroe cuanto más incomprendido por el resto del mundo. La vida de Joe ha sido sombría, desesperada, carente de gloria, y sus enemigos son solo unos desgraciados como él. Pero no importa. Su inmolación permanecerá subyacente de forma similar a la de Tom Doniphon en El hombre que mató a Liberty Valance (The man who shot Liberty Valance, 1962), donde la ausencia era condición sine qua non para que un nuevo orden pudiera germinar. Aunque la historia que cuenta Joe tiene una semejanza mucho mayor con la de otro pistolero del cine moderno: el desequilibrado Travis Bickle de Taxi Driver (1975) de Martin Scorsese, la imagen del hombre alienado que intenta lograr su integración por medio de la violencia.
¿Hacia cuál de los dos lados cae el Joe de Gordon Green? Slavoj Zizek ha opinado con gran acierto sobre este tema en su documental The pervert’s guide to ideology (Sophie Fiennes, 2012).
Según Zizek, todo acto violento encubre una impotencia para comprender el funcionamiento del mundo. Ni Joe ni Travis pueden ser vistos como héroes, sino como marginados que amenazan a la propia sociedad. Los estallidos violentos del pistolero contra –lo que él considera– su enemigo suponen siempre actos de autodestrucción de los que no puede brotar ninguna clase de futuro. La contradicción clave de Joe es que al final sí germine esa posibilidad, ese amanecer entre las ramas, desde una noche profundamente oscura y una tierra de sangre y dolor. Y ni siquiera es aceptable utilizar la justicia como una excusa para su comportamiento: el tema de la niña obligada a prostituirse nos cita de nuevo al maestro John Ford de The searchers (1956), que luego sería brillantemente reescrito por el escepticismo de Martin Scorsese o Paul Schrader en Hardcore (1979).

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“¿Y si ellos no querían ayuda?” se preguntan Zizek y Scorsese en sus reflexiones sobre el film. ¿Cuál es el orden moral que justifica y aplaude un asesinato múltiple? ¿Qué clase de razonamiento armoniza el homicidio con el bien? Zizek, en su documental, compara los actos de Travis Bickle con la matanza del noruego Anders Breivik en julio de 2011. Tanto Taxi Driver como Joe narran, en el fondo, la historia de un terrorista suicida dispuesto a sacrificar su vida por una causa que considera necesaria. El film de David Gordon Green, de hecho, ha tenido su mejor respuesta hace solo seis años, en ese testamento de Clint Eastwood titulado Gran Torino (2008). Su Walt Kowalski –o Harry Callahan, o Josey Wales, o William Munny– también se veía obligado a luchar contra una banda peligrosa que ponía en peligro a sus vecinos. Pero la decisión que tomaba el personaje suponía una verdadera inmolación, inerme y entregado, con la que borrar el odio y la violencia de su vida anterior. Morir, en Gran Torino, era preferible a matar, siempre y bajo cualquier condición. Al menos, era un primer paso de compromiso.

La redención por la violencia homicida es, dejémoslo claro, un oxímoron peligroso que ha pervivido en la cultura norteamericana actual. A través de la figura del justiciero, Estados Unidos fundamenta una política intervencionista en lo exterior a la vez que perdona una violencia y un malestar extendidos en lo interior. Joe, como película, acierta en casi todo pero se equivoca en su propuesta nuclear. Nos cuenta un relato mítico que ya ha sido contado, y además refutado, mucho antes de que dé comienzo. Los árboles viejos y envenenados del bosque deben desaparecer para que surjan árboles jóvenes y vigorosos. Pero, mientras el veneno sea tolerado de esta manera, es probable que la historia se vuelva a repetir. Y no hayamos entendido nada.

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