Joker
Cuando todo falla Por Raúl Álvarez
Las palabras importan. Mucho. Es incierto que se las lleve el viento. Quizá, sí, vuelen las promesas que llevan adosadas a su escritura o a su dictado. Pero su memoria, su recuerdo, la raíz misma de lo que se dijo en un momento dado, feliz o amargo, eso solo lo borra la muerte. Porque las palabras no brotan de la tierra ni emergen del mar; nacen de unas personas y mueren con otras. Las palabras permanecen con nosotros para siempre, no fallecen, o fallecen solo con nosotros. Quien las dice, en cambio, vive liberado de esa carga. Pienso en esta cuestión cada vez que recuerdo la angustia vital de Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), el nuevo Joker de Todd Phillips. Un personaje que, como el Alan (Zach Galifianakis) de Resacón en Las Vegas (The Hangover, 2009), otro tipo asomado al abismo de Nietzsche, se imagina así mismo a partir de las palabras que otros le dirigen. Palabras agresivas, distantes, frías, lacerantes, inmisericordes.
Había dudas sobre lo que distinguiría a este Joker de otras versiones anteriores, fundamentalmente las vistas en televisión y cine, donde los trabajos de César Romero, Jack Nicholson y Heath Ledger, sostenidos en un fuerte componente estético, ocupan un lugar icónico. Phillips, guionista y director de Joker (2019), triunfa en el diseño de una imagen tan o más sugerente que la de sus predecesores. Pero ante todo, y ahí radica la singularidad de su propuesta, dota al personaje de un aire arrebatado y romántico, de sentimientos excesivos, que procede de su incapacidad para articular un discurso que no sea el lenguaje de la violencia. A Arthur, un niño grande, no se le dan bien las palabras –su fracaso como cómico consiste precisamente en su ineptitud para armar chistes–, por lo cual su único cauce expresivo es la acción, que en su caso desemboca en estallidos de violencia.
La primera escena ilustra de manera magnífica esta clave narrativa, definitoria tanto del personaje como del discurso de Phillips, que viaja hasta el Nueva York de los años setenta para hablar del aquí y el ahora. Frente al espejo de su camerino, Arthur ensaya muecas, carcajadas y ocurrencias dirigidas al mundo que lo ha arrinconado en la marginalidad. Sabedor de que sus palabras convocan unas pocas risas –es un muñeco inarticulado y, por tanto, sin retórica–, Fleck concentra sus esfuerzos en el lenguaje gestual y corporal, deformando su rostro hasta que este alcanza la abstracción pavorosa de los retratos de Bacon. Es lo que corresponde a un personaje sin anclajes a la realidad: la distorsión máxima de su identidad. ¿Qué le queda a alguien invisible a ojos de todo el mundo? La histeria, la mutilación, la ira, la venganza. Acciones que sustituyen las palabras que no sabe pronunciar o, peor incluso, a las cuales no sabe dotar de significado.
Esta premisa permite situar sin equívoco alguno la película de Philips en nuestro presente. En un momento histórico en que las palabras se han vaciado de contenido o este se ha distorsionado, ahora que cualquiera puede hablar o escribir a la ligera, sin voluntad de establecer otro vínculo con su interlocutor que no sea instrumental, una película como Joker nos devuelve una imagen incómoda de nuestro mundo y también de nosotros mismos. Porque hace hincapié en un hecho incuestionable, como es la sustitución del racionalismo sentimental –quizá el mayor triunfo de la modernidad hasta Freud– por un sentimentalismo irracional –eso que algunos llaman posmodernidad para no hablar de un nuevo romanticismo–. Cuando los discursos son huecos y se traducen en acciones imprecisas, la violencia, primero verbal y luego física, toma la palabra. Hemos vuelto ¿sin darnos cuenta? a la primera mitad del siglo XIX.
Casualidad o no, fue entonces cuando se popularizaron los primeros juegos de cartas que incluían la figura del joker. En el écarté francés, un juego para dos, que podría ser el equivalente en naipes a la ruleta rusa, el joker otorgaba el triunfo a un jugador en cualquier momento, desbaratando cualquier plan previo de su rival. Ninguna estrategia podía competir con esa suerte. El joker, en esencia una figura de descarte, el marginado de la baraja, rompía el desarrollo reglado del juego. En la película de Phillips, del mismo modo, Fleck, un descarte social, irrumpe para desequilibrar el sistema con esa fuerza inevitable del comodín, que desbarata cualquier idea preestablecida. No es extraño que se asocie la figura del Joker a la del Loco del tarot; ambas son la excepción tenebrosa que confirma la regla. Sin razón, sin motivo, porque sí, porque esa es su naturaleza. Cuando el joker canta sobre la mesa, las palabras bailan en exclamaciones, se acaban los discursos y empieza la acción. Qué mejor enemigo para un héroe gótico, por trágico, como Batman que un villano romántico, por violento, como el Joker.
Écarté, gana el joker
En la saga Fundación, Isaac Asimov entendió muy bien la condición súbita de lo inesperado cuando definió el personaje del Mulo, un mutante que desafía el equilibrio del frágil imperio galáctico. Presentado en Fundación e Imperio (1952), es un individuo sin pasado o de pasado brumoso, que se hace pasar por bufón y cuya mutación le permite alterar las emociones humanas, de individuos o de grupos, para lograr que la gente actúe según sus propósitos. Físicamente deforme –«sus largos y esbeltos miembros y su cuerpo huesudo, acentuado por el traje, se movían con agilidad y gracia, pero daba la impresión de que estaban descoyuntados»–, la única motivación que le conduce es el rencor causado por el rechazo que le dirigen los demás. Es un ser que odia porque el mundo le odia. Y ese odio procede principalmente de los insultos que sufrió de niño. Otras vez las palabras y su vínculo con la violencia.
No he encontrado fuentes que documenten una inspiración directa del Joker en el Mulo, ni en la versión de Phillips ni en las de otros directores; tampoco en las interpretaciones más conocidas en cómic. De hecho, el primer personaje, aparecido en 1940, es anterior al segundo. Pero es llamativo que la evolución más relevante en la historia del Joker, de simple ladronzuelo a criminal nihilista, se dé con posterioridad a las novelas de Asimov, escritas en dos períodos, de 1951 a 1953 y de 1982 a 1992. Lo que convierte la obra del escritor ruso en una referencia interesante para analizar el Joker de Phillips, más allá de ecos y resonancias físicas entre el Mulo y Fleck, radica en la importancia que el escritor confiere a las palabras para definir a su personaje, no tanto las que pronuncia como las que sufre por parte de otros personajes. El Mulo existe solo cuando otros le ven, y esos son instantes de humillación. Habitante de las sombras, cobra conciencia de sí mismo en el preciso instante en que los demás, al verle, aprenden a temerlo.
La visibilidad como condición de la existencia es un concepto que se repite obsesivamente en la vida diaria de Arthur. Su empeño, y esa es quizá la parte mejor desarrollada del guion, pasa por hacerse visible ante los demás, lo cual intenta conseguir primero con palabras y después con actos violentos. Se da ese proceso con su madre, Penny (Frances Conroy), con su vecina Sophie (Zazie Beetz), con Thomas Wayne (Brett Cullen), con Murray Franklin (Robert de Niro), con sus otros compañeros payasos, con sus terapeutas… Con todos empieza hablando, para tratar de entenderlos y también para entenderse a sí mismo, y a todos acaba asesinando directa o indirectamente. Joker está construida a partir de una serie de fracasos sociales que impiden una y otra vez a Fleck sentirse parte de algo, ya sea una familia, un trabajo o una relación de pareja. La locura del personaje, evidente desde el principio, se desborda cuando se rompen las escasas ataduras de Arthur con la realidad; es adoptado, su madre abusaba de él, su noviazgo es imaginado, Thomas no es su padre, Murray le desprecia… De esa decepción, que es una negación para confiar en las palabras, propias y de los demás, nace su hostilidad.
El cuaderno de notas que con tanto celo guarda Arthur es un objeto sustancial para entender en este sentido al personaje escrito por Phillips. En él se incluyen frases inconexas, palabras mal escritas, ideas de muerte y destrucción, pensamientos apocalípticos, rayajos y algunos dibujos de carácter fantasmagórico. Pareciera que su mente funcionara como una linterna mágica, alternando luces y sombras sobre un lienzo arrugado. Aun a riesgo de ser demasiado literal en la metáfora, Philips quiere dejar clara la nulidad expresiva de Arthur. Eso le permite luego ‘justificar’ la deriva psicótica del personaje y, de paso, hacerlo atractivo para el espectador. Porque Arthur no es un villano al uso, malvado porque existe el mal, despreciable casi desde un punto de vista ontológico. Se le presenta como una víctima que no puede evitar comportarse como lo hace porque las circunstancias le han obligado a ello. En este aspecto, uno de los más sensibles del filme, Philips recupera la idea del Joker tal y como lo concibió Alan Moore en La broma asesina. Héroes y villanos constituyen las dos caras de la misma moneda. Frente a traumas similares, la elección de un camino u otro depende de… Aún no lo sabemos después de dos mil quinientos años de filosofía en Occidente. Ahí reside la fascinación que despiertan estos personajes.
The artist is present
Se ha escrito mucho y bien sobre el parecido razonable que guarda Joker con dos hitos en la carrera de Martin Scorsese, como son Taxi Driver (1976) y El rey de la comedia (The King of Comedy, 1982). También sobre la acertada fotografía del filme, que recupera las texturas sucias y granulosas del celuloide de Kodak producido en los años setenta, y sobre el tratamiento cromático de las imágenes, el cual remite, al menos en mi imaginario, al entintado a color de los cómics de DC de los años cuarenta y cincuenta, realizados en offset. Ciertamente, estos referentes pesan lo suyo en el desarrollo de la película, en particular en la primera hora de metraje, cuando es inevitable comparar la deriva psicológica de Arthur con la de los dos protagonistas de Scorsese. Hay sin embargo otra idea, de orden conceptual, de la que se ha escrito menos, pese a estar muy presente en esas y otras películas de Scorsese, y es la transformación de Arthur en un ser ‘performático’. Como Travis Bickle, como Rupert Pupkin, como Jake LaMotta, Arthur encauza su trastorno en una personalidad barroca, teatral, que destila ira y rencor a través de un humor negrísimo.
Las escenas más logradas de Joker en este sentido, creo, son aquellas que retratan precisamente la conversión de su protagonista en un individuo de cartón, fingido, auto-consciente de su aspecto y de sus actos, dispuesto a entregarse por fin a su propósito en la vida, esto es, recibir el aplauso y el reconocimiento. Es su particular máscara; del mismo modo, los superhéroes encuentran la suya en un proceso paralelo de iluminación y transformismo. El descenso de Arthur por las escaleras cercanas a su apartamento es un ejemplo contundente de un concepto que estrecha lazos con nuestro presente. ¿Acaso la actitud general en redes sociales no es un reflejo de ese mismo afán por elevarse y distinguirse mediante actos ‘performativos’? Si Joker estuviera ambientada en 2019, que lo está, Arthur no dudaría en grabarse mientras ríe, baila o se maquilla de payaso. Su obsesión patológica por ser a través de ser visto es lo que le conduce, en el tramo final del filme, al programa de Murray. El asesinato de este en directo cierra un círculo vicioso que empieza y acaba en la pavorosa pulsión exhibicionista de Arthur. Aterra esa búsqueda constante de cariño incondicional –de likes– por parte de los demás.
Logrado el impacto deseado, el hilo del Joker, su comunidad de seguidores, lo conforma esa masa de ciudadanos que en las escenas finales salen a las calles de Gotham para protestar por el estado de las cosas. Son los mismos indignados, escrito sin ironía, que retrata Nolan en la tercera parte de su saga. En Joker, sin embargo, el aliento feroz no procede de un autoproclamado líder revolucionario como Bane, sino de un villano por accidente, Arthur Fleck, que en el hallazgo de su identidad ha traspasado la línea que los demás no se han atrevido a cruzar: el asesinato. Phillips hace entonces auténticos equilibrios para que su película no se entienda como una apología de la violencia o como una justificación de la maldad, sino como un aviso de lo que podría pasar, o ha pasado ya, cuando un sistema insiste en invisibilizar problemas y personas. Arthur, el guion lo verbaliza varias veces, es un loco diagnosticado; en su comportamiento no cabe buscar una maldad intrínseca. Pero a la vez, y por encima de su condición mental, es un ser roto, desarraigado y golpeado por la vida. Es lógico que se convierta en el Joker. Porque esta figura, y vuelvo a la importancia de las palabras, no es un bufón, ni un payaso, ni un arlequín. Es el comodín que otorga el triunfo a una mala mano. Es la risa y la sonrisa del diablo. Es la carta que deja mudos a los demás jugadores cuando se desprecia el valor de las palabras.