Jornadas contra Franco

Franco en el museo Por Pablo Sánchez Blasco

La polémica se iniciaba con una imagen de Franco crionizado en una máquina de refrescos de Coca-Cola. Francisco Franco, el caudillo de España, aparecía ataviado con su uniforme de gala, con gafas de sol oscuras, vivo pero débil como un Walt Disney castizo y oculto en el consumo diario de una sociedad, la nuestra, que no consigue desprenderse de su herencia. Porque su herencia, su cadáver entumecido, permanece ahí, vigente en su congelador, aguardando un resurgimiento que ha propiciado el artista Eugenio Merino con su obra expuesta en la Feria ARCO 2012. En efecto, su teoría –o su hipótesis o su desafío o provocación, como han preferido llamarla– no habría trascendido tanto si no fuera, curiosamente, por la importuna manifestación de vida de una Fundación, de nombre Francisco Franco, que ha reivindicado su cadáver y, como prioridad, también ha reivindicado su “derecho al honor” y, para ello, lo ha ejecutado en los tribunales y, como colofón al despropósito, ha conseguido que un político demócrata –José María Álvarez del Manzano, antiguo alcalde de Madrid– les presentara sus disculpas en una respetuosa carta donde respalda la petición de retirar esa obra seleccionada –“una indignidad”–. Es entonces cuando despropósito brota como el término exacto para el conflicto ya que la participación de cada uno de ellos ha favorecido una paradoja de repercusiones astrales. Porque si la acción de representar a Franco, el caudillo, en una nevera de refrescos, conduce a terminar en juicios con su Fundación, subvencionada hasta hace poco por el Estado, esa obra ratifica que su teoría –o su provocación– es por lo tanto cierta y pertinente, tanto al respecto de los medios artísticos utilizados como de la época en que ha sido hecha, y por consecuencia demostraría no solo su ya indudable valor artístico, su actualidad, sino también la incorrección del debate generado alrededor. Denunciando la obra, en resumen, se consigue validarla.

Franco

Denunciando la obra se suscita que unos treinta artistas españoles decidan exponer sus sátiras del dictador en defensa de Eugenio Merino y de las libertades amenazadas. Semejante exposición ha tenido lugar entre el 5 y el 8 de julio en la calle Encarnación González de Vallecas. Organizada por la Plataforma de Artistas Antifascistas, la voluntad general de las obras ha consistido, en este caso, en un ataque frontal contra la memoria de la represión identificada en su principal instigador. Si el arte puede servir como acicate de determinadas posturas sociales, también se tiene entre sus fines la denuncia –por supuesto que provocación y desafío– cuando estas se pretendan realidades acechantes. El tema compartido del dictador se ha podido ver, entonces, conducido desde muy distintas formulaciones creativas, desde el Punching aportado por Merino como centro de la exposición al polémico dibujo de Juan Pérez Aguirregoikoa en el que la silueta del dictador se fusiona con el pubis de un hombre. Mientras Alejandro Jodorowsky trataba de exorcizar a Franco desde el formato del vídeo, el asturiano Cuco Suárez se extraía su propia sangre para lanzársela, en una de las performances más arriesgadas, contra su retrato oficial. Santiago Sierra, Rubén Santiago, Nuria Güell, Valcárcel Medina o Jorge Galindo han estado así mismo entre los artistas colaboradores de una exposición que pretende, literalmente, devolver a Franco al museo. En un lúcido artículo publicado meses atrás, el periodista catalán Arcadi Espada aseguraba que “una guerra civil se acaba cuando entra en el museo” y comparaba para ello la existencia de colecciones sobre el Muro de Berlín en Alemania con la interminable polémica en nuestro país cuando toca hablar todavía del 36. Nuestra guerra, evidentemente, aún no ha terminado, sigue abierta y sangrante para muchos. No obstante, la causa presentada contra Eugenio Merino acaba de concluir con su absolución –a falta de los interminables recursos que ya se han anunciado desde sus herederos–, por lo que el amago de resurrección y apología del franquismo parece que volverá a su congelador, si no expulsado de nuestro inconsciente, al menos relegado una vez más a sus profundidades.

Y es que el exorcismo colectivo de la figura de Franco ha sido un largo proceso en la cultura española que no debe detenerse ahora.

En el cine nacional de la posguerra, la figura del dictador, omnipresente en el NO-DO –qué lejano parece hoy y qué pánico produce concebir su existencia–, solo había sido tratada desde un punto de vista, el suyo, en su trabajo como guionista para Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941) y en el documental Franco, ese hombre (J.L. Sáenz de Heredia, 1964), ambas respondidas en Raza, el espíritu de Franco (Gonzalo Herralde, 1977) y Caudillo (Basilio Martín Patino, 1974) durante los primeros años de la Transición. Sin embargo, habrá que esperar hasta 1986 para encontrarnos al primer Franco en una película de ficción, obra de Jaime Camino titulada Dragon Rapide y en la que el dictador es abordado desde el realismo y la pretensión histórica por el actor Juan Diego. La sátira es prácticamente inédita hasta unos años después. Primero con la historia de un doble a la fuerza en Espérame en el cielo (Antonio Mercero, 1988) y después gracias a la bufonesca Madregilda (Francisco Regueiro, 1993), película por la cual Juan Echanove ganaría un Goya en su papel de Franco. Solo un año antes, la sombra autoritaria del personaje había sido ya decapitada con la descripción irónica de Paco Umbral en su Leyenda del César Visionario (1992): “Francisco Franco Bahamonde, dictador de mesa camilla, merienda chocolate con soconusco y firma sentencias de muerte”.

Franco Esperame en el cielo

Espérame en el cielo

Si bien el tema parece inhibirse de la gran pantalla durante los años noventa –aunque no la guerra civil, convertida en un tópico desde la perspectiva del público–, por diversas razones se ha producido un revival de Francisco Franco en la última década. Por un lado, el dictador se ha convertido en personaje recurrente para las TV movies de tema político contemporáneo. Cualquier actor español, anciano, a poder ser calvo y con bigote –propio o caracterizado– ha tenido la ocasión de interpretarle para una larga lista de biopics desacertados: Adolfo Suárez, el presidente (2010), Alfonso, el príncipe maldito (2010), Sofía (Antonio Hernández, 2011), Tarancón. El quinto mandamiento (Antonio Hernández, 2011) –interpretado por Carlos Areces (¡!)– o La Duquesa (Salvador Calvo, 2010). Ni personaje autoritario de terribles recuerdos ni caricatura revanchista desde el bando contrario. En estos telefilms prima el enfoque aséptico que transforma a Franco en un secundario funcional para retratos, como poco, dudosos desde la historicidad y francamente tenues desde sus comentarios político-sociales. La única de estas obras que nos parece reseñable sería 20-N: Los últimos días de Franco (2008), película en parte curiosa por su director Roberto Bodegas –asociado al cine de la tercera vía de los años setenta– y, sobre todo, por construir a un Francisco Franco en el cuerpo de Manuel Aleixandre, el histórico secundario del cine español que, finalmente, e involuntariamente, restituye al dictador la auténtica personalidad vacía, vulgar, intrascendente y secundaria, que le corresponde en nuestra historia. Diez años antes, otro secundario de lujo como Luis Ciges había hecho lo propio en el cortometraje Franco no puede morir en la cama (Alberto Macías, 1998) de menor repercusión cinematográfica.

Franco Balada triste de trompeta

Balada triste de trompeta

Pero es en el camino de la sátira donde el cine español ha hecho progresos en los últimos tiempos paralelamente a los movimientos en el mundo del arte. En concreto, son tres películas –aparte de su papel episódico en Balada triste de trompeta (Álex de la Iglesia, 2010)– las que se esfuerzan en desmontar la versión oficial del régimen desde su estética totalitaria. Un Franco al borde de la muerte, de charla incomprensible y apariencia momificada, gobierna un país igual de envejecido y decadente en Buen viaje excelencia (Albert Boadella, 2003), película realizada por el grupo teatral Els Joglars con Ramón Fontseré como protagonista. Un Franco reducido a su caricatura más grotesca entra en el universo del cómic como Calimero, el Tirano de La gran aventura de Mortadelo y Filemón (Javier Fesser, 2003), la cual traslada así, de manera definitiva, las claves de la dictadura a la cultura popular de kiosco. Y, por último, un Franco implícito en sus propias imágenes es víctima de la postmodernidad en la delirante Raza Remix (Manel Bayo, 2010), donde la iconografía del régimen dictatorial sufre una total deconstrucción mediante imágenes psicodélicas pobladas de fantasiosas e insospechadas alegorías. Y es que el proceso de su desmembramiento, de su apropiación como imaginario, sea irónico, sea sociológico, sea institucional, lo quieran o no algunas voces, un paso tras otro paso, debe ser inevitable.

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Comentarios sobre este artículo

  1. Pablo S. Blasco dice:

    Hola Manel, gracias. Te he enviado un mail a la dirección de info. Un saludo!

  2. Manel Bayo dice:

    Gràcias por la mencion… Si me pasais una dirección física os envio la peli… (por si os apetece verla entera…) un abrazo!

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