Journey to the Shore
Cercanía a la distancia Por Damián Bender
En ocasiones puede volver complicado determinar etapas o períodos temáticos para la filmografía de un director de cine. En el caso de nombres como Rossellini o Godard es posible demarcar períodos a través de la evolución estética en las diversas películas, de cambios sustanciales en las temáticas de las mismas o en cuestiones de la vida personal que terminaron volcándose de diversas formas en el celuloide. Otros directores, en cambio, presentan líneas más difusas: su obra transita por múltiples formas con cierto vértigo que dificulta su categorización en un tiempo continuo, errando por derroteros que no parecen seguir una línea recta, en diagonales que no encuentran una guía a simple vista. Esta descripción calzaría perfectamente con la obra de Kiyoshi Kurosawa en esta última década. Tras su irrupción como nombre de peso con la indispensable Cure (Kyua, 1997), el director japonés pasó por una etapa sumamente prolífica, realizando 17 audiovisuales entre películas y producciones para televisión en las que se centró principalmente en la realización de cine de género, principalmente terror y thriller, pero también incursionando en la comedia con Doppelgänger (Dopperugengā, 2003) y en las formas más “autorales” de filmes como Charisma (Karisuma, 1999), Barren Illusion (Ōinaru gen’ei, 1999) o License to Live (Ningen gōkaku, 1998). En toda la producción de esta época puede advertirse un manifiesto interés por el estado del individuo en la sociedad moderna, en la que los personajes deambulan en la búsqueda de cierta identidad perdida entre las sombras de la vulnerable mente humana.
Tras el hiato posterior a Tokyo Sonata (Tōkyō Sonata, 2008), los trabajos de Kurosawa comienzan a experimentar algunas mutaciones con los aires de la nueva década. No tanto en lo referente al núcleo de su trabajo, sino en las formas y los géneros sobre los que construye sus películas. De la ciencia ficción de Real (Riaru: Kanzen naru kubinagaryū no hi, 2013) a la esquiva trama de espías en Seventh Code (Sebunsu kōdo, 2013), el Kurosawa de este período se encuentra más dispuesto a probar cosas nuevas pero también en un giro paradójico, a reflexionar sobre el estado de su propia obra o al menos establecer conexiones con películas anteriores de su filmografía. Esa característica metatextual puede detectarse en las dos películas mejor valoradas por la crítica occidental en este período: Creepy (Kurīpī: Itsuwari no rinjin, 2016) y Le secret de la chambre noire (2016), las dos obras que establecen una relación directa con el corpus estilístico que hizo del director un nombre reconocido, que capturan esa esencia que tan bien maneja y que resuena con el espectador. Si Creepy recuerda a Cure, Le secret de la chambre noire recuerda a Retribution (Sakebi, 2006) a través de tropos comunes y similitudes en la composición de encuadres , a la vez que muta su base detectivesca por una una trama de amor con espíritu gótico entremezclada con un dispositivo que cuestiona la naturaleza de lo que vemos en las imágenes.
El punto intermedio entre estas dos tendencias del Kurosawa más contemporáneo se puede encontrar en Journey to the Shore (Kishibe no tabi, 2015). ¿De qué manera? A través de la exploración de un género como el melodrama —solo frecuentado subrepticiamente por Kurosawa en Loft (2005), una historia de amor trágica camuflada dentro de un relato sobrenatural— y de una puesta en escena que pone en juego diversos aspectos de su evolución estilística y también de sus ideas en lo referente a la fragilidad del individuo dentro de su cine.
El primer punto —el género elegido— resulta clave para comprender desde dónde parte el director japonés y cómo encuadra su trabajo, definiendo las coordenadas de su particular estilo en el proceso. El establecimiento de un género específico sobre el cuál trabajar implica centrar los esfuerzos de la narrativa en ciertos tropos y en mantener una coherencia estilística que manifieste los códigos del género elegido. Cuando hace esto, Kurosawa pone el género por delante y las marcas de su cine se ponen al servicio del mismo. En tiempos de directores de cine que parecen rechazar las marcas del cine de género a favor de un reconocimiento más autoral, y de directores “de autor” que abordan temáticas del cine de género para llenarlo de metáforas, pensar el cine a partir de las posibilidades que un género determinado puede ofrecer sin por ello tener que renunciar a una forma reconocible de aplicar el lenguaje audiovisual parece convertirse en una anomalía que para Kurosawa es algo natural. En este caso, el melodrama —o al menos ciertos elementos puntuales del mismo— es acoplado a una historia centrada en el viaje que una mujer emprende con su esposo, que tras su desaparición de forma misteriosa años atrás consigue volver su hogar en forma de fantasma. El tono, la atmósfera generada a lo largo de la película sorprende por la liviandad y la candidez con la que los elementos rodean a los personajes: posiblemente estemos ante el filme más positivista de la filmografía de Kiyoshi Kurosawa, cuestión que encuentra su origen en las coordenadas genéricas mencionadas anteriormente.
Esto se logra a partir de una construcción espacial en la que los escenarios no poseen la carga ominosa y alienada tan característica de la filmografía de Kurosawa para pasar a contener el hálito de lo cotidiano y familiar. Los lugares que Mizuki y Yusuke —nuestra pareja protagonista— habitan de forma fugaz mientras marchan lentamente hacia la costa son residencias en las que encontrar cobijo, espacios que comparten la facultad de lo hogareño en detrimento de lo amenazante. Son espacios pasajeros en los que se manifiesta el espíritu de los seres que la habitan. Pensemos en el primer lugar en el que pasan un tiempo, el hogar de Shimakage, un repartidor de diarios que no es consciente de su propio estado fantasmagórico. La negación de este aspecto de su existencia en el mundo físico se extiende también al espacio que habita y, cuando decide que es momento de partir, su hogar muta en un espacio abandonado, inhabitable para sus huéspedes. El espíritu de la casa desaparece con su dueño y lo que quedan son los escombros, los restos de un espíritu que ya no está. Como si fueran flores a las que se debe hidratar regularmente, los espacios necesitan de sus dueños para no marchitarse. El ordenado galpón de Shimakage se convierte en ruinas y nuestros protagonistas no encuentran otra alternativa viable más allá de seguir viaje. El espacio se torna hostil en el momento en que la ausencia se hace presente.

Kurosawa acentúa el carácter transitorio de los lugares y personajes a través de la manipulación arbitraria de la luz y el sonido dentro del tiempo que dura cada plano individual. Es decir, altera la iluminación de los espacios y del diseño sonoro en determinados momentos para remarcar su carácter sobrenatural de una forma tan deliberada que su intención se vuelve evidente. Este recurso que el director japonés utilizó por primera vez de forma consistente en la mini serie Penance (Shokuzai, 2012) para subrayar manifiesta pero sutilmente los instantes en que las motivaciones de sus protagonistas se manifestaban en palabras, aquí es utilizado de un modo en el que resulta imposible no darse cuenta de la mano del director detrás del efecto. A pesar de ello el recurso no se siente forzado, al contrario. Estos momentos ayudan a enfatizar el impacto dramático de las escenas, dotándolas de una delicada y particular belleza. En una curiosa paradoja, un recurso claramente artificioso ayuda a naturalizar lo que vemos, quedando tan al descubierto que lo aceptamos sin rechistar como parte intrínseca del contrato de verosimilitud entre espectador y audiovisual. Lo mismo sucede con el tratamiento de la música compuesta por Naoko Etō y Yoshihide Ōtomo dentro del relato, subrayando fuertemente los fragmentos —en una réplica intencional al melodrama de los 50—en los que suena, pero integrándose sin problemas dentro del discurso audiovisual. Esta fluidez y naturalidad son características que permanecen a lo largo de toda la película y que pueden resultar sorprendentes en un principio, ya que a pesar de su tono amable y melodramático no deja de ser una historia de fantasmas.
Y aquí es donde aparece una característica algo insólita en la filmografía de Kurosawa: seres fantasmagóricos que no representan una amenaza directa para el mundo físico, seres capaces de integrarse en éste y ser parte del mismo hasta el momento en que sea necesario. La fisicalidad de su existencia en este plano es lo que los distingue. Fantasmas corpóreos que tocan el piano o cocinan como cualquiera de nosotros, manifestando de esta forma una voluntad de permanecer antes de que llegue la hora de pasar al otro lado. No estamos ante entidades perturbadas como en Retribution o devoradores de nuestra propia soledad como en Pulse (Kairo, 2001), sino ante seres en tránsito con la capacidad de ayudar o de buscar ayuda. Esta convivencia está definida en esa fisicalidad en la que Mizuki es capaz de abrazar a su difunto esposo y un fantasma puede sentarse enfrente de un piano a tocar una vieja melodía para aliviar la culpa de su hermana. Al difuminar la barrera física entre espectros y humanos, Kurosawa los pone en pie de igualdad en una austera convivencia que los aúna, a pesar de la diferencia ontológica que eventualmente los separa.
Lo que separa a los personajes es también una cuestión de puesta en escena. La composición de los planos generales establece una partición en dos mitades, en los que un personaje se encuentra en una mitad posicionado cerca de la cámara, y el otro se ubica en la otra mitad, a una distancia considerable. El uso de la profundidad de campo y la selección del CinemaScope como formato de imagen para amplificar el espacio a los laterales, ayuda a denotar esta distancia entre personajes al mismo tiempo que la composición dibuja una línea diagonal imaginaria entre los mismos que se mantiene incluso cuando se desplazan, de modo tal que la dirección de la diagonal y la ocupación de las mitades se invierten. Esta decisión denota de forma física una distancia emocional entre las partes involucradas, dos voluntades, dos estados emocionales diferentes. Incluso en las contadas ocasiones en las que se pasa a un plano-contraplano la distancia se vuelve manifiesta a partir de una toma del rostro a la altura de los ojos en la que no hay rastro del cuerpo que mira. Como si hubiera un abismo en el medio, los seres interactúan hasta conseguir —o no— reducir esa distancia, traer paz a los seres que viven o a los que se van.
Todos estos elementos conforman una película sobre seres en tránsito que transcurre con placidez, con una parsimonia heredera de su ritmo pausado, de su cadencioso andar que no se siente cansino y solo decae en un momento cercano al final, cuando aparece el único espectro incapaz de aceptar su estadio intermedio en este mundo, en una escena que cae en un flagelo que suele aquejar a los filmes del Kurosawa más reciente: poner demasiadas explicaciones en los diálogos. A pesar de ello, Journey to the Shore posee un ritmo lento y constante que no está carente de emociones y muestra al director japonés en una faceta ambivalente entre el terreno de lo conocido y lo nuevo, entre la utilización de tropos que domina y la reinvención de los mismos en un género sobre el que no había trabajado tan a fondo previamente. Este relato de fantasmas permite leerse a partir de los logros conseguidos por peso propio, pero también a partir de las estrechas relaciones que pueden detectarse con las ideas clave de su obra.
Cuando la pareja llega a su destino —y a la conclusión del viaje—, obtenemos el plano-contraplano más esperanzador de su filmografía. En la distancia entre plano y contraplano, Yusuke se desvanece y Mizuki contempla el espacio vacío en el que su amado se encontraba hace unos instantes. El fugaz instante entre ser o no ser en el cine de Kiyoshi Kurosawa se hace patente, pero eso ya no importa. Yusuke podrá no estar más, pero entre la inmediata tristeza algo más permanece.
Todo lo vivido en el camino hacia la costa.