Juana de Arco en la hoguera (Marion Cotillard)

Hymne à l’amour Por Fernando Solla

"¡Más fuertes que las cadenas de hierro, las cadenas del amor!
Es el amor el que me ata las manos y me impide firmar.
Es la verdad la que me ata las manos y me impide firmar.
Yo no quiero! ¡No quiero mentir!"Escena 11 (Juana de Arco en llamas)

Menudo acontecimiento tuvo lugar el pasado fin de semana en Barcelona. Uno de esos momentos que los aficionados a las artes escénicas, en cualquiera de sus variantes, recordamos durante toda la vida y recibimos como un regalo, como una especie de respuesta más que posible a lo que creemos buscar cada vez que nos sentamos en la butaca de un teatro o auditorio. Algunos lo disfrutaron el sábado a última hora de la tarde y otros madrugamos el domingo para asistir a la Sala Pau Casals de L’Auditori a la sesión matinal de este maravilloso oratorio dramático titulado Juana de Arco en la hoguera (Jeanne d’Arc au bûcher). Las expectativas eran altas y teníamos muchas ganas de escuchar esta pieza con música de Arthur Honegger y libreto de Paul Claudel (cuidadosamente traducido para la transcripción en el programa de mano y posterior subtitulado por Miquel Desclot, ese estupendo poeta, narrador, dramaturgo y, sobretodo, traductor). La programación de este espectáculo ya justificaba por sí sola la visita. Si además, sumamos que el maestro Marc Soustrot, Chevalier de la Légion d’Honneur en 2008, colaboraba por primera vez con la OBC dirigiendo, con una energía que contagió tanto a los que ocupábamos la platea como a los que hacían lo propio en el escenario, a los más de ochenta músicos que la componen y a la unión de no uno ni dos, si no de tres coros (Lieder Càmera, Cor Madrigal y Cor Vivaldi), viejos conocidos todos de la Orquestra Simfònica de Barcelona i Nacional de Catalunya, llegando a ser casi dos centenas de artistas, que sonaban (tanto voces como instrumentos) como uno solo, la trascendencia del evento ya empieza a ser más que notable.

Para los que sitúan el canto en la cúspide de las disciplinas artísticas, estuvieron dando lo mejor de sus voces el tenor Yann Beuron, las sopranos María Hinojosa y Marta Almajano, la contralto Aude Extrémo y el bajo Eric Martin-Bonnet. Los que, a pesar de valorar, admirar y sentirnos abrumados la mayoría de las veces por la potencia catártica de la música, canalizamos preferentemente nuestras emociones a través del teatro y, con el paso de los años, seguimos pensando firmemente que la palabra ha sido creada para ser dicha y compartida desde un escenario ahí tuvimos a un conmovedor y mesuradísimo Xavier Gallais. Para los que preferimos la versión original (y no sólo en el ámbito cinematográfico) y creemos, además, que nuestros actores tienen unas aptitudes interpretativas de primer nivel, que pueden competir a nivel internacional, ahí vino la constatación con Pep Planas y Carles Romero Vidal, narradores y tantos personajes como el texto requería demostrando que son unos intérpretes excelentes, además de una rotundidad y soltura en el idioma francés realmente encomiables.

Y de repente apareció Jeanne d’Arc, Juana de Arco en la hoguera. Como es habitual en los conciertos sinfónicos, los artistas salieron al escenario atravesando la puerta lateral situada a la izquierda de la platea. Marion Cotillard encabezaba la fila y todos los intérpretes fueron recibidos con una cálida ovación que mostraba la expectación que había despertado su colaboración en este proyecto.

Abrazada al texto que iba a leer/recitar/interpretar como si fuera a la vez un preciado tesoro que realizara las funciones de escudo, Cotillard se reveló como una brillante actriz de teatro (siempre he creído que no debe haber diferencias entre los medios, ya que una actriz es por encima de todo eso, actriz. Muchas veces hemos visto que esto no acaba de ser del todo correcto, ya que una cosa es colaborar en cine, teatro o televisión y otra muy distinta conseguir resultados destacables en los tres ámbitos, algo que por el contrario consigue, por ejemplo, Aitana Sánchez-Gijón, relacionada con el mundo del cine, incluso televisión, pero a la que nunca hemos visto tan pletórica en una pantalla como sobre las tablas de un escenario, no en vano Aitana encarnó el mismo personaje que la actriz francesa en 2003 y 2009, acompañada en ambas ocasiones por Darío Grandinetti). Volviendo a Cotillard, la actriz se integró desde el primer momento con sus compañeros, llegando a parecer realmente que su voz y su gesto fueran un instrumento más, para deleite de un público que escuchaba, con una atención pasmosa en una platea de hoy en día, todas y cada una de las palabras que pronunciaba esta Jeanne d’Arc que, días después de la representación, todavía no ha conseguido apagar la llama que su hoguera ha causado en este espectador.

Volviendo al oratorio de Honegger y Claudel no deja de llamarnos la atención que ya en el año 1935 ambos eligieran el personaje de Juana de Arco no tanto por su interés histórico, que dependiendo de cada cual puede ser más o menos relativo, si no por su fortaleza simbólica, algo que quedó totalmente patente en 1945, cuando Honegger añadió el potentísimo prólogo de la pieza para reflejar sus vivencias durante la Segunda Guerra Mundial. El propio autor definió su obra como un oratorio dramático dividido en un prólogo y once escenas, recurriendo a un argumento medieval como alegoría de una historia moderna, en la que encontramos paralelismos entre la invasión sufrida por Francia durante el siglo quince por parte de Inglaterra y el genocidio nazi, cinco siglos más tarde. Quizá por esta voluntad de querer añadir una pátina de contemporaneidad, Honegger recurrió a una orquestación insólita en aquellos momentos, sustituyendo las trompas por saxos y utilizando las ondas Martenot, instrumento electrónico ideado en 1928 por el compositor y cellista francés con mismo nombre. El instrumento ha sido usado en numerosas ocasiones por Yann Tiersen, siendo una de ellas la banda sonora de la película Amélie (Jean-Pierre Jeunet, 2001).

Muy interesante la decisión de separar a los actores, que simbolizan a los personajes reales de los cantantes, que harían lo respectivo con los personajes celestiales, algo que en el montaje que nos ocupa sigue siendo así, aunque ejemplarmente embastado para favorecer al máximo la pieza, ya que en ningún momento tenemos la sensación de ver un concierto interrumpido por los diálogos, sino al contrario, consiguiendo un espectáculo total como pocas veces hemos visto, lejos de la artificiosidad (maravillosa, eso sí) de Calixto Bieito y sus experimentos realizados con El gran teatro del mundo de Calderón de la Barca, que vimos en el Teatre Lliure dentro del marco del último Festival Grec o Tirant lo Blanc, donde (con la complicidad de Carles Santos), convirtió el manual de artes amatorias de Joanot Martorell en una bacanal orgiástica en que la comida y la bebida tenían un papel muy importante. Lo vimos en 2008 en una platea del Teatre Romea de Barcelona reconvertida en pasarela de moda. El resultado fue, de cualquier modo, sorprendente y más que satisfactorio, aunque alejado de la emoción conseguida con la última Jeanne d’Arc au bûcher dirigida por Marc Soustrot.

De versiones ha habido muchas, quizá la más icónica para la ciudad condal, la producción de Roberto Rossellini para el Teatro San Carlo de Nápoles (1950), cuya protagonista fue la también cinematográfica Ingrid Bergman (que en 1948 ya había encarnado al personaje en la versión para la gran pantalla de Victor Fleming). El montaje recorrió la geografía europea y tras visitar Italia, Francia, Inglaterra y Alemania, aterrizó en el Gran Teatre del Liceu, en diciembre de 1954, año en que Rossellini realizó una versión filmada de la pieza, que no consiguió mucha repercusión. En aquella ocasión fueron tres las funciones representadas, convirtiéndose el espectáculo en una especie de leyenda del teatro lírico barcelonés. Incomprensible pues, que hasta 2003 la obra de Honegger no se volviera a representar en nuestro país y, todavía más, que hasta 2012 no haya vuelto a la ciudad de Barcelona. El domingo pasado pudimos comprobar que la espera ha valido la pena, como demostró una platea puesta en pie aplaudiendo durante más de diez minutos. Hubo reconocimiento para todos los intérpretes, pero la que sin duda se llevó la mayor parte fue nuestra little sparrow particular.

Y es que la tarea realizada por Marion Cotillard ha resultado desde el mismo momento de su ejecución definitoria para toda su carrera, tanto o más que su interpretación de Edith Piaf en La vida en rosa (La vie en rose, Olivier Dahan, 2007). Retomando el papel que años atrás interpretó su madre, la también actriz Niseema Theillaud, la joven actriz ha conseguido lo que el crítico británico Michael Billington definió como the living embodiment of Piaf cuando Elena Roger tomó las riendas del personaje en 2008 sobre las tablas del londinense Donmar Warehouse y más adelante en el Vaudeville Theatre de la ciudad del Támesis en la obra musical Piaf (Pam Gems, 1978). En este caso, Cotillard no comparte reinado con nadie y haciendo suyas las palabras de Billington y cambiando Piaf por Jeanne d’Arc, la francesa se  aleja (gracias a ¿Dios?) de la anfetamínica visión interpretativa que ofreció Milla Jovovich en Juana de Arco (Jeanne d’Arc, Luc Besson, 1999).

Lo que aquí encontramos es una actriz que se deja llevar por el terreno que la música sugiere en cada momento, con una naturalidad muy poco frecuente en un escenario, algo que convierte en indisociable a la actriz del personaje (los que hayan presenciado la interpretación que Muntsa Rius realizó del personaje de Sally Durant Plummer en el esplendoroso Follies de Mario Gas entenderán a lo que me refiero) para ofrecernos un personaje que no es más (ni menos) que una adolescente analfabeta de diecisiete años que creyó oír en su cabeza voces de santos que la empujaban a hacer frente a la invasión inglesa, liderando y llevando a la victoria al ejército francés. La obra empieza en le momento en que la joven es traicionada por tener demasiado poder y condenada por hereje, hasta morir quemada en la hoguera. En todo momento compartimos la emoción de Cotillard al pasar cada una de las páginas del libreto, atesorando cada palabra, demostrando en todo momento una sensibilidad y talento para transmitir cualquier tipo de emoción inconmensurables. Sus lágrimas fueron las nuestras (realmente impactante ver cómo Pep Planas contenía el llanto ante la interpretación de su compañera).

Sin duda creemos que Marion Cotillard recuperará este personaje (y en más de una ocasión) a lo largo de su carrera, convirtiéndose su Jeanne d’Arc en algo tan emblemático (tanto para la actriz como para su público) como Medea lo ha sido (y sigue siendo) para Núria Espert. Lo dicho, uno de esos regalos por los que un servidor se siente orgulloso de participar de alguna manera de este proceso de intercambio y adquisición de conocimiento que representa el acto teatral. Ese acto en el que mostrarse extremadamente sensible, sentimental o voluble, incluso delicado, impresionable, emotivo o hiperestésico no está penado si se considera una debilidad, sino la más grande de las fortalezas. Cotillard la poseyó (y nos poseyó) durante poco más de ochenta minutos. El resto es historia.

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