Jurassic World: El reino caído
Que se mueran los dinosaurios Por Liborio Barrera
Ah, el ciclo industrial incesante. Los benévolos lo defienden: gracias a los industriales, el “arte” pervive; tus zapatillas de plástico permitirán tus zapatos de ante (aunque ahora, el valor ya no se debe a la materia sino a su diseño: de modo que el valor del plástico y del ante resultan indiferentes frente al objeto). El plástico de Jurassic World: el reino caído, sin embargo, “sabe” mal. Pero nada parece importar mientras el “ciclo sostenible” siga produciendo, cómo decirlo, cajas resonantes de euros o dólares que entregan los espectadores, recogen las cajeras, envían a la filial, acaba en los bancos y de allí a las centrales, y de las centrales… de nuevo al circuito de ingestión, digestión y desecho. Aun así, haces el esfuerzo de poner a un lado lo industrial de esta película y a otro el cine. Te ayuda, de una forma inequívoca, el aviso que se lee en la página en español de Jurassic Park y Jurassic World en Internet: “Son marcas comerciales”. No hay cine aquí, claro, sino la aparatosidad centelleante de sus fuegos artificiales, el cromado esplendente del nombre, el olor de un aceite quemado en donde refríen giros dramáticos, diálogos, secuencias: ah, esa garra que emerge del fondo negro de un cubículo a punto de atrapar a una niña que se acerca de espaldas lentamente: qué habrá sido de esa garra en tu vida; cuándo la viste por primera vez a oscuras, cuándo dejó de irritarte su insistente presencia, carente ya de “aura”.
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No debería haber una mirada detenida a Jurassic World: el reino caído que no constatara la inanidad de este objeto, de esta “marca”. El argumento no hace al objeto, pero dispersa algo de claridad en él, así que recreas, con su lenguaje propagandístico, un fragmento del que lees en la página de la película: el volcán de la isla Nublar, donde sobreviven los dinosaurios, estalla, y Owen y Claire ponen en marcha un plan para protegerlos de la extinción. Cuando la pareja llega a la isla descubre una conspiración. Este resumen “oficial” no describe la conjura, así que lo haces tú: los animales son trasladados a una enorme casa de campo y los subastan en una puja de opacos millonarios (petroleros, traficantes) internacionales.
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Considerando Jurassic World: el reino caído como objeto, uno puede desarmarlo, observar su dibujo interior, asentir ante el encaje preciso de sus elementos como ante las correctas artesanías: la coherente continuidad de sus planos, la representación verosímil de los monstruos, el ritmo graduado de la tensión; pero de este modo no estaría uno describiendo gran cosa: en las películas españolas del “desarrollismo” (las de Paco Martínez Soria, las de Alfredo Landa), la artesanía está a la altura de Jurassic World: nada hay de reprochable en ella. Había tipos que sabían su oficio (montadores, decoradores, iluminadores, foquistas, carpinteros); todos confluían en la representación verosímil: lo que se veía era lo que “era”. Aquí también se ve lo que “es”: unos monstruitos desbocados a la caza y captura de alimento o de “enemigos”.
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No vas a dejar de lado que hay una niña antihumanista, que entre los hombres y las bestias elige las bestias y las libera (y ahora no sabes si el hecho de que sea un clon, una especie de oveja Dolly humana, explicaría su comportamiento): ella es responsable, tan infanta, de las muertes que ocurren a continuación, en medio de la desbandada final de millonarios y dinosaurios. Sí, en los últimos meses hemos visto casos parecidos en los medios: que se mueran los niños, preferentemente si padecen cáncer, a los que les gustan los toros. Y qué decir de los millonarios que pujan por las mejores criaturas; naturalmente el ruso, némesis actual de Estados Unidos, se lleva el “monstruosaurio” al agua: una nueva especie, indoraptor, tramada en laboratorio. Estos subrayados sobre el presente (animalista, geoestratégico, biotecnológico), se dirá que confieren interés a la película. Pero son anzuelillos para la grey de redes sociales y titulares de prensa, que enseguida difundirán sus argumentos, a la española, como conocedores de primera mano de las mutaciones sociales del mundo.
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Qué inocuas, añejas gracias las que, como un digestivo, se vienen en la desbanda sinfónica final. Estos gestos de humor (las miradas que intercambian Owen y la bestia que abre paredes con su cabeza) responden al mismo reciclaje industrial que es la película entera. En algunos momentos consigues salirte del empalago de la niña antihumanista, de las ligazones sentimentales de la pareja Owen y Claire, y te subes a lomos de algunos “monstruosaurios” mientras circulan caóticamente por pasillos y salas de la mansión campestre. Vana dedicación cuando el humor atufante y el empalago cortan, tajan los planos epilépticamente. El caso es que la película te irrita, porque, en realidad, lo que querrías ver es un “jurásico” sin apenas trama ni temas, la mera anarquía en estampida, al modo de esa insuperable Depredador de John McTiernan (Predator, 1987), a la que, como a la película de Spielberg original (cuyo pecado principal era, naturalmente, el tema), vuelven a hacerle estos días un descosido (The predator, Shane Black, 2018).
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Piensas en el circo: en la atracción y en la fascinación hacia la maravilla (lo extraño, lo imposible, lo deforme), y su relación con el cine que se adentra en ese territorio (de King Kong, Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, 1933, a El hombre elefante, David Lynch, 1990). El circo recalaba una vez al año en los pueblos, de modo que el misterio de su atracción no acababa de desvelarse: el hechizo se mantenía, el peligro se reproducía: el de morir en las alturas, el de quebrarse el cuerpo, el del desgarro de la carne a zarpazos (eran, claro, leones de verdad, previsibles ante las órdenes, imprevisibles como bestias).
El paso del circo a Jurassic World: el reino caído es el paso de un mundo tangible a otro intangible.