Keep Punching: The Making of Rocky vs. Drago by Sylvester Stallone

Uno contra uno Por Lorenzo Ayuso

Un gesto se reitera con machacona insistencia durante el metraje de Keep Punching: The Present Meets the Past (The Making of Rocky vs. Drago) (John Herzfeld, 2021). Las roqueñas manos de Sylvester Stallone estrujan un tensor de metal para fortalecer los antebrazos mientras contempla los brutos digitalizados de Rocky IV (ídem, Sylvester Stallone, 1985) proyectados en un plasma ante el que permanece sentado, con mirada ceñuda. Conforme aprieta y relaja los tendones con virtud espasmódica, se operan toscos movimientos para captar el impacto del ejercicio en la musculatura, borroneando una imagen de por sí turbia. La grabación, realizada con un iPhone, precisa entre sus píxeles la naturaleza improvisada del proyecto, fruto del compadreo entre dos viejos amigos, uno que graba con confianza, otro que se deja grabar con candidez. Estamos ante una película casera, cuya relevancia emana de esta concepción, pues nos acerca a una de las estrellas más duraderas sobre el firmamento de Tinseltown, todavía refulgiendo media centuria después de encenderse su halo. El ídolo flameado en la Cocina del Infierno de Nueva York, a punto de cumplir 75 años, se observa más de 35 años atrás, casi la mitad del camino recorrido hasta la fecha, en las tomas extraídas de su era original. Se observa y sufre a cada esfuerzo que realiza con el agarrador, distorsionando la idiosincrásica mueca de sus labios igual que ocurría cada vez que ha afrontado un máximo riesgo fílmico de proporciones homéricas. Se observa y sufre a cada esfuerzo, o tal vez sufre para aplacar el esfuerzo de observarse, al testimoniar el paso del tiempo sobre sí mismo, al juzgarse también a destiempo.

KEEP PUNCHING

Living in America

En un primer pesaje, cuesta medir la finalidad última de un proyecto como Keep Punching: The Present Meets the Past, un título engolado frente al funcional Making of… por el que ha acabado siendo conocido. En verdad, cierto, no deja de servir como un making of. Herzfeld, colega de Sly desde los años de formación en los que este último pretendía demostrar sus aptitudes representando a Eugene Ionesco, acompaña al actor y director en sus largas sesiones para recomponer el esqueleto de Rocky IV, una vez MGM le concedió tal privilegio sobre la película. Una película a la que, por otro lado, nadie más que su artífice se diría interesado en reformular, habida cuenta de su absoluta amortización, engarzada en el ecuador de una serie cinematográfica de larga resistencia, y sin ajustarse a subterfugio alguno, ni siquiera a la más básica efemérides pues han transcurrido, como indicábamos, 36 años desde su estreno, un número indiferente. La aproximación, sin embargo, dista de la del mero acompañamiento promocional. En primer lugar, porque no hay interés en explicar la intrahistoria que explica un nuevo corte, ni mucho menos una mirada extensiva al material previo o al resultado posterior. Apenas se cuelan, desenfocados, algunos colaboradores indispensables, como el montador Dov Samuel. La cámara gravita en todo momento alrededor del italoamericano, que queda expuesto en la intimidad: ligeramente fuera de forma a causa de las interminables jornadas de sedentarismo ante la pantalla (y aún así, con un físico portentoso para un septuagenario), alternando la vehemencia creativa con el cansancio y el decaimiento cada vez que repasa sus decisiones artísticas pretéritas. En segundo, por las propias circunstancias industriales. Tras su premiere en salas en la noche del 11 de noviembre, bajo el epígrafe Rocky IV: Rocky vs Drago – The Ultimate Director’s Cut (Sylvester Stallone, 2021), el cuarto asalto del Potro Italiano pasó al vasto universo de alquiler digital de entrada solo en territorios anglosajones, sin prisa por batirse en otros mercados ni por entrar en el mercado físico del DVD y Blu-Ray. Siendo el gran evento tan caro de ver 1, resalta el fácil acceso a su pieza adyacente. Keep Punching se alojó directamente en el canal oficial de YouTube de Stallone, al alcance de cualquiera, dos semanas antes, evidenciando su autonomía. En vista de esto, podría pensarse que no es Rocky vs. Drago la que justifica la existencia del documental, sino más bien lo contrario.

Por supuesto, la hemeroteca y el discurrir de la industria nos sacan del error. El afán por reescribir Rocky IV se aprecia ya en Creed II: La leyenda de Rocky (Creed II, Steven Caple Jr., 2018), en la medida en que el guion del astro abandonaba el foco de Adonis (Michael B. Jordan) para interesarse por las consecuencias que la antes citada, con su aproximación larger-than-life, tuvo en su antagonista Ivan Drago (Dolph Lundgren). El hiperbólico ruso resurgía de las cenizas en busca de revancha a través de su hijo, con el anhelo de recuperar el honor perdido, pero acababa redimiéndose al impedir que su heredero incurriera en los mismos errores. Siguiendo el esquema trabajado en Rocky (ídem, John G. Avildsen, 1976), el interés no recaía en el campeón, el Creed de turno, sino en el improbable underdog en que se reconvertía al monstruo soviético, para quien la derrota final se entendía como un triunfo, como una liberación. Por extensión, la épica del director’s cut se construye sobre la concesión de honor a una entrega de reputación dudosa.

Dudosa en tanto que el drama quedaba sometido a la iconografía, toda vez que el personaje central, en la cúspide, devenía en un cuerpo sin vida privada, en un símbolo desafiante de la americanidad. El patriotismo había sido inherente a Rocky, por figurar la consecución del ideal del sueño americano; sin embargo, la ambivalencia y eterna contradicción de su imagen desaparece en esta cuarta hazaña. Si en Rocky III (ídem, Sylvester Stallone, 1982) Stallone cuestionaba el cambio de paradigma del boxeador, una vez ha ascendido a campeón, y avistaba el peligro de convertirse en un icono mitificado y por tanto deshumanizado (esa estatua erigida a su gloria, ante la que el homenajeado reacciona confundido), Rocky IV abrazaba del todo la condición casi divina del personaje epónimo. Aprovechando que el púgil había satisfecho sus pretensiones deportivas, la película se vacía de contenido para erigirse como epítome de una ética y estética de los Estados Unidos de los ochenta, balanceándose entre las consecuencias de la Reaganomics (nada como la compra de un robot para simbolizar la bonanza económica de una élite feliz en su desconexión social) y las fórmulas visuales que impulsa la MTV 2 (mediante montages musicales cuya resonancia se eleva sobre el resto del filme, funcionando casi con autonomía al estilo de videoclips). Rocky Balboa ya no era la representación neorrealista de su entorno, sino el emblema de una nación levantada en armas para defender sus valores ante la otredad de la URSS. Así, este episodio transcurre en una burbuja alejada de la realidad que se pateaba en las dos primeras iteraciones (la mansión hipertecnologizada de los Balboa frente a la precaria cabaña entre la nieve rusa, en ambos casos parajes aislados y con un reducido núcleo de personajes en liza), con los dos adversarios asumiendo su objetificación (en el caso de Drago a través de la tecnología y la química) y hasta su inclusión en la simbología nacionalista: así como la propaganda soviética coloca las pinturas de Iván Drago junto a la hoz y el martillo, siempre vistas desde una distancia que delata la reprobación del símbolo; el plano final de Rocky se congela situando su faz dentro de la enseña, quedando como la imagen sintética del relato. Es decir, según examina Eric Lichtenfeld, “no está simplemente respaldado por la bandera, sino que se ha convertido en uno de sus elementos compositivos” 3. Uno tan legítimo, tan evocador, como las barras y estrellas.

Con unos magros 92 minutos, la menor de la serie, mantiene el tipo como un visionado vitriólico, tremendamente entretenido, pese a lo exiguo de su armazón narrativo y a sus maniqueísmos. La simplificación de la Guerra Fría en una épica de David y Goliath, de una palmaria ingenuidad, hace de esta un requiebro dentro de la saga Balboa, un apellido que nació con el objetivo de representar a todos. Lejos de ese héroe cercano, el actor-autor canalizó aquí a su admirado Steve Reeves para conferirle a Rocky un estatus deífico. Ivan Drago, sufriendo conmoción antes de besar la lona, lo atestiguaba: “No es humano”. En efecto, ahí radica el quid de la cuestión. Con Rocky vs Drago se pretende restaurar la humanidad de su trasunto más duradero, aun a costa de restarle explosividad al conjunto. En una suerte de juego especular, con Keep Punching se produce un efecto similar sobre la auto-imagen mítica de Stallone, abrazando la monotonía de la sala de montaje para afrontar sus vergüenzas.

Keep Punching

No easy way out

Si hablamos de vergüenzas, nada más ruborizante que el momento en el que Stallone se apercibe, por primera vez, de un fallo de raccord no ya en el montaje original, sino en el material en bruto. Concierne a Apollo Creed (Carl Weathers). Antes de que suene la campana del primer asalto contra Drago, el “Rey del Directo” calienta el combate señalando al atleta ruso, imitando el ademán del Tío Sam en el famoso póster propagandístico ilustrado por James Montgomery Flagg que llamaba al alistamiento para la I Guerra Mundial, allá por 1917. “I want you, I want you!”, repite en un plano medio corto. La cita se hace patente, especialmente con el atuendo del personaje, que luce un sombrero de copa con los colores de la bandera, y enfatiza la connotación bélica de la pelea. El problema estriba en que si Creed puede apuntar con el dedo índice al soviético es porque en esa toma no lleva los guantes. Herzfeld, que permanece a menudo atrincherado tras la cámara dejando que su colega lleve la delantera rellenando con sus divagaciones el tiempo, toma la oportunidad para embestir verbalmente a Sylvester. Hundido en el sofá, como si de una esquina del ring se tratase, se limita a asentir: “¿Que has descubierto qué? ¿Así que en 35 años no te has dado cuenta de eso hasta ahora? ¿Cuántas veces has visto esta película? Y estabas allí… Y ha sido este instante cuando te has dado cuenta por primera vez”. El árbitro podría empezar a contar para certificar el noqueo.

Como este, durante los visionados diarios de Rocky IV localiza toda clase de contratiempos, buena parte de ellos nimios o intrascendentes para el espectador ocasional. Por ejemplo, Stallone protesta por la grabación de loop groups en el diseño de sonido de las peleas, decisión que asegura no haber aprobado jamás ni haber conocido hasta ahora, antes de tener recular aduciendo “amnesia” cuando Herzfeld le inquiere sobre su responsabilidad como director al dejar pasar esos detalles. En otros casos, se muestra más honesto, al estimar que el largometraje ha quedado apolillado en sus formas, o al diagnosticar una “falta de paciencia y seguridad” por su parte a la hora de cortar escenas, limitando su carga dramática en pos del frenesí cinético. Todo el curso de remontaje se prueba exasperante, pero a la vez consecuente con sus máximas morales. Al fin y al cabo, se sustenta en la necesidad de corregirse. El privilegio de enmendar los errores en los que cayó implica asumir un daño que trasciende lo físico, pero encarna un martirio análogo, en su raíz, al que ha sometido a sus alias cinematográficos durante su carrera, especialmente a Rocky Balboa, para alcanzar la pureza 4. Puede entenderse así el proceso que registra Keep Punching como equivalente al entrenamiento al que lo sometía el viejo Mickey (Meredith Burgess) de cara a su revancha en Rocky II (ídem, Sylvester Stallone, 1979), haciéndole repasar la moviola del primer combate contra Creed, antes de enseñarle a pelear con la diestra. En esencia, las peleas de la primera y segunda película son la misma, con 15 asaltos extenuantes, cambiando el signo del resultado final, justo con lo que se ambiciona con Rocky IV: hacer de la misma película luzca algo diferente, que a los puntos salga victoriosa.

Ahora bien, por más que disfrute de la oportunidad de “remontar su vida”, hay cosas inamovibles. Poco después de afrontar el bochorno de descubrir ante la cámara el gazapo de los guantes, Sly confiesa un arrepentimiento mayor, más profundo: “Si pudiera volver a hacerlo, nunca hubiera matado a Apollo”. Con la narrativa exprimida decenios después a través de dos secuelas y un lucrativo spin-off, apechuga con una equivocación imposible de reparar, esta sí, por más que haya estado manipulando el material a su disposición para otorgarle al damnificado más tiempo, más escenas, más profundidad psicológica. De poco sirven, aun siendo sugerentes, sus ideas sobre una línea cronológica alternativa a la que continuó de forma inmediata con Rocky V (ídem, John G. Avildsen, 1990); habrá de conformarse con remendar la re-edición del momento crítico, para conferirle a la muerte de Creed una dignidad que no tuvo en su encarnación primera. “Stop the fight”, murmulla entonces, repicando la misma línea de diálogo de la mujer de Apollo (Sylvia Meals) en el filme. El primer plano se cierra tanto como permite el zoom del dispositivo sobre la reacción del artista, con la cabeza gacha, y con ello se empuerca la tersidad de la imagen, pero la expresión de culpabilidad es nítida. Más patente aún que la de Balboa en la diégesis. Enfundado en múltiples alter ego durante su carrera, ha soportado toda clase de agresiones con estoicismo. Su capacidad de retener el dolor, de sobreponerse a él, ayudaban a construir una imagen global como héroe perfecto del cronotopo, ese que entra y sale del ciclo eterno de la aventura, sin sufrir una lesión permanente sobre su persona, siempre idéntico, indemne. Contemplarlo así de afectado, de herido en su ser, por una mala solución creativa supone una derrota difícil de aceptar, pues encarna la derrota contra el tiempo mismo. Contra sí mismo.

“¿Por qué no encontré la solución de todo en la flor de la vida? ¿Por qué la sabiduría siempre llega tarde?”, se pregunta. El pesar de observarse en la plenitud física, indiferente al futuro, la rutina de hacerlo esperando que ello transforme el ahora, impregna de un aroma agridulce a Keep Punching, con una estrella aislada del mundo presente en una hilera de habitaciones de un edificio desolado en algún punto de Sunset Strip de Los Ángeles. Vive rodeado de sus imágenes, recordándole su grandeza a la vez que subrayando su edad, embebido en un proyecto pírrico que nadie ha reclamado. Fervoroso estudiante de Joseph Campbell, el mitólogo mítico se recrea en el pasado con sus parlamentos, recordando su difícil infancia, sus impedimentos, para definir su arco heroico, para explicarse y afianzarse en su narrativa. Una narrativa que, comprende mal que le pese, se acerca con paso inexorable al final. La referencia a El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950) se antoja demasiado evidente como para ignorarla. Incluso él parece ser consciente cuando, asomado al ventanal de ese rascacielos, apenas a los dos minutos de iniciarse la reproducción, define aquella como “la calle de los sueños rotos”.

Keep Punching

Pero Sly no es Norma Desmond. Nunca se ha detenido, aun viendo al tiempo hacer de las suyas. Con Rocky y Rambo disfrutando de la merecida jubilación después de cerca de cuarenta años de servicios (luego volverían por enésima vez), el inicio de su tercera gran franquicia identificativa, Los mercenarios (The Expendables, Sylvester Stallone, 2010) se enfocó a demostrar que la senectud (64 años en la primera entrega) solo le había hecho mejor, más agudo. Citando las palabras hábiles de Lisa-Nike Bühring, Barney Ross se presenta como un hombre “que puede ser autocrítico, tener profundidad y que puede hacer más que solo luchar”5, pero que a la vez, no ha “perdido ni su fuerza física, ni su agilidad y forma, ni sufre de ninguna limitación mental derivada de la edad”6. Su productividad no se ha ralentizado. Keep Punching lo prueba. No necesita ya dirigir -informa de que se da por retirado, no sin ironía, cuando más preparado dice estar para dicha labor-, pues prosigue tomando a colaboradores como Herzfeld como medios para vehicular sus inquietudes artísticas. Afines ambos a una concepción constructiva de la comunicación, a veces rayando en conceptos de la autoayuda, -véase Camino hacia el éxito (Reach Me, John Herzfeld, 2014)-, este documental da vía libre a su protagonista para desarrollarse como mentor en tiempos de cinismo e incertidumbre. En tiempos, también, donde la sobrecarga de imágenes ha mellado sus capacidades expresivas. Los pasajes más placenteros de esta obra, desnuda de todo afán por “vestir” su contenido sin necesidad, son aquellos donde desarrolla con afán didáctico las bases del lenguaje cinematográfico, instruyendo al público, por ejemplo, en la correcta configuración de un recurso tan elemental como el plano-contraplano partiendo de décadas de trabajo de campo. Si Rocky IV: Rocky vs Drago – The Ultimate Director’s Cut, nace de la culpa, su making of surge de la responsabilidad como creador, como un epifanía extemporánea, como el metalingüístico epílogo de una saga que sigue ya sin él, capitalizando sus logros con otro apellido. Una definitoria prueba de resistencia, como la que ejercen sus dedos cuando estrujan el tensor de mental. Porque hacer cine también es eso: sobreponerse al esfuerzo, al sufrimiento y al error, seguir adelante. La clave está en mantener la forma.

  1. En España, Rocky IV: Rocky vs Drago – The Ultimate Director’s Cut ha gozado de un único pase en salas. Phenomena proyectó en exclusiva la película en una sesión especial el 22 de noviembre de 2021.
  2. CALAVITA, Marco (2017): “MTV Aesthetics» at the Movies: Interrogating a Film Criticism Fallacy”. En Journal of Film and Video Vol. 59, No. 3 (Otoño 2007), University of Illinois Press, Estados Unidos, pp. 15-31
  3. LICHTENFELD, Eric (2014): “I, of the Tiger: Self and self-obsession in the Rocky Series”. En HOLMLUND, Chris (coord): The Ultimate Stallone Reader: Sylvester Stallone as Star, Icon, Auteur. Wallflower Press, Estados Unidos, 2014, p.87.
  4. LICHTENFELD, Eric (2014): ibidem, p. 88.
  5. BÜHRING, Lisa-Nike (2017). “Men Refusing to Be Marginalised. Aged Tough Guys in The Expendables and The Expendables 2”. Journal of Extreme Anthropology, Vol.1, No.3, p. 46.
  6. BÜHRING, Lisa-Nike (2017). Ibídem, p. 44.
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