Kékszakállú

A vueltas con lo real Por Manu Argüelles

Desde ahora, todo será oscuridad,
oscuridad, oscuridad,El castillo de Barbazul, ópera de Béla Bartók.

Dentro de los múltiples modelos y variantes en los que la ficción acude a su encuentro ante lo real, Kékszakállú se impone como una de las aproximaciones más radicales. Inspirada muy libremente en la ópera de Béla Bartók, El castillo de Barbazul (1918), compuesta bajo influencia del impresionismo musical, se apropia de la ruptura del orden lineal melódico de dicho movimiento para transmitirnos una sucesión de secuencias que se presentan sin un aparente orden casual para dejarnos ante algo fragmentario, informe e indefinido. La mirada documental que gobierna Kékszakállú (Barbazul en húngaro) se adopta como una aniquilación del estatuto tradicional de la ficción, el relato pierde completamente sus formas y la película se expande cuando se decide suprimir de raíz todos los códigos de legibilidad de la imagen. Porque en la construcción de sentido, de alguna manera, se invierte el orden. No estamos ante una instancia mediadora que nos presenta un significante provisto de contenido, sino que este siempre se muestra en su cualidad más primaria, como si estuviésemos ante algo en bruto, una mirada que remite a lo primitivo, a lo que aparentemente todavía no ha sido pensado. Por lo que la jerarquía clásica de la comunicación se disuelve completamente, siendo lo importante para el director que sea la mirada del espectador la que dote de significación a algo que no lo tiene. Abrazando sin pudor la abstracción se distancia del cine experimental en cuanto el criterio no prioriza la forma para llegar al contenido, no se interroga sobre la materialidad de lo fílmico ni incursiona ni se cuestionan los regímenes de lo expresivo. Porque lo expresivo como tal ha perdido su lugar de preeminencia en una operación extrema de desdramatización.

Y, no obstante, a pesar de todo ello, una vez que la imagen es liberada de la dictadura de lo narrativo, esta siempre busca su forma de configurar lo político. Su visión esencialista remite a una ética que se rige bajo el paradigma brechtiano. Sobre dicho paradigma Jacques Rancière 1 nos dirá que:

es un arte que sustituye las continuidades y progresiones propias del modelo narrativo y empático por una forma rota que quiere poner de manifiesto las tensiones y contradicciones inherentes a la presentación de las situaciones y a la manera de formular sus datos, contenidos y resultados.

Kékszakállú

Y aquí llegamos al quid de la cuestión. Porque en su pronunciamiento y en su dialéctica, Gastón Solnicki prefiere alejarse de la senda tradicional en la que la vehiculación de lo político está del lado del oprimido, del desfavorecido, del marginado. Este como tal no existe en Kékszakállú. Porque su film se centra en la clase acomodada. Y aquí es donde maneja cierto efecto perverso. Porque su distanciamento es tal que anula todo acto de empatía, y en esa sustracción rápidamente alcanzamos la parodia de quien se está mostrando. La Judith original de la ópera, la mujer enamorada de Barbazul que va abiendo las puertas del castillo de su amado, en la ficción de Solnicki es terriblemente ridiculizada. Tardaremos en llegar a ella. Solnicki también, cómo no, disgrega un punto de vista unitario, para que sea todavía más inconclusa nuestra necesidad de amarre ante lo que vemos. Solo hasta bien entrados en el film encontraremos a una Judith que aquí es una chica post-adolescente en plena crisis existencial. Solnicki, eso sí, prioriza su foco y su atención en lo femenino. Y parece así componer cierta sinfonía coral que parte de una niña para llegar a unas chicas jóvenes y de aquí, en el círculo de amigas, encontraremos a Judith, que será la que después gobernará el resto del largometraje. El brote de una temprana alienación de la niña, dado que siempre opera como observadora y nunca como participante de lo que acontece a su alrededor, enlazará con la ansiedad y con la angustia del personaje interpretado por Laila Matz, quien encarnará a la Judith de la ópera (Barbazul vendría a ser su propio padre). Se encuentra en ese punto en el que debe decidir qué rumbo tomar su vida. Le gustaría emanciparse pero no tiene trabajo. Querría estudiar algo en la universidad pero no sabe qué. Se siente impotente, inútil, fracasada, completamente desorientada y desesperada. Y, quizás sea una cosa mía, pero no me produce ningún tipo de compasión. Creo que todas las estrategias fílmicas que despliega Solnicki, y que he comentado anteriormente, dificultan que podamos sentir algo de afinidad con una chica bien que no es capaz de enfrentarse a eso que entendemos por vida adulta. Protegida siempre en nubes de algodón, es algo que fácilmente deducimos visto su entorno inmediato, cuando tiene que salir de verdad a la vida y enfrentarse a ella, su desconsuelo e incertidumbre acaban resultando ridículos, vanos, estúpidos.

Kékszakállú

Y detesto mostrarme tan duro ante la encrucijada de la protagonista, porque es algo ante lo que muy fácilmente despierto una correspondencia emocional y, por qué no, ante lo que me identifico. Eso que habitualmente resulta irritable en el cine de Sofia Coppola -y de lo que me desmarco ya que soy un ferviente y rendido admirador de su obra- es justo lo que me sucede con Kékszakállú. Solnicki marca también un claro desafecto con su personaje en el vacío. Abandona completamente a sus figuras, aunque se esfuerce a través de su puesta en escena de tratarnos de transmitir el estado anímico de unos personajes tenuemente descritos. Cabría interrogarse también que esa supuesta defensa de lo femenino que opera en su film frente a lo masculino, lo fijado y que tiene en su poder las llaves del castillo ya desde la infancia, no queda en entredicho cuando nos conduce hacia la brutal caricatura desde la conciencia de clase. Así pues, esta desconstrucción de la ficción en la que aparentemente no hay intervención, acaba teniendo su propia moral y su propio posicionamiento político, cuando efectúa un cine de la crueldad al burlarse de una Judith que por más que abra puertas solo encuentra oscuridad.

 

  1. Rancière, Jaques (2012): Las distancias del cine. Ellago Ediciones, Pág. 106
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