Kiseki (Milagro)

Secretos y deseos Por Manu Argüelles

Ante un segundo visionado, recordamos cómo en la pasada edición del Zinemaldia nos cautivó, una vez que ha pasado el tiempo. Ante la acumulación de películas y el ajetreo característico de todo gran festival, encontrarnos con Kiseki en la Sección Oficial, algo irregular todo sea dicho, fue un auténtico soplo de aire fresco, una inyección de energía que nos seguía validando la alta consideración que le brindamos al realizador nipón. Kore-eda se marchó de San Sebastián con el premio al mejor guión bajo el brazo, tras su cuarta participación en el certamen. Un galardón un tanto extraño, la verdad. Posiblemente la concesión pueda deberse a que el jurado quiso evitar que se marchase de vacío. Me inclino a pensar que el mimo que siempre ha brindado el certamen a Kore-eda tiene su influencia en el hecho de que el director japonés estrene con inédita asiduidad y regularidad en las pantallas españolas. Ni siquiera nombres pesados de la cinematografía nipona como Takeshi Kitano lo consiguen.

Kiseki

No hagan caso a los cínicos y a los amargados. Me enerva que una película de tales características se trate con desdén; comentarios que muchas veces dejan más en evidencia a quien lo afirma que al film en sí. Posiblemente vivimos una era de ficciones con exceso de emociones. Acabamos saturados ante tal digestión, fruto del abuso al que estamos expuestos; dramas mal canalizados, deformados y excesivamente enfáticos que nos imponen lo que debemos sentir. Muchas veces se simplifican en exceso, se fuerzan las tornas, nos agota la fácil confusión entre lo sentimental y el sentimentalismo. Esto impone una sobrecarga y nos hace ponernos a la defensiva.

Pero Kiseki es como el pastel de karukan que hace el abuelo de los pequeños protagonistas. Parece que es insípido pero hay que dejar que pase el tiempo para encontrar su sabor, tal como le dice su nieto (da igual que el niño se lo diga para no herirle). Los amigos del abuelo le dicen que debería rellenarlo y tintarlo de rosa, para que sea más atractivo. Y el abuelo se niega en redondo. Él prefiere seguir fiel a sus principios. Es fácil ver como Kore-eda se está personificando a través de su personaje, porque bien puede servir el pastel de karukan como axioma para su cine, en su negación de confundir lo íntimo con lo obsceno, algo que con frecuencia solemos encontrar en la televisión. Porque Kiseki recupera la infancia como el territorio sagrado de los buenos y reconfortantes sentimientos, pero lo hace con una sensibilidad y delicadeza que nos hace sentir el film como muy auténtico, quizás es una vana impresión pero poco (me) importa.

Me empujo a pensar que el director vive un momento muy dulce en su vida. Porque es evidente que Still walking supuso un punto de inflexión en su carrera. Con su propia expiación personal como recuerdo a sus padres, parece haberse liberado para dejar que la iconografía de lo íntimo respire emotividad sin ambages, sin coartadas, sigilosa pero desnuda. Hay una pureza que escapa del marcado ascetismo del que venía, el documental, un formato que impone cierto corsé y que marcó las pautas de sus primeras realizaciones. A diferencia de otros realizadores de su generación que emergieron en los noventa, Kore-eda, especialmente en su madurez artística, no ha tenido la necesidad de romper con la tradición cinematográfica que le precede. Al contrario, la figura de Ozu en Still Walking impregna todos los poros del celuloide y eso no le anula ni le sitúa por debajo, sino que le engrandece. Algo similar sucede con Kaurismäki en su trayectoria, especialmente en Le Havre (2011), una fábula moral también de buenos sentimientos.

Kiseki

En Kiseki podemos advertir de nuevo a Ozu, en este caso, Buenos días (Ohayo, 1959), dado el protagonismo de la infancia en ambos filmes, pero aquí Kore-eda ni necesita construir la gramática visual bajo el formalismo estricto de Ozu como pasaba en Still walking, ni tampoco utiliza a los niños para hacer una sátira del comportamiento de los adultos, como pasa en Buenos días. La estilística de su último film es muy sencilla e invisible, aparte de que está más ajustada a las necesidades narrativas y a la curva evolutiva de la historia. Una curva sin picos pronunciados ni marcada ascendencia. Los que quieran grandes hazañas o acontecimientos, que se olviden.

La premisa de Kiseki se centra en el encuentro de dos hermanos separados por el divorcio de sus padres (uno vive con la madre y abuelos, y el menor con el padre). El hermano mayor, Koichi, un niño melancólico y apenado, anhela la reunificación familiar. Él será el que actuará como hilo conductor y será su deseo el que direccione la narración. Echa mucho de menos a su hermano pequeño,  Ryunosuke, un niño jovial, encantador y risueño que está más preocupado por cultivar su huerto y por cuidar a su bohemio padre.

Un día, Koichi, mientras asiste aburrido a una clase, escucha un secreto. Si estás presente en el cruce de dos shinkasen (trenes balas de 260 km/h), que pasan por la nueva línea Kyushu, y pides un deseo, éste se cumplirá. La descarga de energía que desprenden los dos trenes tiene el mismo efecto que ver pasar una estrella fugaz. Koichi enredará a sus dos mejores amigos para ir a ese lugar. Lo preparará todo, a escondidas de los adultos, para reencontrarse con su hermano menor, al cual le acompañarán sus amigas. Así, Kore-eda recupera el sentido de la aventura de las películas infantiles de los años 80 como Cuenta conmigo (Stand by me, 1986), pero, a diferencia de evocaciones recientes como Super 8 (J.J Abrams, 2011), disimulando muy bien el ejercicio calculado de explotar la nostalgia como filón comercial.

kiseki

La película discurre con una cadencia reposada, acorde con el fluir sereno del estilo de vida de las villas que sirven como espacio natural para el film. Cuenta además con un tono humorístico que parece desprenderse de forma espontánea a través de los niños, especialmente del benjamín de los Maeda (los protagonistas son hermanos en la vida real), lleno de carisma interpretativo. Aunque los adultos queden en segundo término, también tendrán su medida. No son meros comparsas ni elementos ornamentales sino que sirven de perfecto marco bien definido, para que Kore-eda pueda perfilar con precisión el universo de la infancia. Un espacio para el secreto, ajeno al mundo de los adultos, donde ellos van construyendo su propia personalidad.

Entremos en esa brillante y candorosa naturalidad para comprobar cómo los niños van edificando ese espacio interior de su yo. Será una oportunidad para evaluarse y construirse al margen de sus mayores. Kore-eda nos hace respirar esa fenomenología de lo íntimo regulada por la alusión presente al exceso de energía: la del volcán donde vive Koichi, la de los trenes bala que provocan el milagro. En definitiva, la del deseo. Y por otra parte, la articulación del secreto como una experiencia relacional, la que unifica a los niños en torno a un fin común, ajeno a la vida adulta. Es la edificación de sus emociones y valores de forma autónoma, una demarcación de su propio mundo. Los adultos en el film están precisamente para que podamos ver de forma más clara cómo los niños van dibujando la línea entre lo que es exterior y lo que es su propia interioridad.

Todo ello con la sensibilidad habitual del director. Digamos que se sirve de lo melodramático para enunciarlo y que funcione como un subtexto que recorra el film como eje articulador, pero que nunca devenga con un énfasis que malogre el resultado final. Kore-eda, ya ha demostrado su habilidad, tanto para trabajar con niños -la seca y árida Nadie sabe (Dare mo shiranai, 2004)-, como en adoptar la perspectiva del ser inocente para articular la narración –Air doll (Kûki ningyô, 2008). Pero ahora no tiene las manos del entomólogo, necesarias ante la dureza del drama de Nadie sabe. No habla de la infancia robada, tampoco de la metafórica de Air doll. Es ahora la infancia en su plenitud, sin aplicar la perspectiva adulta al tratamiento de dichos personajes.

Kore-eda afirma que son los niños los que le dirigieron a él y no al revés. Algo que ya sabemos que no es cierto. Aunque al conocer a los hermanos Maeda cambiase sus personajes para adaptarlos a la personalidad real de los actores. Pero sí que es verdad que son los niños y la formación de su identidad personal la que marca la línea narrativa y por tanto evidencia la ondulación. No creo que los niños al final del film alcancen la madurez y, por tanto, Kore-eda nos explique un período de transición vital: la pérdida de la inocencia, típico motivo en películas con protagonistas infantiles. Se trata solamente de aprehender la significación de lo que suponer ser niño. Y eso que es tan difícil aquí parece lo contrario.

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Comentarios sobre este artículo

  1. DANI DOCAMPO dice:

    Nadie Sabe y Still Walking representaron el clímax total de Kore-Eda. Air Doll o Kiseki se enmarcan dentro de un buenismo imposible y postizo que desluce el resultado final. Porque, no me entiendan mal: se pueden hacer películas felices pero…¿tanto y tan forzado -al menos no volaban pétalos en su final como en el de Air Doll? Kore-Eda ha aprendido mucho de Ozú y Kitano y les superó con Nadie Sabe, una de las mejores películas de la historia. Pero aquí, con Kiseki, Kitano le aplasta con El verano de Kikujiro. Demasiado preliminares para que el viaje de los niños no sirva para una reflexión sobre la madurez y el crecimiento. En fin, Kore Disney lleva dos películas fallidas. Una lástima

  2. Excelente crítica y reflexión sobre esta maravillosa película. 100% de acuerdo. Kore-eda parece encarnar los restos de un delicado cine oriental que ha sido fagocitado por producciones de corte más violento y transgresor.

    Un saludo.

    1. Muchísimas gracias por tu comentario. Coincido con tu apreciación, quizás eso hace que le sea tan fiel. Resulta muy clarividente que en dos comentarios se encuentren similares posturas que ya detecté en San Sebastián. Un saludo.

      1. Un placer haberos redescubierto.
        Nos vemos en el TimeLine ;-D

  3. José Luis dice:

    Cinta pausada, sencilla, reflexiva con un elenco actoral a la altura de las circunstancias pero con un guión, escrito por el propio Kore-eda, con demasiadas improvisaciones, falto de introspección en la vida de los personajes, un desenlace innecesariamente alargado, problemas de ritmo y demasiado relleno insulso. Lo que debería de haber sido una película para adultos sobre las relaciones, la niñez, la soledad, el transito hacia la madurez, la vida y sus detalles, el idealismo etc… se queda en una mera y agradable película familiar.

    1. Muchas gracias por tu comentario, aunque es evidente que no lo comparto 😀 Gracias por acercarte por aquí. Un saludo.

  4. Josep dice:

    Coincido con todo lo dicho por el autor, aunque le ha faltado mencionar que los niños están para comérselos.

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