Kiyoshi Kurosawa en el fin de la historia

Los caminos del poscine japonés en Real y Seventh Code Por Álvaro Peña

I.

Encuadre vertical, ligeramente picado. Chica joven al lado de una ventana. Lleva un bikini rojo, en parte cubierto por un top ajustado de un azul profundo. Su cuerpo se encara al exterior; no así su rostro, inclinado y levemente ladeado hacia nosotros. El largo puente de su nariz se libera en una sonrisa satisfecha, tallada en el marco firme de sus pómulos y barnizada por la sombra del contraluz. Su mirada concentrada hacia abajo subraya la composición, que invita a detenerse en la silueta perfilada de su pecho, en tenso equilibrio con unos brazos formados hacia atrás en jarras, casi en ángulo recto con la línea del busto. Sin embargo, un movimiento desafía este centro de gravedad. En lugar de descansar las manos sobre las caderas, lo que cerraría el cuadro, sus pulgares separan unos centímetros la goma del bikini de la piel de su espalda, los demás dedos abiertos en abanico. El lector/espectador del photobook se pierde en la penumbra de esa área de la fotografía, a merced de su imaginación.

Kiyoshi Kurosawa

II.

La trayectoria de Haruka Ayase, desde aquellos posados ante las lentes de Shinji Hosono, Hiroyoshi Saiki o Toshiya Kimura como gravure idol —modelo especializada en revistas, generalmente con curvas pronunciadas— hasta su status actual de actriz-emblema de Japón, podría recordarnos a la típica escalada de tantas estrellas de Hollywood, ese camino del héroe mediático que recorre formatos y compañías de medio pelo hasta que las majors responsables de grandes producciones llaman a su puerta. Nada más lejos de la realidad. Es cierto que para llegar tan lejos, tanto en la escena estadounidense como en la japonesa, hay que demostrar aptitudes e irlas puliendo trabajo a trabajo. Pero en Japón no es suficiente. Más que tenerlo, hay que ser un talento (tarento). Es decir, pertenecer a una agencia de talentos (jimusho 1) con contactos y poder de colocación de sus activos en distintos medios. Ello acarrea una relación de dependencia de la estrella hacia la agencia más parecida a la de un empleado que a la de un cliente, sin que este vinculo varíe esencialmente desde sus inicios hasta la eventual cima del éxito.

Desde su reclutamiento por Horipro en su famosa Talents Scout Caravan, las apariciones de Ayase en películas, doramas, discos o programas de televisión han estado sometidas al beneplácito de dicha compañía. Como la de otros tarento, su aparición constante en los medios —sobre todo en TV y publicidad— consolida entre el público una sensación de familiaridad similar a la del star system americano, pero con cualidades  diferentes: en lugar de la habilidad de encarnar personajes variopintos o siquiera carismáticos, se valora más el retener en cada rol una misma imagen o ilusión de personalidad del tarento o idol 2. La previsibilidad de los encuentros con dicha imagen pública —desde shows de famosos del estilo de El Hormiguero a graves entrevistas con veteranos de guerra— va cimentando una realidad mediática confortable para la audiencia, acogedora, en la que resulta fácil refugiarse de las frustraciones de la vida diaria.

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Izquierda, especial de la TBS con Haruka Ayase sobre armas químicas fabricadas en Japón durante la II Guerra Mundial; derecha, Oppai Volleyball

Esa personalidad retroalimentada por sus propias réplicas es lo que subyace en los registros a priori contradictorios de varias películas de Ayase, como Oppai Volleyball (Oppai barē, Eiichirō Hasumi, 2009), que usa como reclamo sexual el recuerdo de sus primeros años de carrera —”oppai” significa “teta”— mientras despliega en pantalla una comedia conservadora para todos los públicos avalada por el sello Toho-Warner; o Cyborg She (Boku no kanojo wa saibōgu, 2008), en la que el director coreano Kwak Jae-yong (My Sassy Girl) sobreimprime en Ayase la iconografía de la adolescente Rei Ayanami —personaje del popular anime distópico Neon Genesis Evangelion (Shin Seiki Evangerion, Hideaki Anno, 1995-96)— junto a la de la nostalgia boomer del Japón de los años 60, exacerbada aquellos años por mor de la recesión económica y el éxito de Always: Sunset on Third Street (ALWAYS: Sanchōme no yūhi, Takashi Yamazaki, 2005) y sus secuelas, entre otras producciones. Contrastes de una misma imagen cuya razón de existir no es la expresión, sino la estabilización del circuito mediático al que sirve y del que se nutre a su vez.

III.

La secuencia transcurre en el interior de un apartamento, donde una pareja cumple con su rutina doméstica: ella, preparando la cena; él, regando las plantas. La considerable profundidad de campo denota voluntad de mostrar ambas acciones en sus respectivos espacios sin cortar el plano. Los personajes comparten su mundo sin excluir al otro. Así lo refleja la escueta conversación posterior en torno a la mesa. Ella se pregunta «¿Por qué será? Siento como si hubiera estado viviendo contigo desde que nací». A lo que él, tras una breve pausa, apostilla «Así será desde ahora». La luz blanca reflejada en la mesa metálica ilumina sus ojos. El acompañamiento orquestal a la escena crece en intensidad y un travelling nos transporta hacia un escritorio, donde, de súbito, el viento que entra por la ventana desperdiga unas hojas con bocetos. Una ominosa panorámica de la ciudad con el cielo encapotado, sobre el cual se imprime el título de la película, concluye la primera secuencia de Real (Riaru: Kanzen naru kubinagaryū no hi, Kiyoshi Kurosawa, 2013).

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IV

La mera presencia de Haruka Ayase en Real —como la de Takeru Satō, tarento de despunte algo más tardío—, es decir, de una estrella estabilizadora, ya nos sugiere la inscripción del film en determinado esquema industrial 3. Se trata, nada menos, de una producción bajo el sello TBS, cadena para la que la propia actriz ha rodado varios doramas y telefilms —aunque para muchos lectores españoles el producto más reconocible de la compañía será Humor amarillo (Fūun! Takeshi-jō, 1986-90)—, y a la que se suman nombres como Toho, Dentsu, Horipro, Amuse —la agencia de Satō—, Amazon o la cadena de televisión por cable Wowow, entre otros.

Aunque pueda parecer una larga lista de patrocinadores, muchos proyectos en Japón nacen de consorcios bastante más amplios para los que la película solo es parte de un branding que abarca juguetes, merchandising, discos, libros, etc., lo que a menudo confiere el derecho a las empresas detrás de tales productos a involucrarse en la fase de producción con más poder ejecutivo que el estudio de cine. A priori no era este el caso: el objeto a comercializar era ante todo la película —aunque llegó a editarse un manga de volumen único y algún peluche promocional—, adaptación de la novela de soft sci fi de Rokurō Inui Kanzen naru kubinagaryū no hi (2011), título que aparecía en la misma portada del libro traducido al inglés como A Perfect Day for Plesiosaur, en referencia al relato de J. D. Salinger A Perfect Day for Bananafish. Un guiño que debe interpretarse en clave más pop que culterana, si consideramos la especialización de su editorial Takarajimasha en revistas de moda y belleza para distintos nichos de público; o el que la obra destacase por ganar el premio Kono misuterii ga sugoi! (¡Este misterio es increíble!), organizado por la propia casa editora como bandera de sus guías anuales de literatura de intriga publicada en Japón.

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Real (2013)

Que además de por este premio la productora se interesara por la historia de Inui —un drama sobre viajes dentro de la mente y los recuerdos de otras personas— para capitalizar el reciente éxito de Origen (Inception, Christopher Nolan, 2010) entre la audiencia nipona, reclutando a Kurosawa tanto por su acreditada destreza técnica para llevar a cabo la misión como por su perfil elevado tras Tokyo Sonata (Tōkyō Sonata, 2008), debería bastar para no llevarse a engaño sobre el rol del realizador en el proyecto. Este se desarrolla bajo un auspicio televisivo que rige el alcance y el modo de las expresiones, lo que Kurosawa viene a reconocer desde la escena inicial descrita más arriba. En ella incorpora a sus típicas geometrías visuales una banda sonora y un montaje in crescendo característicos del anime, del cual el audiovisual japonés contemporáneo incorpora el énfasis en la subjetividad y la narrativa basada en emociones, así como la importación controlada de referentes de la cultura global —llámense Salinger o Nolan—, debidamente procesados para no perturbar expectativas de consumo 4.

El prólogo de Real framea así el metraje posterior en un melodrama fantástico que suaviza el impacto de las formas Kurosawa; de igual manera que la sesión de fotos de Ayase anunciaba una imagen reguladora, vigilante, capaz de integrar otras de menor rango en el complejo industrial que la alumbró.

V.

Completa oscuridad, excepto por el foco ahogado de la linterna, un óvalo blanco a la deriva dentro del encuadre. «Esto es un sueño. Tiene que serlo. Pero por raro que sea estoy asustada», confiesa con voz temblorosa la chica (Yūko Ōshima, la idol de AKB48 más votada en las elecciones de 2010 y 2012 5). Se creía sola, pero al detenerse confirma un ruido de algo que se acerca. «¡No quiero verlo, no apuntes la linterna!», gime. Corte a otro plano desde el punto de vista de la joven. Ahora podemos ver el círculo de tierra delimitado por el haz de luz de su linterna, y una silueta arrastrándose desde la penumbra de sus orillas hacia nosotros. «¡Kana!», parece reconocerla. Un nuevo corte nos revela la grotesca figura de su compañera, con sangre impregnando su boca, sus manos, su uniforme del instituto. El espectro (Atsuko Maeda, la más votada en las elecciones de 2009 y 2011) reaparece detrás de la muchacha y murmura «Lee a Chikamatsu». Antes de que nuestra heroína despierte, su linterna alumbra el techo del túnel, donde cientos de manos cadavéricas emergen de entre los ladrillos.

Kiyoshi Kurosawa 5

VI.

La escena pertenece a la que quizá sea la película más importante para entender lo que ha sucedido con la cultura popular japonesa en los últimos quince años. Detrás de ella no está ni Hirokazu Koreeda, ni Sion Sono, ni Takashi Miike ni, por supuesto, Kiyoshi Kurosawa. Su director es Masato Harada (Bounce Ko Gals [Baunsu ko GALS, 1997]), pero el nombre clave detrás de Suicide Song (Densen uta, 2007) es el del autor de la novela en la que se basa, Yasushi Akimoto. Figura relevante para los aficionados al terror japonés por su trilogía Chakushin ari (2003-06), origen de la película Última llamada (Chakushin ari, Takashi Miike, 2003), su faceta de escritor ha sido eclipsada por las de guionista de televisión, letrista, productor musical y, por encima de todo, creador del fenómeno pop AKB48, entre otros grupos de idols.

Akimoto vuelca dos productos suyos, su novela de terror y su frankensteiniana obra musical —las integrantes de AKB48 intervienen en la diégesis interpretándose a ellas mismas—, en un espacio fílmico que va más allá de la mera combinación de ambos. Así, la pericia técnica de Harada logra conciliar estampas grotescas como la arriba descrita con el esplendor pop de la canción Aitakatta, escenificada como un directo en el emblemático teatro de Akihabara donde el grupo de idols actúa a diario. De hecho, podría pasar por uno de los mejores videoclips de la banda si descontáramos los planos del personaje de Ryūhei Matsuda, un periodista de baja estofa cuya actitud extravagante y hasta cierto punto repulsiva, sin embargo, apenas destaca entre el público mayoritariamente masculino y excitado del evento.

¿Dónde hemos contemplado una conjugación semejante de lo idol y lo creepy? Satoshi Kon inauguraba Perfect Blue (1997) con el montaje disonante de un concierto del grupo CHAM —recogido en planos medios, rápidos reencuadres y travellings laterales que conectan los respectivos espacios de las cantantes y el público— y un brote de violencia provocado por unos gamberros en la pista, abortado por la intervención de un fan de rasgos deformes de quien se nos ofrece, a su vez, una perspectiva subjetiva poco tranquilizadora. Lo que Kon revelaba a través de dicho montaje sincopado —al que sumaba, a más complejidad, una línea paralela de episodios cotidianos de la protagonista— era la armonía subyacente entre la sublimación performativa, estética, de la sexualidad de las idol y los impulsos posesivos y destructivos de la feria de monstruos a sus pies.

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DOCUMENTARY of AKB48: Show Must Go On Shōjotachi wa kizutsukinagara, yume o miru (2012)

Denuncia, advertencia o constatación: lo que fuera que quisiera decirnos Satoshi Kon en Perfect Blue, diez años después no solo era (o seguía siendo) una realidad, sino que además había cobrado conciencia de sí misma y era capaz de expresarse cinematográficamente. Suicide Song nos sirve una panorámica lúdica y desenfadada sobre los síntomas del nuevo Japón: los suicidios en grupo, el miedo al terrorismo, el ijime o acoso escolar, el exilio interior del otaku, la extrema derecha online (netto uyoku) o las sofisticadas transacciones sexuales entre adultos y adolescentes. En esta mirada notarial la estampa de Maeda cubierta de sangre 6 no se pretende comentario autorreflexivo: el modelo Akimoto jamás ridiculiza al nerd, al otaku; al contrario, le honra y reconoce su poder de compra en unos años en que el llamado mainstream, la ciudadanía respetable y trabajadora, se niega a consumir más de lo estrictamente necesario por desconfianza en que el sistema en el que tanto se han esforzado en integrarse pueda garantizarles una vejez libre de penurias. Akimoto no propone, por tanto, un proceso de transición de sus estrellas que recicle su iconicidad sexual en imagen estabilizadora. Aunque de facto participe e incluso canibalice este viejo modelo en lo musical —copando la lista de hits Oricon con canciones de AKB48 o colando a sus chicas en el Kōhaku Uta Gassen, el programa estrella de fin de año de la NHK— o en lo audiovisual —la inocua producción Toho Drucker in the Dug-Out (Moshidora, 2011), protagonizada por Maeda—, la señalización sexual de la imagen idol se mantiene en todo momento. Es por lo que pagan los fans, y los fans siempre tienen razón.

VII.

El plano podría ser de una película de Scorsese o de Kitano. Descampado a orillas de una laguna bajo el cielo gris, la tierra desfigurada por charcos y matojos. Observamos en la lejanía una camioneta blanca que cruza el encuadre de derecha a izquierda, se detiene al lado de una nave abandonada y arroja un fardo de dimensiones humanas. El vehículo se marcha entre los graznidos indiferentes de las gaviotas, entretenidas en apurar su último festín del día. De repente, la vista panorámica se corta a un plano detalle del saco, del que asoman unas manos femeninas de manicura impecable. Un jump cut y listo, Akiko (Atsuko Maeda) logra asomar la cabeza. La cámara se recrea inquieta en el rostro de la protagonista, quien escruta los alrededores mientras deshace sus ataduras con los dientes. La banda sonora de Yusuke Hayashi enriquece con más notas el tono monocorde que gobernaba la escena hasta entonces, matizando las connotaciones ominosas del thriller con evocaciones del cine clásico de aventuras.

A partir de ahí, seguimos las andanzas de Akiko en una serie de breves cortes en los que abandona el descampado, se sienta en un leño a ajustarse las botas, rechaza la hospitalidad que le ofrece un desconocido, cruza la verja de una misteriosa finca, recorre las estancias umbrías y desoladas de la casa, bebe agua, se lava la cara, se pone una tirita, se cambia de ropa y sale a la calle. ¿Quién es la chica de Seventh Code (Kiyoshi Kurosawa, 2013)?

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VIII.

Atsuko Maeda tiene en común con Haruka Ayase el haber aparecido regularmente durante la última década en los tops japoneses de celebridades más buscadas en motores populares como Google, Yahoo! o goo (orientado a páginas en japonés). No obstante, eso no significa que Maeda haya alcanzado el status de Ayase de estrella mediática estabilizadora. La orientación más temprana de esta última hacia la interpretación, así como su imagen decididamente mainstream —forjada por numerosos doramas y trabajos con realizadores especializados en live actions (Masayuki Suzuki) o relatos para el gran público (Shinobu Yaguchi)—, contrastan con una Maeda menos pródiga en roles protagonistas y asociada hasta años recientes con el nicho de mercado idol, por grande que fuera este. Siendo un rostro conocido para el público japonés, aún dista de constituirse en referente del confort audiovisual de varias generaciones. En lugar de ello, algunas de sus colaboraciones con reputados directores de la escena independiente japonesa como Nobuhiro Yamashita (Tamako in Moratorium [Moratoriamu Tamako, 2013]) o Ryūichi Hiroki (Kabukicho Love Hotel [Sayonara Kabukichō, 2015]) han dado cuerpo visual a una naturaleza contenida, circunspecta, que ya se atisbaba en su etapa como miembro insignia de AKB48, frente al liderazgo efectivo y diligente de Minami Takahashi o el ímpetu competitivo, rabiosamente pop, de su rival Ōshima.

A diferencia de Ayase, no costaba imaginar a Maeda como heroína Kurosawa. Es más, en una etapa anterior de sus respectivas carreras la colaboración a buen seguro hubiera redundado en el género de terror, a semejanza de la propuesta de Hideo Nakata en The Complex (Kuroyuri danchi, 2013), protagonizada por la ex-AKB48. Sin embargo, desvanecida la moda del J-Horror, ese tipo de producción ni hubiera satisfecho las inquietudes de Kurosawa —crecientemente apartadas de un terror comercial donde Nakata aún defendía su status, al menos en Japón—ni mucho menos las de AKS, compañía de Yasushi Akimoto detrás de Seventh Code. Indisimulado vehículo de promoción de Seventh Chord, el nuevo single de Maeda en solitario después de “graduarse” (retirarse) de AKB48, la película también debía propulsar su faceta de actriz, misión a la altura del prestigio internacional del director de Tokyo Sonata —como vemos, un título capitalizado no tanto en proyectos de elevado perfil artístico como en oportunidades de supervivencia dentro de la industria de su propio país—.

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Ahora bien, en contraste con lo que haría años más tarde en To the Ends of the Earth (Tabi no owari, sekai no hajimari, 2019), Kurosawa se niega a construir un personaje para Maeda explicable por sus miedos, aspiraciones, frustraciones, etc. Ni siquiera lo hace considerando que Seventh Code sea, pese a todo, una película de género (llámese thriller criminal o de espías): Durante buena parte del metraje, Maeda deambula por barrios sin lustre y arrabales desolados de Vladivostok (desde la perspectiva japonesa, un área más transnacional que rusa 7) bajo una débil premisa argumental —su obsesión con un hombre de negocios que conoció en Japón— que se diría una excusa para estar en el mundo, sometiéndose sin rechistar a las rutinas de quienes verdaderamente lo habitan (la pareja que regenta el restaurante donde acaba echando una mano). A contracorriente de un guion que se demora en desarrollarla, el montaje lucha por edificar una narrativa sobre su comportamiento errático, mientras que el tercer elemento, la cámara, solo parece existir para escrutarlo. En realidad, lo que Kurosawa hace con Maeda se asemeja a lo de Godard con Anna Karina en Alphaville (Alphaville, une étrange aventure de Lemmy Caution, 1965), dejando que actriz y personaje se liberen por sí mismas de una escritura esquemática, entendiendo las convenciones genéricas como un campo de juegos que precisa su imagen para exponerse, replicarse, amplificarse.

Esta reivindicación discreta de la modernidad implica un respeto al género que trasciende la mera excusa para elaborar tramas —práctica corriente entre la mayoría de cineastas actuales japoneses, de marcada ascendencia catódica—; al contrario, prueba su vigencia al someterlo a un minado continuo de imágenes ambivalentes, capaces de mudar su función diegética a la estética para subsumirse en la fantasía convocada por Atsuko Maeda. Que estas imágenes no sean reprimidas por una industria ultraconservadora se debe, paradójicamente, a la audaz visión de mercado de uno de sus puntales como Akimoto, quien redefine el conservadurismo como una preservación selectiva de lo que los consumidores con mayor poder de compra consideran bello, a la par que da el beneplácito para su libre expansión a través de lo autoral y lo genérico.

Un régimen de libertad concedida que modula las connotaciones políticas, feministas, de los versos que la protagonista recita de su tocaya Akiko Yosano 8 y las incardina en un ensueño pop al que Kurosawa se entrega sin reservas, integrando dicha declamación en un montaje con el videoclip de Seventh Chord. Cuando canta en el escenario mirando a cámara, Maeda nos identifica como el público que hasta entonces pretendíamos interesarnos por las andanzas de Akiko, ahora femme fatale liberada. Lo importante, pues, no es quién es esa chica que interpreta Atsuko Maeda, sino el hecho de que la estábamos mirando. Mientras abrazamos el ensueño Akiko desaparece tras los pliegues de la ficción, o, si se prefiere, del cine de Kiyoshi Kurosawa.

IX.

A pesar de contar con Haruka Ayase, quizá la mejor actriz con la que haya trabajado, no hallamos en Real una indagación en torno a su figura similar a la llevada a cabo sobre Atsuko Maeda en Seventh Code. Durante su primera mitad el drama descansa sobre los hombros de un discreto Takeru Satō, en un arco argumental de caballero andante que ha de rescatar a su amada de su prisión mental y virtual. Sin confiarse al denuedo del limitado actor, los recursos exhibidos por Kurosawa en este segmento parecen resistirse al conservadurismo expresivo declarado por el prólogo, contraponiendo la lúgubre austeridad de algunos decorados —incluso los planos abarrotados de dispositivos high tech evocan más un hospital que un laboratorio—, el uso fantasmagórico de los espacios —con desenfoques y perspectivas incómodas que anticipan lo sobrenatural— o la narrativa apegada a una subjetividad turbia, impropia de las emociones transparentes que demanda la industria japonesa para sus ficciones contemporáneas.

Todo ello no evita que, aun poniendo en escena con contundencia inquietudes recurrentes en la carrera del director —Damián Bender destacaba la disolución literal de un personaje ante nuestros ojos, epítome visual de la fragilidad de la existencia—, la película figure entre las peor valoradas de toda su obra por la crítica. Sin duda tiene que ver con el recubrimiento de estas aristas existenciales por la temida hipernarrativa emocional que domina su segunda parte, anclada a unos flashbacks explicativos que, además de algo torpes, parecen querer excusar la zozobra causada al espectador por el metraje anterior. Pero a fin de cuentas este era un peaje previsible, atendiendo a la base de novela ligera de misterio y a las circunstancias de producción mencionadas. Lo que muchos encuentran más difícil de justificar es el clímax de la película, en el que Kurosawa se recrea en el plesiosaurio CGI que anticipaba el título, sin que tamaño esfuerzo visual y presupuestario parezca sumar expresividad a la obvia metáfora del animal extinguido.

Kiyoshi Kurosawa

¿Por qué volcarse en semejante imagen en lugar de la de Haruka Ayase, como hacía con la de Atsuko Maeda en Seventh Code? Ante todo, no debería cegarnos la concepción del autor total con poder absoluto sobre las imágenes. Atendiendo al contexto industrial explicado más arriba, y a diferencia de los protagonistas de Real, a Kurosawa no se le abría ninguna posibilidad de irrumpir en el sueño mainstream de Horipro para Ayase, aquel en el que una chica en bikini acaba suturando las heridas de la memoria de la II Guerra Mundial.

En realidad, tanto un caso como otro son sendos ejercicios de cine de género, entendido no como aquellos férreos códigos a los que debía someterse en su etapa de V-Cinema, ahora obsoletos y desvaídos, sino como áreas de liberación tolerada de la expresión audiovisual siempre y cuando se asocien a etiquetas seguras para la industria, que nominalmente siguen siendo las de toda la vida: cine fantástico, thriller de espías, ciencia ficción, etc. Mientras que dicha expansión genérica en Seventh Code se materializa en una proyección pop que podría haber salido de la mente de un fan de AKB48 9, en Real genera un apéndice de monster movie con entidad ficcional propia, más allá de la figura retórica.

A Kurosawa se le podría achacar el torpe manejo del suspense de este fragmento; pero, si lo analizamos desde otra perspectiva, es justo su montaje irregular y reiterativo lo que lo inscribe en un modo presentacional propio del anime: sin velar por equilibrio alguno, el director privilegia las composiciones con la criatura, forzando incluso reencuadres para exhibirla en toda su envergadura, mientras que depara planos más estáticos y convencionales a la pareja protagonista como mero refresco. Dado que los registros más subversivos de la primera parte no pueden resolverse en el dispositivo industrial de TBS/Toho, lo fantástico fuerza su salida hacia lo estético; hacia el espectáculo de texturas y cuerpos maravillosos, puntualmente agresivos, a la postre apaciguados con los últimos rescoldos del conflicto emocional. El telón para la fantasía baja con el tropo del horizonte anaranjado por la puesta de sol, símbolo normativo en el anime de serenidad y buenos augurios —ligados al amanecer en nuestra cultura europea, donde nos reservamos el crepúsculo para arrebatos románticos—.

El fantástico Kurosawa en 2013 ya no encierra claves ocultas como en Serpent’s Path (Hebi no michi, 1998). Al revés, su única condición ha de ser la exposición plena. Todo lo que permanezca en las sombras desaparecerá.

X.

Si en Seventh Code el género precinta un área no vigilada de imágenes libres, en Real se manifiesta en articulaciones estéticas que, cual antítesis de un vampiro, han de desplegarse a plena luz. En el primer caso, Kurosawa ha de contener su sello visual para no desnaturalizar la mirada pop colectiva y, al tiempo, celosamente personal de cada espectador hacia la imagen de Atsuko Maeda; en el segundo, debe liberarlo en el caudal esterilizado del drama presentacional para todos los públicos. ¿Dónde queda el autor, y dónde el artesano capaz de adaptarse a todo tipo de requisitos de producción?

Imagen de la serie de TV original de Wife of a Spy (Kiyoshi Kurosawa, 2020), junto a otros doramas de época anunciados en la web de la NHK

Cuando en la crítica hablamos de “autor”, suele quedar implícita la heroica concesiva “a pesar de” (las presiones comerciales, el presupuesto, la incomprensión del público, que otros no sean autores y les vaya mejor, etc.). Sin embargo, con su fuerte personalidad y su estilo inconfundible, Kurosawa rara vez se ha caracterizado por una pose rebelde. De hecho, si de algo se benefician los proyectos abordados en este artículo es de su generosidad hacia todos los involucrados, desde las compañías que los financian hasta las estrellas que los protagonizan. Por otro lado, tacharlos de cine alimenticio, de vehículos comerciales «con el toque inimitable de su talento» u otros lugares comunes, diría más de nuestro desprecio de esta voluntad adaptativa (incompatible con la autoría «pura») que de los propios trabajos. Si hubiera que destacar un mérito concreto, sería el de haber alumbrado el mismo año dos singularidades cinematográficas enclavadas en modelos coetáneos a la par que alternativos de producción mainstream en Japón, ninguno de los cuales favorece ese ideal de autor que todos tenemos en mente. Así pues, la pregunta relevante no es qué tipo de cineasta es Kiyoshi Kurosawa, sino dónde habita su cine hoy en día.

Satoshi Kon, quien sí era un cineasta abiertamente crítico, alertó a lo largo de su (trágicamente) corta filmografía del colapso de la cultura pop bajo el paradigma otaku, cerrándose así las espitas por las que el inconsciente colectivo podía liberarse de forma sana. No obstante, hasta ahora ha pasado más desapercibida su otra admonición que completaba ese escenario, subyacente en el poemario visual de Millennium Actress (Sennen joyū, 2001): el fin de la historia del cine japonés. Un estadio donde el individuo deja de buscar las imágenes en tanto estas le buscan a él; no para brindarle nuevas exploraciones de su realidad sociocultural, sino para reducir esta a un presente sin memoria ni consecuencia, resultante del equilibrio entre los balances contables de diversas corporaciones.

En el Japón del siglo XXI el sueño de lo pop produce monstruos y el cine deja de crear imágenes más grandes que la vida. Las profecías de Kon se han cumplido. Y, sin embargo, Kiyoshi Kurosawa sigue rodando. ¿Para quién? Una respuesta optimista apuntaría a ese espectador a quien, según su colega Shinji Aoyama, habría que liberar en tanto individuo de su ocultación por las imágenes sistémicas. Pero uno intuye que Kurosawa rueda también para esas mismas imágenes del poder, contribuyendo a mantenerlas y a dignificarlas cuando desfilan en el extranjero. Si la labor de un autor es embridar las imágenes como si le pertenecieran —ilusión que ya solo permite el circuito de festivales—, acaso la del cineasta de género sea simplemente guiarlas hacia su lugar natural, allá donde puedan crecer y evolucionar sin perturbar la paz social-corporativa. Y de momento es ahí, en esas selvas acristaladas de sueños y criaturas, donde seguimos encontrando el cine de Kiyoshi Kurosawa.

Kiyoshi Kurosawa 11
  1. Literalmente, «oficina».
  2. Ya en los setenta el sociólogo Hiroshi Inoue observó que, dada la multiplicidad (que no diversidad) de sus roles y apariciones, las idol acababan vendiendo un único personaje cercano a su propia personalidad. Ver PAINTER, Andrew A (1993): “Japanese Daytime Television, Popular Culture, and Ideology”, en Journal of Japanese Studies, vol. 19, no. 2,  pp. 295–325.
  3. El propio Kurosawa aclaró que la participación de Ayase y Satō era indispensable para conseguir la financiación. Ver entrevista por Thomas Maksymowicz para Coyote Mag
  4. Kurosawa admite que tuvo que buscar soluciones para que el público que no había visto Matrix ni Origen entendiera la película, lo que invita a cuestionar el calado actual del cine de Hollywood en Japón más allá del marketing. Entrevista para Livedoor News.
  5. Senbatsu sōsenkyo, evento anual de AKB48 para el que se llama a los fans a que voten a sus idols preferidas del grupo (que ha llegado a tener más de cien miembros) con el propósito de establecer un ranking.
  6. Yūko Ōshima asimismo protagonizaría Teketeke (Kōji Shiraishi, 2009), un film de terror gore basado en la leyenda urbana de un espectro sin piernas que acecha en un puente, seccionando en dos a los infortunados que lo atraviesan (curiosamente el personaje de Ōshima en el film también es una estudiante llamada Kana).
  7. Kohei Usuda establece una interesante comparación con la mukokuseki akushon (“acción sin fronteras”) de los años 50 y 60. No obstante, cabría matizar que los films de este género popular de Nikkatsu se rodaban normalmente en localizaciones japonesas, y de ahí el mérito en su recreación de ambientes de geografía indeterminada, genéricamente “internacional”. Ver crítica de Seventh Code en Midnight Eye
  8. Poetisa de la era Meiji (1868-1912) destacada entre otras audacias por sus cantos a la liberación sexual de la mujer, con los que las chicas AKB48 públicamente sancionadas por sus citas furtivas con hombres sin duda se sentirían identificadas.
  9. Como con cualquier fenómeno popular hoy en día, y más en Japón, basta una sencilla búsqueda en Google para constatar los innumerables doujinshi y fanfictions de todo género (no solo eróticos o románticos) que AKB48 ha inspirado.
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