Koko-di Koko-da
Trauma Por Damián Bender
Desde afuera resulta difícil saber por qué, pero los escandinavos parecen tener serias dificultades para lidiar con ciertas emociones. Países con altos índices de desarrollo humano, sociedades pacíficas, mucha nieve, largos períodos sin sol y altas tasas de suicidio y alcoholismo, han sido cuna de numerosos artistas en los que la clave de sus obras se encuentra en la expresividad como un torrente incontenible, que siempre viene tras un largo período de represión que contiene las emociones hasta que la coraza se parte en mil pedazos. Las pinturas expresionistas de Edvard Munch son un ejemplo paradigmático de las emociones volcadas en el lienzo, pero también podemos mencionar la increíble contraposición entre la atmosférica y calma naturaleza del jazz nórdico con el caldo de cultivo que es la región para la formación de bandas de metal extremo en todas sus formas. El cineasta por excelencia de la región —junto con Dreyer—, Ingmar Bergman, ha introducido en numerosas ocasiones situaciones en las que sus personajes se encuentran acorralados por emociones reprimidas que los atormentan, definiendo perfiles psicológicos sobre los que el director explora temáticas existencialistas que le preocupan especialmente. Pareciera ser que en donde la nieve todo lo cubre, la llama interior arde con más fuerza.
Johannes Nyholm no tiene mucho de Bergman, pero sí parece interesado en trazar un particular mapa del duelo a través del cine de género. Koko-di koko-da utiliza una plétora de elementos discursivos y formales para manifestar una angustia interna que se hace carne en el espectador. Que lo atrapa y lo incomoda a la vez, mientras lo lleva por una espiral de angustia de la que no parece haber forma de salir, ni para él ni para los protagonistas.
El primer elemento a señalar es la ciclotimia con la que la película muta de registros permanentemente. Al analizar el acto introductorio esto nos queda claro: tras unos planos atmosféricos que introducen ciertos elementos clave sin ponerlos en contexto y la secuencia de créditos iniciales, nos introduce a una familia sueca sin grandes preocupaciones. Los padres disfrutan el día con su hija, que al día siguiente cumplirá años y tendrá derecho a abrir su obsequio, una caja musical que emite una melodía particularmente pegadiza. Pasan la noche en un hospital debido a una fuerte reacción alérgica a los camarones por parte de la madre. Todo está bien, y no hay razón alguna para preocuparse. Y sin embargo, lo inesperado sucede cuando estás con la guardia baja. La tragedia no solo acontece, sino que tiene lugar en un momento y lugar inesperados para personajes y espectadores. La referencia al otro lado de la pantalla se antoja clave, porque el juego de climas que propone Koko-di koko-da interpela emocionalmente al espectador al subvertir sus expectativas y arrastrarlo a territorios inesperados. Sin ir más lejos, lo que sigue a la tragedia es un giro estilístico de 180 grados en el que el dolor de la tragedia se manifiesta a través de una secuencia animada. Nyholm simboliza el dolor de la pérdida de forma sorprendente pero emotiva, en la que la simbiosis entre la música y las figuras de cartón que se mueven ante nuestros ojos genera una secuencia de gran sencillez y belleza.
Tras la sorpresa y la dinámica con la que se desenvuelve el acto introductorio, lo que sigue es otro vuelco, en este caso hacia la repetición. Nyholm encierra a sus personajes en una suerte de Atrapado en el tiempo (Groundhog day, Harold Reims, 1993) de tono siniestro, en el que una secuencia se repite una y otra vez con sutiles variaciones pero un mismo resultado: la pareja decide pasar la noche acampando en un bosque alejado de la carretera y al rato de que despiertan tres estrambóticos asaltantes los atacan, los reducen y humillan con diversos grados de sadismo. El drama deviene en un horror del que no parece haber escapatoria, que con cada repetición acrecienta más y más el núcleo del relato: la impotencia. Nyholm moldea los recursos del cine de terror para elaborar una metáfora de la pasividad, de la prisión en la que se convierte la mente cuando no consigue procesar la pérdida de un ser querido. Ese trauma se materializa como una pesadilla condenada a repetirse eternamente, a menos de que se pueda encontrar una salida, un punto de fuga que los libere de la prisión en la que están encerrados.
Resulta curioso decir que están “encerrados” cuando literalmente estas acciones suceden en un bosque, al amanecer y al aire libre —recordemos que estaban acampando—, sin embargo, el claro en el que se encuentran está rodeado de frondosos árboles que esconden las amenazas a simple vista. A pesar de la luz de día, el uso del amanecer con su iluminación apagada y cargada de grises no afecta negativamente a la atmósfera tétrica construida por el director. La ausencia de música extradiegética enrarece el ambiente al eliminar uno de los códigos discursivos del género, y en presencia de personajes tan estrambóticos esta ausencia acrecienta el realismo en pos de la incomodidad del espectador, que no tiene la red de seguridad que le proporcionan las convenciones del cine de género —un buen ejemplo de esta red se puede apreciar en Un lugar tranquilo (A Quiet Place, John Krasinski, 2018), que prescinde de los diálogos hablados a partir de la propuesta de su guión, sin que esto trastoque de forma alguna los convencionalismos de la banda sonora, que se manifiesta de acuerdo a las exigencias de los códigos del género—. Entonces, en vez de generar goce —entendido como la asimilación de actos de crueldad que se encuentran dentro de un marco previamente codificado—, se genera angustia. Koko-di koko-da te hace pasarla mal, reforzando la empatía en el proceso.
Recién se hizo mención de la ausencia de música como refuerzo dramático en las escenas más violentas, cuando paradójicamente este filme está cargado de música, en particular por una melodía que todavía no puedo sacarme de la mente. La caja musical contiene una canción tradicional sueca que dice algo como “Mi gallo se murió, nunca cantará koko-di, koko-da, koko-koko-koko-koko-di, koko-da” y que aparece con diferentes variaciones —y diferentes significaciones— a lo largo del metraje. Como buena canción infantil es muy susceptible de ser utilizada para crear una atmósfera tétrica, pero también encuentra su lugar para servir de transición y calmar las revoluciones dramáticas por unos instantes. Esta sapiencia para entender cuando y de qué forma implementar la música —dentro y fuera de la diégesis— es otra muestra del cuidado con el que Nyholm piensa los aspectos del audiovisual, y en cómo conducir al espectador por los vericuetos de su narrativa de una manera fluida a pesar de los tumultos.
Por estas razones es que Koko-di koko-da como película roza la perfección. Hay una secuencia sobre el final que reformula la escena animada como obra de teatro, y que pareciera redundar en conceptos que ya habían quedado claros de antemano. Tiene su utilidad para orientar el metraje hacia su desenlace, pero no sorprende como todo lo anterior. Pero claro, ese pequeño desliz no opaca todo lo anterior ni al final propiamente dicho. Por estas razones Koko-di koko-da triunfa: porque como metáfora sobre un tema recurrente en el cine de la región como el dolor de la pérdida, consigue que la propuesta estética refleje su temática de forma integral, en una suerte de expresionismo pesadillesco que sumerge al espectador desde lo emocional. Las metáforas y simbolismos simplifican la lectura intelectual del relato para que nos podamos enfocar en las sensaciones. Entendida de esta forma, Koko-di koko-da se transforma en una gran experiencia.