La balada de Buster Scruggs
Pequeño catálogo de cadáveres y ausencias Por Aarón Rodríguez
Cada día me interesa más –y en niveles bien distintos- el último trecho que parece haber tomado la filmografía de los Coen. A veces los imagino como dos dedicados y sensibles ermitaños que cuidasen los trozos de celuloide que han sido arrojados desde los márgenes de Dios –esto es, de Hollywood. Siguen teniendo una capacidad asombrosa para no haber traicionado la potencia bella de cada imagen, el cuidado por la luz o por las texturas del plano, el diseño de sonido o la elegancia de los movimientos de cámara, sin haber sacrificado en el proceso su particular sentido del humor, su colección de heridas, su extraordinaria sabiduría. Ver una película de los hermanos Coen es recorrer el sueño de un rabino indigente en Technicolor.
De ahí que La balada de Buster Scruggs (The Ballad of Buster Scruggs, 2018) sirva como una continuación lógica de los méritos que ya quedaron plenamente apuntalados en su soberbia Valor de ley (True Grit, 2010): la construcción de una épica confusa, imperfecta, la resurrección de un cierto uso visual del paisaje más deudor del imaginario colectivo que de Charles Schreyvogel o de Frederic Remington… y, sobre todo, el descubrimiento de nuevos territorios en su propio hacer creativo que continuaban armónicamente sus concepciones sobre el personaje, la violencia o –muy especialmente- la pregunta por el sentido de lo humano. Cada corto de La balada de Buster Scruggs es, a la vez, una y todas las películas de los Coen funcionando como un preciso reloj narrativo.
Ciertamente, la cosa apunta a la desmesura. Debe hacerlo, ya que tiene una cierta cualidad experimental, de laboratorio, una cierta tensión contradictoria entre cada uno de los fragmentos. Desde la sugerencia abstracta y espiritual de The mortal remains hasta la linealidad trágica de The Gal who got Rattled, pasando por la teatralidad desgarradora de Meal Tickets o la bufonesca y liviana payasada que abre el cortometraje inicial, cada una de las propuestas plantea sus propias leyes, su propio discurrir, y en apenas un par de minutos, traza y domina su propia potencia. Pese a la cantidad de metraje, cada nuevo plano es bienvenido, cada cambio de iluminación o de foco está bien pensado, cada evolución dramática es verosímil y sólida.
En esta dirección, lo que los Coen zarandean con fuerza no es tanto la Historia del Cine –que también-, sino su propia historia del cine, esa que ya comenzaron a desgarrar a martillazos en la infravalorada ¡Ave, César! (Hail, Caesar! , 2016) y que aquí es retomada con mayor parsimonia y precisión. Los Coen son unos auténticos maestros del cine como fragmento, de la esquirla, del parpadeo. Al igual que ocurre con el protagonista del fragmento All Gold Canyon, lo suyo es más bien un ejercicio constante de horadar y horadar el terreno compartido de la imaginación contando primorosamente aquellas pepitas/escena que brillaron en los oropeles de los grandes estudios. Sin prisa –véase el extraordinario montaje contenido de los primeros diez minutos de The mortal remains-, zarandean su propio universo, sabedores del placer que emerge al escuchar a un cierto personaje, o al contrario, de lo elocuente y hermoso que puede resultar su silencio. Hay un cierto disfrute, un placer emocionante en la manera en la que cambia la luz en el interior de la diligencia, o en ese plano/contraplano irónico en el cadalso, o sobre todo, en la estupenda gestión de las diagonales y las líneas compositivas recortándose contra el horizonte.
Como bien se puede extrapolar, acotar un fragmento implica necesariamente desatender al resto del conjunto. No obstante, puede que Meal Tickets –la historia del actor con discapacidad física- sea una de las cimas dramáticas de la carrera de los Coen. Basándose en un uso terrible del montaje –ya sea mediante la repetición, o mediante la elipsis en la escena del prostíbulo-, la película alcanza unas cotas de amargura y desgarro que ya querrían para sí los discursos modernos más henchidos de profundidad. La práctica ausencia de diálogo –más allá de los brutales recitativos del protagonista- deja en las manos de un inmenso Carter Burwell la construcción de un territorio inmisericorde, un plano salvaje de afectos brutales donde el fundido a negro es, en cierta medida, un nudo en la garganta más salvaje que cualquier horca. Los dientes podridos de Liam Neeson brillando en una mueca agotada en ese anochecer de viento y nieve constante permanecerán, por derecho propio, en la galería de los patéticos horrores humanos de nuestras pesadillas.
No hay piedad con el espectador, sino simplemente aceptación y una cierta manera de respetar y honrar nuestro pequeño dolor cotidiano. Como si fuéramos un mal jugador que mirase una peor mano de cartas casi de refilón, los seis relatos van depositando poco a poco su poso de amargor sobre nuestros dedos. La comedia se desvanece, y tras la máscara de los últimos personajes, emerge una mueca irónica e inevitable: calarse el sombrero y atravesar un umbral.
No será fácil dormir después de aquello, claro.
Esta película es muy mala es como si al escritor se le acabaran las ideas en cada cuento terminandolo asi como si fuera un super argumento y en otros cuentos directamente no hay nada mas que el paisaje Muy buena escenografia