La Casa Gucci

El oficio de la carcoma Por Raúl Álvarez

Black Rain (1989), Los impostores (Matchstick Men, 2003), American Gangster (2007), Todo el dinero del mundo (All the Money in the World, 2017) y ahora La casa Gucci (House of Gucci, 2021) componen dentro de la carrera de Ridley Scott una pequeña filmografía dedicada a señalar las mutaciones del capitalismo en la segunda mitad del siglo XX. Hay indicios en clave alegórica en sus obras mayores de ciencia-ficción, por supuesto. Pero este conjunto concreto de películas constituye una mirada explícita y nada complaciente sobre cuándo y cómo se formaron los barros que trajeron el lodo neoconservador. La Casa Gucci es, de hecho, la crítica más sólida y contundente de todas porque opera, como la propia maquinaria liberal en el seno de las democracias, desde una fachada invisible, la que aquí proyecta ese magnífico Domenico De Sole que interpreta Jack Huston. No aparece en ninguno de los carteles promocionales del filme dedicados a las estrellas del reparto y tampoco goza de demasiados minutos en pantalla. Y así debe ser, pues es la carcoma que devora poco a poco el brillo de Lady Gaga (Patrizia), Adam Driver (Maurizio), Al Pacino (Aldo), Jared Leto (Paolo) y Jeremy Irons (Rodolfo), las caras rutilantes de una dinastía que Scott desmonta con la que acaso sea una de las operaciones formales más inteligentes de su trayectoria.

Quien espere lujo, glamour, pasarelas y un festival de colores sobre un dispositivo fílmico desenfadado se llevará una decepción con La Casa Gucci porque ese no es el camino que ha elegido su director. Tampoco es el tono del libro de Sara Gay Forden en que se inspira el libreto, y esto es importante recalcarlo para no señalar falsos culpables de una posible desilusión. En su lugar, primero el libro y ahora la película proponen una disección del auge y caída de la casa Gucci desde el pulso de su corazón delator, la incapacidad de Aldo, Rodolfo, Paolo y Maurizio Gucci para entender que el lujo –y el mundo– ha cambiado de manos. Los viejos fundadores del imperio y sus herederos no ven venir la traición de Domenico (el abogado de la familia Gucci) y sus aliados (un grupo inversor iraquí) por la sencilla razón de que viven ensimismados en su dorada decadencia, la misma que hoy ostenta la vieja Europa de los valores cuando se muestra impotente ante las guerras comerciales que se plantean desde Oriente Medio y China. Los palacios y casas de recreo, las obras de arte, los coches antiguos, las boutiques exclusivas, los clientes aún más exclusivos… La historia, la tradición y el legado que representan los Gucci nada puede contra una nueva forma de hacer y entender los negocios: el lujo asequible, la ilusión de riqueza. Fantasías.

La casa Gucci

Hay dos escenas extraordinarias que representan este cambio de mentalidad y de relaciones de poder. En la primera, ambientada en una aséptica sala de reuniones de un hotel, Domenico y los iraquíes consuman la compra de las acciones de Aldo. La cabeza visible de la operación, Nemir Kirdar (Youssef Kerkour), calza unos zapatos Gucci del MoMA que previamente le había regalado Maurizio. En la segunda, situada en un rico restaurante, ocurre lo propio con el paquete accionarial de Maurizio. La firma del documento se produce mientras Domenico y los inversores se comen un carpaccio elaborado con carne de la ganadería familiar de los Gucci. A eso ha quedado reducida la empresa (y Occidente): unos zapatos de museo y un plato de comida servidos por quienes los concibieron. Se puede entender La casa Gucci en un ámbito superficial y/o literal, y en ese caso la tentación es reducir la propuesta a una nadería de pelucas y actores pasados de vueltas, o se puede entender en el ámbito de los subtextos, donde precisamente ese trabajo de vestuario y caracterización sirve al propósito de construir una máscara con los ojos cegados, lo que es ahora la moda de las firmas clásicas. Es ese el punto de no retorno que retrata Scott, y por esa razón Gucci no habla de moda en términos convencionales. No tiene sentido hacerlo cuando las marcas de lujo no son ya sino anzuelos para una clase media con ínfulas. Ahí cobra todo su sentido el papel de Lady Gaga, y no en el cliché del arribista o de la mujer cazafortunas.

No es casual, nada lo es en el cine de Ridley Scott en términos de fotografía y puesta en escena, que los personajes de Aldo, Rodolfo, Paolo, Patrizia y Maurizio sean tratados como caricaturas que se desvinculan y acaban siendo expulsadas de los escenarios que habitan; hasta convertirse en eso: máscaras de un mundo en extinción. Las dos escenas comentadas constituyen un hito en el tratamiento formal de esta idea por cuanto el esplendor de la casa Gucci ­–pura apariencia, glorioso orgullo, máxima estupidez– queda anulado en sendos espacios de tonalidades neutras, acromáticos, filmados desde el punto de vista de quien ahora dicta las normas. El juego compositivo de líneas que trazan cada mirada, y, por tanto, las relaciones de poder entre personajes, es sensacional. Y si la mentalidad ha cambiado, también deben hacerlo sus espacios de poder. Aldo, Paolo y Maurizio son enfrentados progresivamente a hombres de negocios cuya idea del lujo no pasa por lucir relojes y cinturones, sino talonarios y un despiadado sentido de la lealtad. Lo que no tienen lo compran, incluso la Historia. La Casa Gucci se crece como película en estas coordenadas, y de paso recuerda a los despistados que cuando Scott mira al pasado, cercano o no, lo hace siempre en busca de cenizas.

La casa Gucci

Cenicienta es justamente la fotografía de este filme que va tornándose frío y cadavérico en cada nueva escena, con breves insertos en blanco y negro que anticipan el desenlace. A medida que la ambición de Patrizia y Maurizio entierra la poca dignidad que le queda a la casa Gucci, la imagen se vuelve gris y macilenta, dando la impresión de que la historia se desarrolla realmente en catacumbas, criptas y túmulos vestidos de falsos oropeles. La idea de la moda como una suntuosa tumba resulta de una incomodidad soberbia. El plano en claroscuro del cuerpo abatido de Maurizio expresa de manera magistral esta reflexión, así como el concepto de tránsito que articula toda la película; tránsito de poderes y vidas, de certezas y convicciones. “Soy un conservacionista”, le dice indolente Domenico a Patrizia. Sobre ese instinto de supervivencia característico de las mentes que capitalizan amistades y entornos –y aquí nadie lo hace más y mejor que Domenico y sus socios– escribió Werner Sombart en Lujo y capitalismo, ensayo del que La casa Gucci parece su lógica continuación cinematográfica. Porque es una lápida de oro que certifica la muerte de Occidente.

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