La chimera

En el interior de la mirada de Orfeo Por Ramón H Sosa

A través de sus múltiples contactos, los pueblos y culturas mediterráneos han entretejido un conjunto de hilos comunes que pueden ser rastreados en sus lenguas, gastronomías, músicas, fiestas y, por supuesto, en sus mitos. Contados, generación tras generación, en geografías que han recibido y acumulado nombre tras nombre a lo largo de la historia, en los mitos se posan, sedimentadas, similitudes entre personajes y tramas a través de las que es posible vislumbrar un universo compartido. Lo mitológico es, pues, un espacio de encuentro en el que, bajo un mismo cielo y sobre un mismo Infierno —ya se lo llame Tártaro, Inframundo, Sheol o Ínferus—, se comunican y conviven, amontonados, los saberes y las tradiciones de comunidades diversas. En La chimera (2023), Alice Rohrwacher nos invita a adentrarnos, más que en un mito concreto, en esa zona nuclear en la que los mitos de aquí y de allá se cruzan y se anudan, lo mismo que las capas de tierra se suman para conformar el suelo que pisamos. El cine, en el que las imágenes se reúnen dialogando o chocando, se vuelve así, en manos de la directora, en la superficie en la que chocan y dialogan, como si de un sueño se tratara, las narraciones de las más dispares civilizaciones.

Subrayado por los compases de La fábula de Orfeo (La favola d’Orfeo, 1607) de Claudio Monteverdi, se nos presenta a Anthony (Josh O’Connor), un inglés que, dormido en un tren, regresa a la región del centro de Italia en la que vive después de haber pasado una temporada en prisión. A través de sus ojos, en su sueño, vemos a Beniamina (Yile Vianello), la mujer perdida, que aparece y desaparece como si, moviendo una roca, abriera y cerrara la boca de una cueva. En este parpadeo con el que arranca, la película nos enfrenta ya a la primera metáfora, la de la muerte, y con el primer mito: pues la mirada a través de la cual la directora nos hace ver no es otra que la mirada hacia atrás con la que Orfeo ve esfumarse a quien más ha querido. Rohrwacher nos hace viajar junto a (o dentro de) Anthony, ese trasunto del personaje griego, en el mismo momento en el que, regresando del infierno —y la cárcel no es un mal símil— sin el ser amado, debe de reincorporarse, a su pesar, al mundo de los vivos. Un mundo en el que la nostalgia adelgaza el grosor de las paredes que separan la realidad de los vivos de la de los muertos y en la que las presencias y las ausencias confluyen con una solidez idéntica. Comunes en su ser un espacio de encuentro, el duelo y el mito conforman, sobre Anthony, a través de una mirada al pasado, un mismo reino de espectros.

La chimera 3

Pues, si la atracción hacia la muerte del protagonista adopta la forma de un hilo de Ariadna que, desprendido del vestido de la mujer fallecida, le conduce junto a Beniamina, el poblado al que arriba asumirá su parte en el mito revistiendo el aspecto de laberinto. La alternancia de formatos y de soportes (35mm, súper 16 y 16mm), así como el choque de pasado y presente —construido desde la arquitectura, las elecciones de vestuario y de arte o, incluso, al hacer cohabitar la música de los trovadores con la de Kraftwerk—, darán pie a una cacofonía atemporal por la que Anthony vagará desorientado. Así como el don de Orfeo, el arpista, era tocar una música que conmovía a los dioses y amansaba a las bestias, el de Anthony, el zahorí, es averiguar dónde se ocultan las tumbas etruscas y sus tesoros y amansar, avaricia mediante, a sus fieras particulares: los tombaroli. Es decir, saqueadores de tumbas. Junto a ellos, el inglés localiza los ajuares que los etruscos situaban junto a sus fallecidos para que los acompañaran en el más allá y, tras excavarlos y robarlos, los venden en el mercado negro de coleccionistas de antigüedades. Desde la boca de la cueva, Beniamina estira del hilo atrayendo a Anthony en una pulsión de muerte que acabará por transformarse un acto de consumismo.

La directora se aleja, así, de sus películas anteriores en las que el punto de vista se situaba cerca de un personaje que, en su inocencia, esgrimía una resistencia, a menudo involuntaria, al capitalismo y sus males. A pesar de que los actos de Anthony no se basen en el interés económico, sino en una atracción hacia la muerte que es incapaz de resistir, tiene plena consciencia de la inmoralidad de su comportamiento. Nada que ver, pues, con el Lazzaro que en Lazzaro feliz (Lazzaro felice, Alice Rohrwacher, 2018) desvalijaba una casa pensando que ayudaba en una mudanza. En cualquier caso, y a excepción de las malvadas figuras capitalistas —a las que Rohrwacher, se diría, se la tiene jurada—, la directora rehúye mostrarse moralista y a la brutalidad de los tombaroli la relativiza la ternura que de ellos emana. Habrá que esperar a sus futuras obras para saber si este desplazamiento moral de sus sujetos es puntual o el inicio de una nueva tendencia hacia protagonistas más oscuros. Sin embargo, teniendo en cuenta que, en manos de la italiana, el realismo mágico sirve de mecanismo casi sociológico para aproximarse a la realidad sin atenuar su carácter complejo, quizá quepa ver en Anthony a un personaje con el que esta se pueda identificar más plenamente.

Anthony mantiene una estrecha relación con Flora (Isabella Rossellini), la madre de Beniamina, sustentada en el hecho de que ella se niega a creer que su hija está difunta y él, para quien la muerte no representa una distancia tan grande, no se lo niega. En la decadencia de la avejentada mansión de Flora se refleja la voluntad de aferrarse al pasado de su propietaria y, claro está, de parte de la sociedad italiana. También la de Anthony, cuya presencia en el hogar de su amor ausente reforzará su faceta foránea. Más que trazar una crítica política al expolio británico, aunque algo de eso habrá, la extranjería de Anthony nos sumerge en el cuerpo de un ser desubicado. Entre la vida y la muerte; el pasado y el futuro y; entre el amor a los objetos que encuentra y su conversión en productos de consumo, Anthony es equidistante a todo y está, siempre y en todo momento, fuera de lugar. Razón por la que vive a extramuros y por la que lleva un traje desarrapado. Y razón por la que es y no es bienvenido en la mansión en la que flota la ausencia de Beniamina, en la cual, sugiriendo una suerte de reemplazo o, bien, la idea de que donde hay pasado hay futuro, aparecerá la única persona capaz de aportar algo de aire al asfixiante no vivir de Anthony: Italia (Carol Duarte).

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La joven brasileña que, sin saber cantar, aspira a ser cantante, será una llamada desde la vida para Anthony y el medio por el que Rohrwacher nos informa de que su visión de futuro para Italia (el país, no el personaje) pasa por lo multiétnico y, quizá, también, por la colectivización de los espacios públicos. Pues la de La chimera es también una historia sobre la propiedad. Aquello que no es de nadie, es de todos, se nos dirá en la película. ¿No es el del mito, al ser creado colectivamente, el espacio perfecto para denunciar que nadie, nación o empresa capitalista, tiene derecho a apropiarse del pasado o del futuro? Al fin y al cabo, se trata de narraciones de origen impreciso que han sido y serán reelaboradas por cada una de las voces que quieran acceder a ellas —como, de hecho, hace la directora en el film—. El ser humano tiene la necesidad constante de contarse a sí mismo, de explicarse, de volverse a sí mismo relato. Los mitos han ido modificándose para adaptarse a los menesteres de la época y la cultura que los ha invocado. Desde la primera mirada con la que se abre la película, nos encontramos en el interior de Anthony, es decir, en la mente de una persona que está de luto a causa de la pérdida del ser amado. Las variaciones que adoptará el metraje serán siempre fieles al estado emocional del protagonista y mantendrán al espectador sujeto a su punto de vista. El duelo es, ya se sabe, estar perdido. El mundo que nos rodea tras una pérdida precisa ser reordenado y reconfigurado; vuelto a narrar. Si el espacio del duelo y el del mito coinciden y se vuelven uno solo, es porque, en su interior, Anthony acude a la narración de narraciones tratando de explicarse una realidad sin Beniamina. Tratando, en fin, de relatarse y reencontrarse a sí mismo. El de Orfeo y el de Rohrwacher nunca fue un cuento sobre cómo acceder al mundo de los muertos, sino sobre cómo lograr, después, regresar al mundo de los vivos.

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