La coleccionista

Un chico fácil Por Álvaro Peña

No es habitual que un director establezca entre un corto y un largometraje suyos una relación de complementariedad, en vez de subordinación del primero en tanto prólogo o ensayo del segundo, pero es lo que logró Éric Rohmer con sus Seis cuentos morales, compuestos de dos cortos y cuatro largos. Engendrados a partir de escritos-esqueleto de lo que podría haber sido un corpus literario con entidad propia, pero que, según el propio Rohmer, «únicamente en la pantalla la forma de estos relatos alcanza su plenitud» 1, se trata de variaciones sobre un mismo tema cuya duración no destila de jerarquía alguna. Tampoco su orden: en los créditos iniciales La coleccionista (La Collectionneuse, 1967), tercer cuento en ser filmado, aparece numerado como «IV», al igual que en la primera edición de los escritos en 1974.

Todo ello debería bastar para disipar tentaciones de clasificar los Cuentos morales atendiendo a su condición percibida de obras mayores o menores. Sin embargo, en el caso de Rohmer los azares históricos inherentes a cualquier filmografía han permeado lo historiográfico, condicionando la mirada de generaciones posteriores. Aunque La coleccionista en su momento fue un éxito e incluso reconocida en la Berlinale con el Oso de Plata – Premio Extraordinario del Jurado, con el tiempo ha quedado a la sombra de Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, 1969) —cuento «III» rodado posteriormente por problemas de financiación, pero con mayor exposición internacional al estrenarse antes en EE.UU.— o La rodilla de Clara (Le Genou de Claire, 1970) —cuento «V» y mayor depositario de mitomanía cinéfila de toda la serie—. El peso de la Historia relaja nuestros análisis actuales, invitándonos a abordar la primera —y los cortos precedentes de la serie— como mera iteración temprana de una premisa compartida con los «cuentos morales» más refulgentes: un hombre que, en el transcurso de una relación amorosa, encuentra a otra mujer que le interesa, para finalmente regresar con la primera.

Aunque algo de cierto hay, no lo es menos que los relatos empiezan a dejar de ser variaciones en el momento en que las imágenes los elevan a esa plenitud textual de la que hablaba Rohmer. Es decir, lejos de crear objetos fílmicos equivalentes, su férrea premisa teórica ejerce de punto de apoyo para impulsar cada uno a la singularidad que le corresponde por la naturaleza de sus imágenes.

Y, si hablamos de La coleccionista, dicha naturaleza se enuncia en su primera escena, la cual nos presenta al personaje al que se refiere el título de la película. La imagen de apertura consiste en un plano de cuerpo entero de Haydée (Haydée Politoff), una joven en bikini que se pasea por la orilla de la playa. La cámara rota sobre su eje para seguirla, de manera que llegamos a verla de frente y de espaldas en el mismo plano. Pronto nuestra mirada deja de limitarse a acompañarla para recorrer en planos detalle todo su cuerpo: los pies, la cabeza, torso y caderas, espalda, corvas, rodillas, subimos hasta el pecho, hasta el cuello. La pretensión de Rohmer de trasponer una mirada voyeurística a la puesta en escena es evidente, como que, al no presentar aún a ningún otro personaje, dicho voyeur no es otro que el espectador, lo que libra de excusas el componente erótico —con tan agresivo montaje aún lo habría aunque estuviera cubierta de pies a cabeza—.

La coleccionista

Así, una única escena crea un nuevo universo fílmico. Al no haber sujeto de la misma, «sobre Haydée recae una mirada que se aleja de la percepción subjetiva y se contagia de las propiedades de la imagen, de un cuerpo “formalmente tratado”, sin palabras y sin la continuidad temporal con la que se desarrollan los otros dos prólogos que también introducen la cinta» 2. Esas «propiedades de la imagen», como veremos, no contagian solo nuestra mirada, sino toda la película, deviniendo resistencia ontológica al experimento moral del protagonista, y fijando una dirección expresiva de las imágenes propia de La coleccionista: ese destino singular del que hablábamos y que la distingue de los demás «cuentos» de la serie.

Pastoral fortificada

El firme propósito de Adrien, un joven bien parecido que comercia con (y teoriza sobre) obras de arte, es pasar un verano alejado de su prometida sin hacer nada que le exponga a la mínima turbación, más allá de leer o darse un ocasional chapuzón en los alrededores de la casa de campo de su amigo Rodolphe. Esperando allí la única compañía de otro amigo, Daniel —supuesta alma gemela cuyos actos, no obstante, no siempre parecen refrendar la admiración de Adrien por él—, con gran decepción descubre que su ausente benefactor ha invitado también a Haydée, a cuya belleza (ya presentada en el prólogo) suma un empeño sin igual para acumular amantes noche tras noche. Para Adrien, la chica es una “coleccionista” de hombres que amenaza sus planes de serenidad y ocio en calma .

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Izquierda, Un verano con Mónica (1953); derecha, La coleccionista (1967)

Esta idea de la mujer como objeto perturbador de grandilocuentes planes de vida ya la había explorado Rohmer en La carrera de Suzanne (La Carrière de Suzanne, 1963), dejando clara la posición crítica del cineasta ante semejantes veleidades autojustificativas de la propia existencia. Pero que Rohmer explore los límites de los postulados morales de sus protagonistas no significa que no se los tome en serio: su cine se detiene justo antes del sarcasmo de Woody Allen, de la fábula de Murnau o del laboratorio de Godard. De ahí que el retiro monacal en que Adrien convierte la casa de campo y sus alrededores tenga la entidad que le confiere la fotografía de Néstor Almendros, con interiores bañados por el día en agradables penumbras y cargados por la noche de la atmósfera densa de las tertulias —la disposición y uso errático de los muebles en el encuadre sugiere expansión mental—; mientras que en los exteriores penetra a través de los sentidos el Mediterráneo mítico de la Costa Azul, donde el canto de los pájaros no cesa y las aguas transparentes de una cala mecen las plantas del suelo rocoso —algunos planos parecen la versión luminosa de los paisajes telúricos de Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, Ingmar Bergman, 1953)—. La armonía con el idílico entorno no ha de ser rota siquiera con el pensamiento, lo que lleva a Adrien a la paradoja de cultivar activamente la pasividad y enfrascarse en la lectura (nada casual) de Rousseau, a fin de «pensar en la dirección del libro».

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«Paisaje con  calma» (Nicolas Poussin, 1651)

Semejante anhelo no es en absoluto novedoso. Un correlato visual común al paraíso mental de Adrien y a los escritos de Rousseau es la pintura de Nicolas Poussin, quien establece el canon de la escena pastoral que el filósofo francés asentaría en el imaginario colectivo un siglo más tarde, «acostumbrando al ojo francés a contemplar la naturaleza, al espíritu a admirarla y al corazón a amarla en efusiones sentimentales» 3. La comunión entre la Naturaleza (ideal de paisaje) y la Antigüedad (ideal de espíritu) que Poussin representa en obras como «Paisaje con calma» (1651), para Rousseau y su epígono en la ficción rohmeriana es un constructo intelectual, algo que no se deriva directamente de los cánones legados por los ancestros, sino de su apreciación crítica. Es decir, mientras que el paisaje moral de Poussin se afirma sin resistencia por el propio peso de la tradición y el relato mítico, el paradigma cultural ilustrado rechaza ambos como fuentes de validación, lo que obliga a desarrollos filosóficos que preserven el paisaje de tensiones externas y lo doten de su propia moral, ajena a héroes y leyendas.

En La coleccionista la vivencia del paisaje es inextricable de una voluntad ordenadora, masculina, de quien lo ocupa. Una evocación de lo pastoral instituida por una filosofía moral individual que, consciente de su fragilidad, necesita universalizarse —a Adrien tanto le vale Rousseau como Daniel, artista rebelde a quien no le importa herir (literalmente) con sus obras de arte— y fortificarse —retando en público a los amantes de Haydée o exhibiendo resistencia a su seducción—. ¿Y Rohmer, apoya como artista esta dominación moral del paisaje?

Paisaje en fuga…

En 1946 el crítico de arte Clement Greenberg señalaba lo siguiente a propósito del auge del paisaje y del refugio en lo pastoral desde mediados del siglo XIX: «Depende de dos actitudes interdependientes: la primera, una insatisfacción con el clima dominante en los centros de actividad de la sociedad; la segunda, estar convencido de la estabilidad de la sociedad en la época en que uno vive. […] Esta huida —que tiene lugar en el arte— depende inevitablemente de la sensación de que la sociedad que uno deja atrás continuará protegiendo y cuidando al fugitivo, sin importar las diferencias que pueda tener con ella» 4.

Frente a algunas lecturas que asimilan la actitud vital de Adrien a Dostoievski por sus postulados morales a contracorriente, cabría alegar la deshonestidad intelectual que supone llevarlos a cabo al abrigo de circunstancias afortunadas y múltiples ayudas provistas por la sociedad, empezando por la propia villa de Rodolphe o la desacomplejada conciliación entre trabajo y diletancia que se permite el protagonista. De hecho, la zozobra de los personajes de la posterior serie Comedias y proverbios de Rohmer se acerca más en espíritu al autor ruso que los entornos controlados de los Cuentos morales. Al pretender expulsar a Haydée de su espacio privilegiado, Adrien acepta implícitamente la dicotomía entre la sociedad —con sus lógicas relacionales de «coleccionistas» y «coleccionados»— y ese oasis donde idealmente debería regir «lo natural», es decir, lo moral. El edén nace así del usufructo de un poder pactado con el mundo exterior. Sin embargo, la mera presencia de Haydée pone en cuestión dicho pacto, e introduce una dialéctica tensa, violenta, entre el guardián de las esencias de lo pastoral y quien realmente lo habita.

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En una de las escenas más representativas de esta tensión vemos a Haydée relajada, fumando en su hamaca a la orilla de la cala, mientras que los dos hombres sentencian su comportamiento intrusivo hacia su ecosistema —«coleccionar va contra la pureza»— desde lo alto del promontorio. De espaldas y en una altura inferior, Haydée se ve obligada a girar el cuello de manera algo forzada, lo que contrasta con la posición distendida de ellos mirando hacia abajo, sentados en la hierba y acunados por la brisa que agita el follaje al fondo del encuadre —su situación es superior también en términos estéticos—. Rohmer conecta ambos puntos con un barrido inicial en diagonal, para después descomponer el diálogo en encuadres separados con el mismo efecto desestabilizador que tendría un salto de eje, dado que las miradas de los personajes a duras penas se cruzan. Adicionalmente, sucesivos reencuadres van cerrando los planos respectivos, entre los que llama la atención uno de Haydée que parece resistirse a dejar fuera de plano sus muslos desnudos —que recorre distraídamente con el dedo—, como si no pudiera abandonar su condición de objeto erótico, extraño al paisaje —acabará mostrando sus axilas con el mismo desparpajo—. Poco después, durante otra excursión a la cala con Adrien, Rohmer vuelve a recrearse en una Haydée en bikini mediante un zoom, seguido de planos detalle de sus piernas —ahora resaltadas por el movimiento juguetón de su pie izquierdo— y de su nuca y espalda. Todo nos devuelve al prólogo y a aquella mirada de voyeur, que Adrien no logra superar —la joven perturba más que nunca su refugio bucólico—, ni siquiera abandonarse a ella, al rechazar Haydée sus afectos en esa misma escena. Una clara derrota en los términos del propio Adrien, atrapado en un escenario cuyo marco ha definido él y nadie más.

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«Almuerzo sobre la hierba» (Édouard Manet, 1863)

El crítico literario Harry Berger distingue entre dos tipos de obra pastoral: la pastoral «débil» y la pastoral «fuerte» o «metapastoral». Mientras que la primera se caracteriza por oponer la naturaleza a la cultura y la armonía del rural al conflicto inherente a la sociedad, la metapastoral introduce un discurso crítico en torno al desencanto que fundamenta la pastoral débil, propensa a degenerar en expresiones distópicas 5. Si hablamos de pintura, son autores como Gustave Courbet, Édouard Manet o François-Louis Français los que problematizan el voyeurismo intrínseco a lo pastoral, por ejemplo, introduciendo en la escena a mujeres en actitudes ambiguas, cuando no llanamente ejerciendo la prostitución. Al incrustar a Haydée en el paisaje moral de Adrien (¡antes de que él salga en la película!), Rohmer se acerca más a estas reflexiones metapastorales que al ideal de Poussin del que bebe su protagonista, si bien la realización también nos remite a François Boucher y su celebración erótica y despreocupada de lo pastoral —una veta que recogerá con trazo grueso Una chica fácil (Une fille facile, Rebecca Zlotowski, 2019), pretendido homenaje a La coleccionista cuyas disquisiciones más materialistas arruinan una fachada de hedonismo empoderante—.

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Por supuesto, debajo de la capa crítica de la metapastoral siempre late una pastoral pura. Como apuntábamos más arriba, la fotografía da la razón a Adrien en cuanto al sentido del retiro y el abandono a lo natural. Sin forzar el éxtasis estético de, por ejemplo, los paisajes de Emmanuel Lubezki para Terrence Malick o Alfonso Cuarón, hay algo de belleza descubierta, inmanente, en los de Almendros. Lo que no concede Rohmer es su depuración intelectual. Hacer a Haydée indisociable del paisaje en términos visuales equipara las posibilidades de la vida a las del arte; es decir, reemplaza el relato moral por una imagen crítica del mismo. Una imagen que agita la misma ficción que la invocó.

…y fuga del paisaje

Incapaz de asumir un nuevo paradigma, Adrien pierde el rumbo. Su estado de ánimo se refleja, por ejemplo, en el modo documental en que Rohmer rueda las zonas turísticas por las que deambula, con cámara en movimiento y teleobjetivos —el mundo real se infiltra definitivamente—, rematado con un broche cómico cuando el joven paga su ira con un turista. En su inconformismo acaba involucrando a Sam, un coleccionista real de arte a quien intenta utilizar para volcar el tablero y aclarar el rol de Haydée en su universo.

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Pero ese universo ya no es suyo, como podemos colegir de los interiores en casa de Sam, donde predominan los planos estáticos con fondos subexpuestos en sofocante penumbra. Allí transcurre el encuentro entre las dos figuras masculinas en clave de confrontación, resuelta en un duro plano-contraplano que recoge el agresivo lenguaje corporal de Sam, deseoso de desenmascarar la impostura moral de un Adrien a la defensiva —la velada replica otra anterior en la que era Daniel quien humillaba a Haydée: el equilibrio ha cambiado—. La tensión termina por diluirse al cambiar a un plano más abierto que incluye a la joven —de nuevo un objeto que ahora Sam reclama para sí, sobándole el trasero—, lo que le da la oportunidad de imprimir su propia dinámica a la escena, culminante en la imagen del valioso jarrón chino con el que comerciaban ambos hombres en el suelo, hecho trizas (la metáfora es obvia).

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La manera en que Rohmer filma el viaje de vuelta al atardecer de Adrien y Haydëe, encuadrándolos desde la parte de atrás del coche —a semejanza del French over que Godard popularizó en Al final de la escapada (À bout de souffle, 1960)—, sugiere la victoria del cliché romántico, anunciado por un escarceo anterior en casa de Sam. Sin embargo, Adrien abandona a Haydée en un acto impulsivo y regresa solo a casa de Rodolphe. Allí le esperan estancias desoladas en medio de una naturaleza indiferente. Abrumado, emprende la fuga como si ahora fuera él el elemento impuro: la presencia de Haydée no arruinaba el paisaje, sino el empeño en cubrir con un velo moral sus sentidos más profundos y perturbadores.

Por su parte, Rohmer no dará una solución al ideal de arte-vida que perseguía Adrien hasta muchos años más tarde, en El romance de Astrea y Celadón (Les Amours d’Astrée et de Céladon, 2007). Pero esa es otra historia pastoral.

  1. ROHMER, Éric (1989): Seis cuentos morales. Anagrama, Barcelona
  2. VILARÓ I MONCASÍ, Arnau (2016): «De la palabra del héroe a la feminidad o del pensamiento al deseo. Una relectura de los ‘Cuentos morales’ de Éric Rohmer», en Área Abierta, 17(2). Universidad Nacional Autónoma de México, p. 191. Accesible en Ediciones Complutense (https://doi.org/10.5209/ARAB.52964)
  3. Cita de Roger de Piles en Cours de peinture par principes avec une balance des peintres (1708), según HOURTICQ, Louis (1926): Le paysage Français de Poussin à Corot. Paris, p. 63 (catálogo para una exposición en el Petit Palais). Citado en TALBOT, William S. (1978): «Some French Landscapes: 1779-1842», en The Bulletin of the Cleveland Museum of Art, 65(3), p. 77.
  4. STRICK, Jeremy (1992): «Notes on Some Instances of Irony in Modern Pastoral», en Studies in the History of Art, 36, p. 197.
  5. Ibid., p. 200.
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