La cordillera de los sueños
Imaginar la nación Por Yago Paris
Chile vive de espaldas a su pasado. Esa parece ser la idea central de la trilogía geográfica que ha desarrollado el documentalista chileno Patricio Guzmán. Aunque ha dedicado buena parte de su carrera como cineasta al análisis del presente y el pasado de su país, en sus últimas tres cintas se ha propuesto investigar cómo el paisaje se relaciona con la historia, cómo la geografía puede dar las claves que definen un país entero. La primera entrega, Nostalgia de la luz (2010), mostraba cómo la sociedad vivía de espaldas al desierto de Atacama. Mientras esta zona de la nación se ha convertido en referencia mundial por sus ideales condiciones para el estudio de las estrellas, al mismo tiempo pasan completamente desapercibidas las atrocidades que sucedieron en estos parajes, donde presos políticos fueron asesinados y enterrados, sin que en la actualidad haya interés por parte de las autoridades gubernamentales por recuperar los restos de los fallecidos. Mientras se mira a lo más lejano, a las estrellas, en busca de claves para entender el funcionamiento del universo, se ignora por completo lo más cercano, la tierra que se pisa, como elemento clave para comprender lo más cercano, el país que se habita. La siguiente parte del tríptico, El botón de nácar (2015), aborda otro aspecto fundamental de la geografía chilena: su litoral. El país es el segundo con mayor longitud de costa —83000 kilómetros, solo por detrás de Canadá—, y sin embargo también vive de espaldas a esta. En esta cinta el autor reflexiona sobre cómo el agua puede traer a la superficie la historia de lo que allí aconteció, ya sean las matanzas de los pueblos indígenas durante el siglo XIX o las del régimen de Augusto Pinochet durante el XX.
La tercera película de la serie, La cordillera de los sueños, aborda otra localización geográfica desatendida, los Andes, una parte fundamental del territorio —conforma el 80% de su extensión total— y columna vertebral metafórica y casi literal —por disposición y longitud— de la nación. Nuevamente, Guzmán encuentra conexiones entre el paisaje y la historia, a través de las que es capaz de exponer cómo la inmensa cordillera del cono sur de Latinoamérica puede dar claves para entender el pasado y el presente de su país. En este caso, cómo vivir ajeno a la parte fundamental de tu nación te hace, necesariamente, desconocedor de la esencia de tu cultura, cómo vivir de espaldas al 80% de tu territorio provoca que los chilenos vivan de espaldas a Chile, cómo no hacer uso del sustento metafórico de uno provoca vivir en un estado de carencia vital. ¿Qué es Chile? ¿Qué significa ser chileno? El director apunta al enorme desconocimiento que la sociedad chilena tiene de sí misma, y en este caso el problema no se limita al pasado, sino también al mismo presente que dicha sociedad vive. ¿Acaso los chilenos entienden cómo funciona su país, acaso son conscientes de lo que un gobierno detrás de otro está haciendo con los recursos, la gestión del territorio y de las ciudades, de la propia sociedad?
Quizás el elemento más sorprendente de esta trilogía geográfica es la capacidad del documentalista para establecer conexiones aparentemente imposibles entre conceptos que a priori no parecen guardar relación entre sí. Esta situación quizás sea especialmente notoria en el caso de la última entrega de la trilogía, puesto que ni siquiera Los Andes fueron un lugar destacado de la represión que llevó a cabo la dictadura de Pinochet. El patrón de desarrollo de las tres cintas es similar: con un tempo pausado, desde la reflexión más sosegada, el autor, quien pone la voz en off de la narración, va exponiendo diferentes aspectos de cada caso de estudio, trazando líneas en principio distantes, pero que, con el avance del metraje, empiezan a tender puentes entre sí. El resultado final en los tres casos es un discurso sólido, donde lo poético se mezcla con la recopilación de datos sobre acontecimientos de la dictadura, dando lugar a un discurso que no por imaginativo se pierde en la construcción de paralelismos gratuitos o endebles. En el caso que nos ocupa, el primer tercio de metraje aborda la cordillera en todo su esplendor, con vistas de pájaro que describen la inexplicable desatención de un paisaje espectacular. Entremedias se intercalan declaraciones de artistas, intelectuales y científicos, en un intento de aproximarse mejor a lo que Los Andes significa para el pueblo chileno.
Es en la segunda mitad de la narración donde el tema central de su filmografía, la dictadura militar de Augusto Pinochet, aparece para copar el foco del relato. La poética de unas estampas naturales de ensueño dan paso a la crudeza de la filmación improvisada, a pie de calle, de los actos de represión del gobierno hacia un pueblo unido que peleaba por recuperar la democracia. Es en este punto donde la figura de Pablo Salas, otro documentalista que ha pasado toda su vida filmando lo que sucedía en su país, cobra importancia capital. Casi como si Guzmán le cediera el testigo y pasase a un segundo plano, Salas se convierte en el líder de la narración, exponiendo lo que se vivió en el momento, no solo mediante sus testimonios a cámara, sino también mediante las imágenes que el propio cineasta ha cedido al metraje final de La cordillera de los sueños, donde es posible observar todo aquello que, precisamente, alguien como Patricio Guzmán no pudo filmar, puesto que se exilió junto con su familia por temor a las represalias del régimen fascista. De la misma forma que el autor de La cruz del sur (1991) reivindica a aquellos valientes que se quedaron a pesar de todo, que pusieron su vida en riesgo simplemente por permanecer en su país de origen para dejar constancia de lo que estaba sucediendo, este también coloca, de manera indirecta pero indisimulada, el foco sobre sí mismo, sobre aquellos que decidieron abandonar el país. Aunque tuvieran motivos de sobra para escapar, incluso aunque pareciera lo más coherente en aquel momento, la cinta parece insinuar que, en el fondo, aquellos que optaron por huir en cierta manera quizás también le dieron la espalda a su propio país.
Aunque en el tramo central del metraje se aborde de lleno la dictadura, el filme destaca, en comparación con las otras dos cintas, por una mayor libertad con respecto al pasado. Este mayor desanclaje permite que el cineasta ponga con mayor énfasis la mirada en el presente, lo que le permite abordar temas como el funcionamiento actual de su país.
Aspectos como la asimilación del sistema neoliberal por parte de los gobiernos democráticos, sin importar el color político de sus siglas, redundan en el desconocimiento que el realizador señala por parte de una sociedad que describe como perdida en sí misma —especial mención a la organización de las propias ciudades, un laberinto de estructuras que alienan al ser humano, distanciándolo de sus allegados en un mar de asfalto y cemento que no lleva a ninguna parte. Pero mayor es la denuncia a la gestión del país, de la que tampoco se libra la propia cordillera. La privatización sangrante del neoliberalismo permite que sean empresas extranjeras las que exploten los recursos de la nación, o que la inmensa mayoría del territorio ya no sea de acceso público. Al mismo tiempo, en un aspecto todavía más turbio, el documentalista plantea preguntas tales como el origen, destino y significado de una serie de trenes de mercancías que recorren las cordilleras de noche, de los que apenas se tiene información, o por qué hay zonas de las montañas a las que solo se puede acceder previa solicitud de permiso a las autoridades, o directamente otras zonas donde ni siquiera está permitido acceder. Quizás esta mirada más intensa al presente provoca que la descripción de Chile sea las más pesimista de las tres que elabora Guzmán en su tríptico geográfico, lo que converge en el hecho de que esta vez su grado de implicación personal en el relato sea mayor. No solo el autor se ha cuestionado a sí mismo sobre su decisión de exiliarse, sino que desarrolla, a lo largo de todo el documental, una descripción nostálgica y fragmentada del país que recuerda, el de su infancia y el de los años previos a su huida. En última instancia, el director parece querer apoyarse en la columna vertebral de su patria como una manera de ganar fuerzas frente a su ya desesperanzada visión de la misma, en un intento de reconstruir una Chile que hace tiempo que desapareció, un país que ya solo existe en su mente.