La cordillera
La naturaleza del mal Por Damián Bender
Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas, que son muy otras, sólo pueden ser cumplidas mediante la fuerza
Dentro de los pilares que sostienen la delicada estructura que conforma esa entidad denominada “sociedad”, indudablemente la política se erige como núcleo, como el germen que de una forma u otra consigue que las cosas funcionen. Para bien o para mal, la política está en todas partes, ya que las acciones que tomamos tienen un impacto en nuestra relación con los otros, además de tener implícito un significado ético/moral. De esta manera, nos encontramos con que hay enunciados políticos en las normas escolares, en qué hacemos con los residuos o incluso en el acceso libre a internet. En el cine se habla de una “política de los autores”, y como no podía ser de otra forma, hay autores que hablan de política.
Desde su entrada en escena en 2011 con El estudiante, quedó claro que para Santiago Mitre la política es un tema central y el eje sobre el que gira su corta filmografía. En su ópera prima se exploraba el mundo de la militancia política en las universidades desde los ojos de un hombre de pueblo que se ve fascinado e irremediablemente atraído a ese ecosistema, a ese primer bastión de las luchas por el poder. La combinación de la temática y un estilo narrativo ágil, distanciado de los climas a los que se suele asociar al (ya viejo) Nuevo Cine Argentino, llamaron mucho la atención en el plano local e internacional. Algo parecido sucedería con Paulina (en Argentina La Patota), remake de un filme de Daniel Tinayre en la cual una docente es violada por un grupo de jóvenes de clase baja que atendían a sus clases. En esta versión, Mitre le da un lavado de cara a la historia al remover el misticismo católico de la original y reemplazarlo por el idealismo político en una escuela rural, elección más acorde a nuestros tiempos pero que no trastoca la esencia conservadora/retrógrada de la fuente. Como se puede notar, el carácter abiertamente político de la obra de Mitre abre la puerta a la discusión, al debate político/social y a que los críticos más políticamente comprometidos hagan sus análisis más filosos. Hay una naturaleza “pantanosa” en las temáticas del director y su tercer largometraje, La cordillera, no es la excepción.
I.
El primer detalle a señalar es la escala en la que opera la película. Mitre hace un salto de los estratos más bajos de la actividad política para aterrizar en el más alto: la presidencia de una nación, en este caso, la de Argentina. La premisa ya nos da una idea de esta escala: el presidente Hernán Blanco (interpretado por Ricardo Darín) viaja a una cumbre en la que los estados latinoamericanos ultimarán los detalles para la creación de la Alianza Petrolera del Sur, una unión regional que tiene el fin de fortalecer la posición de la región en el mercado global. La Cordillera es una superproducción para los estándares presupuestarios del cine argentino, y nos lo hace saber rápidamente con el diverso reparto de actores y un apartado técnico muy pulido. El esfuerzo para que el filme se sienta ubicado en tiempo presente es palpable: las primeras escenas se desarrollan en el Congreso de la Nación y no en un set, Blanco vuela en el auténtico avión presidencial. Existe una búsqueda genuina por darle veracidad a la coyuntura, por acentuar la autenticidad de los protocolos y en definitiva, por hacer que el espectador piense la película en relación a la actualidad.
Al ubicarse en el presente, la dupla Mitre-Llinás (los encargados del guión) nos invita sin mucho disimulo a jugar un “¿quién es el presidente?” que para el espectador medio puede resultar algo decepcionante. Esto se debe a que Darín no personifica ni a un proto-Macri ni a una proto-Cristina, sino que le da vida a un personaje con perfil propio. Hernán Blanco es un hombre común, un presidente de clase trabajadora, que empezó de abajo y que busca mantener un perfil bajo, libre de frivolidades o aspiraciones fuera de la política. A diferencia de, por ejemplo, el presidente de Brasil que remite a la distancia a Lula da Silva o la de Chile a Bachelet, en el caso del protagonista la construcción del personaje lo aleja de las dos figuras políticas más importantes del país y nos impide compararlo directamente con alguno de ellos. A Blanco hay que pensarlo en el presente, pero bajo sus propios términos. Términos que como veremos más adelante, se extienden a todo el metraje.
II.
La Cordillera es un film que se cuece a fuego lento. O más bien, que le cuesta tomar vuelo. El establecimiento de la premisa, los principales involucrados en la trama y parte de su desarrollo están envueltos en una suerte de letargo en el cual las acciones todavía no encuentran un peso específico. Es todo preparación, los primeros hilos que comienzan a tejer una red de intereses con la misma sobriedad de los encuadres que registran los sinuosos caminos que llevan al hotel en que se desarrolla la cumbre. Lejos ha quedado el ritmo frenético y la cámara en mano desprolija de El estudiante, en este caso el tratamiento audiovisual respira sobriedad. El trabajo de fotografía es de primer nivel, y cada fotograma resalta el carácter impecable de los escenarios. Hay cierto carácter aséptico en el hotel, en el orden con el que se lleva todo a cabo, generando un contraste claro entre lo pulcro del espacio físico y el carácter espurio de los acontecimientos. Con esa misma sobriedad se trabaja en lo sonoro, en primer lugar con un diseño de sonido que se apega al silencio, a paredes que absorben el ruido como la nieve que los rodea; y una banda musical que mayormente apoyada en suaves melodías de piano no acentúa, sino que acompaña.
Una vez que los entramados se terminan de definir, la cosa cambia. El punto de inflexión está dado por la hija del presidente (papel a cargo de una impecable Dolores Fonzi), que sufre un ataque psicótico a poco de comenzar la cumbre. Como secuela de este ataque, ella sufrirá de mutismo y la solución que se propone para curarla es un giro inesperado para semejante marco. La secuencia resultante de esta situación es brillante e inesperada a la vez, y probablemente sea el momento mejor logrado de la película al escapar de la sobriedad para saltar casi a un plano onírico en el que las imágenes se diluyen y la realidad se ve alterada momentáneamente. Además, esta secuencia cambia la dinámica de la segunda mitad, ya que es la bisagra que abre la puerta hacia el pasado de Blanco y nos permite mirar por la mirilla los secretos que resguarda de la opinión pública. Es que más allá de los intereses de cada país de que participa en la cumbre y de los que agazapados observan desde el norte, más allá de las estratagemas para hacerse del poder, lo que a Mitre le interesa son las sombras, la naturaleza que mueve a las voluntades políticas. Los secretos, las fisuras en la imagen de Blanco son objeto de exploración y desde este punto la obra recupera frescura para capturar el interés hasta el final.
III.
Cuando esta película se estrenó en Cannes (en la sección Un Certain Regard), el póster (o cartel, o flyer, o como quieran decirle) rezaba en letras grandes “El mal existe”, atravesando la figura de Darín. Esta frase me intrigaba, más por desconcierto que por otra cosa, pero finalmente al ver el audiovisual las cosas se aclararon. No tanto por descubrir de dónde salió esa frase (proviene de una línea de diálogo) sino por el hecho de entender cuál era el punto del póster y en definitiva, el punto mismo del cine de Santiago Mitre: el mal como parte inherente de la praxis política.
Al igual que en su debut, nos encontramos ante una película que evita las asociaciones partidarias, esquiva las discusiones de ideas o los planteamientos de índole ético. El mundo de los políticos no va de eso. La política es una carrera por el poder en la que el fin último y los medios para alcanzarlo pueden ser totalmente incompatibles, y en la que ese fin último puede ser solamente una excusa, un velo para engañar a una masa de seguidores. Ahí yace la razón de que las charlas entre los presidentes parezcan sacadas de un film de gángsters, de las reuniones secretas y los acuerdos a las espaldas de los otros jugadores. La política es como un juego de poker que nunca se sabe si está amañado, en el cual los ideales son moldeables y en algunos casos prácticamente inexistentes. Lo importante es cómo sobrellevar este contrato con lo “malvado” para no flaquear emocionalmente y perder la partida. Al fin y al cabo, seguir los medios correctos para alcanzar una meta es una tarea para las maestras rurales, como se mostraba en Paulina.
“Ninguna ética del mundo puede eludir el hecho de que para conseguir fines “buenos” hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad, e incluso la probabilidad, de consecuencias laterales moralmente malas.”
En definitiva, el ejercicio de Mitre en su tercer largometraje mantiene la esencia temática pero se siente irregular en la ejecución. La sobriedad técnica y estética van de la mano con el marco que se busca generar, pero el ritmo apesadumbrado con el que se desarrollan las acciones puede desconectar al espectador en ocasiones. A pesar de ello, hay momentos brillantes que impulsan el barco y realzan el resultado final de una obra sinuosa a la vez que interesante. Probablemente su mayor fuerte sea su talón de Aquiles, ya que como se puede notar, la forma en que se piensa el claustro de la política es muy estimulante. El problema está en que tiene más argumentos en el papel que en el proyector.
El mal existe, dice Blanco. Cómo lidiar con él… Cosa de cada uno.