La costa de los mosquitos

Utopía en vena Por Enrique Campos

Si no eres Werner Herzog o Coppola ni llevas en la mochila bombas de relojería marca Kinski o Brando, entonces puede que un rodaje en la selva no sea del todo una mala idea. Puede que nadie salga herido. Puede, incluso, que alguien termine ganando algo de dinero o, como mínimo, que el asunto no derive en bancarrota general. Ser un fracaso nivel Waterworld (Kevin Reynolds, 1995) y no una debacle de proporciones ciminescas. Porque, recordemos: esto es la jungla. La jungla de Belice.

Hasta allí, hasta ese país centroamericano que sabemos que existe, que «está», porque los mapas así lo dictaminan, se propuso marchar Peter Weir con la estrella más rutilante del momento, el mismísimo Han Solo/Indiana Jones, una partenaire discreta pero efectiva como un mecanismo de relojería, la nunca suficientemente ponderada Helen Mirren, y un par de ídolos adolescentes que, por cierto, terminaron retozando entre los plataneros. Inevitable esto último. El hombre blanco no tiene mucho que hacer en la frondosa flora selvática, aunque de esto hablaremos más adelante. Todavía estamos en las vísperas; habiendo, eso sí, decidido que el protagonista de La costa de los mosquitos sería Harrison Ford y no Jack Nicholson. A Nicholson se le puede empujar a un laberinto nevado, pero… ¿la selva? Mejor Ford, que no es el humilde Iniesta, pero sabría fajarse con dípteros de cinco centímetros y otras criaturas de la noche. Al fin y al cabo, George Lucas puso a varios ejércitos intergalácticos tras sus pasos y Spielberg le hizo correr delante de una piedra de diez toneladas. El hombre hecho y derecho que Weir necesitaba. Dicen, además, que es esta y no otra la película favorita del marido de Calista Flockhart. Algo tendrá el agua cuando la bendicen.

Partimos hacia Belice, que hay tarea por delante. No subiremos un ferry del Mississippi colina arriba pero habrá que construir un poblado, una máquina del tamaño de un hangar para fabricar hielo de la nada y habrá que informar a las autoridades locales de que nos hemos topado con unas ruinas mayas milenarias. Lo normal. Weir venía curado de espanto. Pasó «un año viviendo peligrosamente» en Filipinas recreando el éxodo camboyano propiciado por Pol Pot y sus chicos. Esto no es nada. Un best-seller bajo el brazo, el guionista de Toro Salvaje (Raging Bull, Martin Scorsese, 1980) cubriéndote las espaldas. ¿Qué puede fallar? Luces, tormenta tropical, cámara y… ¡acción!

Como buen enamorado de Eisenstein, Weir comprendió desde bien temprano el poder del cine para transmitir mensajes. Que en el cine la pluma es la tijera, y que el mensaje sólo llegará al destinatario si se siguen unas ciertas pautas. El ritmo es la clave y el montaje es el único padre del ritmo. Trabajo para los tres actos de rigor, cortados a cuchillo, y la locomotora Harrison Ford. Su porte, su aura de aventurero (con o sin látigo en ristre), duro pero vulnerable, era algo que llevaba de serie, pero Ford es tan solvente o incluso más como el ciudadano modelo de rectos principios, siempre a dos contratiempos de la cólera. Y eso, la aventura y los principios, es lo que cimenta La costa de los mosquitos.

La costa de los mosquitos Harrison Ford

Adiós al sueño (norte) americano

Esta es la historia de un excéntrico, un soñador, un extremista si se quiere. Pero soñadores hay muchos. Algunos apenas salen a la calle. Aquí entra en juego la épica. Un idealista de andar por casa tiene poco recorrido; un idealista que arranca a su propia familia del lecho de rosas de los Estados Unidos para arrastrarla hacia su propio corazón de las tinieblas, esto son palabras mayores. Si uno no es del todo incompetente, las casi 400 páginas de la novela de Paul Theroux son un lienzo lo suficientemente amplio para desarrollar la huida hacia adelante de este Allie Fox y, en paralelo, la brecha que se abre entre él y sus hijos, y su mujer. Y el mundo. Weir no tenía 400 páginas, tenía apenas dos horas. Hay que hilar fino para que el tránsito del cabreo/inconformismo vital, hacia la obsesión, hasta rozar la locura con los dedos, no sea el histrión absurdo al que Hollywood nos tiene acostumbrados. Hay que insistir: ritmo, precisión y las dos caras de Harrison Ford.

¿Recuerdan ustedes cuando sus bienintencionados progenitores les camuflaban la cucharada de papilla en una avioneta con forma de cuchara pero que sonaba como una avioneta? Es un truco más efectivo, si cabe, en el cine que en la mesa. Weir nos da emociones fuertes, nos da tragedia, desastres naturales y desastres humanos. Querremos saber hasta dónde está dispuesto a llegar Allie Fox para cristalizar su utopía. Weir nos da, en definitiva, la cuchara-avioneta. Dentro de la cuchara están las vitaminas, las proteínas y los minerales. Lo que el cuerpo necesita.

Las costa de los mosquitos 2

¿Y qué es lo que el cuerpo necesita de La costa de los mosquitos? Una parábola que no sólo no envejece sino que, visto el panorama, entronca muy mucho con nuestros días. Allie reniega del consumismo. Intenta practicar la autosuficiencia dentro de los muros del Imperio, y es imposible. Concluye que su sitio está en regiones más primitivas, sin productos japoneses que te saquen de un apuro. «En la jungla sería Dios», debe de pensar. Y no le falta razón. Entre indígenas, un hombre blanco de metro noventa capaz de fabricar hielo supera con creces las habilidades del chamán de la tribu. Aunque la deducción de Allie está coja. El ansia materialista no ha alcanzado a sus futuros vecinos pero hay otro virus que ya les ha sido inoculado y que ningún truco de prestidigitador puede vencer: la religión. La tribu ya tiene nuevo jefe, uno que usa alzacuellos. El odio y la envidia (y la guerrilla) hacen el resto. El padre amante y amado muta en monstruo implacable ante la bancada. Para Allie, como para el Chris McCandless de Hacia rutas salvajes (Into the Wild, Sean Penn, 2007), no hay marcha atrás. La moraleja es doble: la jungla no es un estado mental, y el orgullo mata.

Así que, antes de vender el coche, la casa y el plasma en pos de la comunión con la naturaleza, escucha a Peter Weir. Seguro que obra un ligero cambio de planes.

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