La distopía política
Gramáticas de la voluntad del poder Por Diego Salgado
When a dystopian vision fails, it fails because it misunderstands the nature of the contemporary state
I. La política de lo distópico, la distopía política
“Once upon a time, in the recent future…”
El cuento de la doncella (The Handmaid’s Tale. Volker Schlöndorff, 1990)
Toda ficción es política. Las estrategias formales con que se respalda, violenta o ignora el relato moral imperante en una época adquieren, se pretenda o no, un sesgo ideológico.
Toda ciencia ficción es política. Proyectar, especular, imaginar, a partir de un determinado presente, supone gestionar el imaginario que hace aprehensible ese presente, de cara a fraguar otra configuración de sus normas gramaticales; discursivas.
Por tanto, las puestas en escena del ayer, del mañana, de lo alternativo –de la utopía o la distopía– son fiestas de disfraces. A las que se atreve a asistir quien es consciente del uniforme que le ha asignado en el hoy el sistema dominante; quien aspira a que en el ámbito de la mascarada, las chanzas y el baile, sus prendas delaten los tonos luminosos o tétricos que velan los consensos regentes en su tiempo.
¿Cuándo una ficción es abiertamente política? Cuando no le basta con conjugar la gramática normativa del presente en tiempos pasados, alternativos o futuros, con el fin de delatar sus servidumbres. Cuando se cuela entre bambalinas para examinar y reinterpretar con propósitos críticos la gramática estructural, a las entidades organizadas tras la normativa.
Al mandatario italiano Giulio Andreotti le gustaba decir que “el poder es solamente facilidad de expresión”. La distopía evidencia las consecuencias últimas de esa facilidad de expresión política. Pero, al ser también un medio expresivo, la distopía no está libre de verse afectada, como hemos explicado, por los regímenes estructurales en que cimenta y hacia los que dirige sus dardos. Una distopía política puede estar revelando el miedo al Otro. O al Yo. O puede descubrirnos y descubrirse que la política es el esbirro de otro orden de las cosas.
1984
II. La distopía es el otro.
“But if thought corrupts languaje, language can also corrupt tought”
(1984)
Tan pronto como en 1924, dos películas ejemplifican los objetivos de la distopía política, el carácter acusador y admonitorio del género; pero, también, sus debilidades, su dependencia y hasta complicidad con una expresión del poder desde la que se arremete contra otras. Aelita (Yakov Protazanov, 1924), film de ciencia ficción pionero, retrata un planeta Marte sumido en una atmósfera social muy similar a la auspiciada por la Nueva Política Económica que adoptase en 1921 la Unión Soviética revolucionaria para revitalizar el país tras los estragos de la Primera Guerra Mundial. La ortodoxia comunista –empezando por Lenin, que había fallecido pocos meses antes del estreno en la URSS de la película– no estaba contenta con ese giro económico, forzado por las circunstancias, y Aelita suscribe ese desacuerdo pintando Marte como un estado totalitario, marcado por las desigualdades sociales, y abandonado al hedonismo feminista, burgués y constructivista.
Aquí se produce ya una alteración respecto a la novela escrita en 1923 por Alekséi N. Tolstói en que se basa Aelita, que admitía en el Marte descrito algo de utópico. La paradoja es que el desenlace de la película de Yakov Protazanov, en el que, no podía ser de otra manera, la revolución se lleva por delante al dictador Tuskub, tampoco entusiasmó a las autoridades; Aelita se atrevía a insinuar que en toda revolución anida el peligro de sustituir una distopía por otra, que siempre debía estarse alerta –argumento sempiterno, como constatan On the Silver Globe (Na srebrnym globie, Andrei Zulawski, 1988) o Tierra de sangre (Land of the Blind. Robert Edwards, 2006)–. Y eso era demasiado para una URSS abocada a los Planes Quinquenales y un Partido Comunista abocado a Stalin. El escenario ambiguo de Tolstói pasaba a ser distopía política de manual en Protazanov; La utopía en el horizonte, nos decía este, también podía arrojar sombras de distopía; y el poder soviético concluía que Aelita era una distopía artística.
Aelita
En el país opuesto a la Unión Soviética, Estados Unidos, veía la luz el mismo año toda una curiosidad, El último varón sobre la Tierra (The Last Man on Earth, John G. Blystone, 1924), síntoma de la histeria reaccionaria provocada en aquel país por el empoderamiento femenino consecuencia indirecta de la Primera Guerra Mundial y la concesión del voto a las mujeres en 1919. La comedia de Blystone –en la que, tras una plaga, un apuesto campesino es el único varón adulto en disposición de fertilizar a las mujeres del planeta– es un artefacto extraño: a medias misógino y a medias feminista, a medias utopía (para el varón heterosexual medio) y a medias distopía (las mujeres rigen el país, y con modos férreos), lo que denota las ansiedades, limitaciones y contradicciones que rodean en cualquier ámbito sociopolítico los intentos por hablar del Otro.
Sucede lo mismo en el caso de La vida futura (Things to Come. William Cameron Menzies, 1936), escrita por H.G. Wells a partir de su propia obra literaria. La vida futura anticipa muchas de las catástrofes que sacudieron el siglo XX, pero, para Wells, la solución residiría en una tecnocracia utópica de benévolos rasgos dictatoriales, que ya en la época muchos interpretaron en términos distópicos, y que el programático Holocausto judío haría inviable en términos representativos: la razón no ha vuelto a tener una oportunidad en el ámbito de las utopías, y ha sido el rostro de casi todas las distopías.
Podría ser además el motivo de que la novela de Aldoux Huxley Un mundo feliz (1932), ejemplo supremo de utopía falsa, basada en la tecnología y, a la vez, en el derecho inalienable a la felicidad del individuo, no haya tenido adaptaciones de relieve al audiovisual: demasiado sutil como para trasladarla a la gran pantalla sin que el espectador contemporáneo se haga un lío ideológico. La novela de George Orwell 1984 (1948) ha sido siempre más susceptible de manipular, como ocurriría en su primera versión cinematográfica, 1984 (Michael Anderson, 1956), ejercicio propagandístico propio de la Guerra Fría que se asemeja en demasiados momentos a un episodio de Star Trek (1966-69); o en It Happened Here (Kevin Brownlow y Andrew Mollo, 1964), muy influida por el imaginario orwelliano a la hora de plantear, con tintes por otra parte pseudo-documentales, una ucronía sobre la conquista de Gran Bretaña por los nazis con especial hincapié en el colaboracionismo del ciudadano de a pie.
El papel de la supuesta víctima en las distopías políticas y, por extensión, el cuestionamiento de la moral del espectador, es analizado también por una de las películas más extrañas de una industria, la española, abonada por precariedad a la rareza: Liberxina 90 (Carlos Durán, 1970), en la que un grupo revolucionario pretende diseminar en el aire una toxina que libere a la humanidad de la represión. Pero, ¿hasta qué punto es creíble un nuevo estado, idealista, de las cosas, cimentado sobre un estado de la mente inducido artificialmente, que obvie una reflexión rigurosa sobre las condiciones materiales de la existencia? Bajo su fachada hoy considerada kitsch, Zardoz (íd. John Boorman, 1974) brinda una respuesta: no es creíble en absoluto. La película de Boorman, rica en claves de filiación marxista, se ambienta en un futuro distante, en el que el pensamiento puro se ha aburrido de sí mismo y ha devenido estéril; como consecuencia, será devorado por lo que Orwell llamó los proles y Boorman tilda de los brutales/exterminadores, que traen consigo una utopía antitecnológica, primitivista.
Zardoz
Nos encontramos ya en los años 70. La irrespirable atmósfera sociopolítica de la época proyecta la distopía en todas direcciones, confundiéndose en el seno de unas y otras y entre ellas sus objetivos. Véanse, las que atañen a los movimientos por la liberación de la mujer. Una película como Edicto siglo XXI – Prohibido tener hijos (Z.P.G. Michael Campus, 1972), representa un futuro cercano en el que la polución y la superpoblación –dos de las obsesiones del momento– han acabado con la ecología terrestre, por lo que la población es obligada a mantener bajo mínimos sus deseos de tener hijos; la odisea de Russ (Oliver Reed) y Carol (Geraldine Chaplin) por tener el suyo a toda costa deviene apología de la familia tradicional, mientras que las mujeres que osan no quedarse embarazadas caen en la neurosis histérica. Años después, Edicto siglo XXI – Prohibido tener hijos tendría una respuesta contundente en El cuento de la doncella, mucho más atenta a lo que acarrearía para la mujer el hecho de convertirse en depositaria forzada del futuro de la humanidad; y una prórroga políticamente correcta en Hijos de los hombres (Children of Men. Alfonso Cuarón, 2006). Antes, Las mujeres de Stepford (The Stepford Wives. Bryan Forbes, 1975), la historia de una mujer de los años setenta atrapada en una comunidad supuestamente idílica anclada en los cincuenta, había dado con humor negro en la diana de algunos de los fantasmas que recorrían la época.
Otro de los tales fantasmas es el de la mala conciencia por la intromisión de Occidente durante la segunda mitad del siglo XX en la evolución política de los países en desarrollo: Perros de presa (Sleeping Dogs. Roger Donaldson, 1977), refleja en primera instancia la inquietud contemporánea de los neozelandeses ante el gobierno conservador entre 1975 y 1984 de Robert Muldoon; pero lo gráfico de su descripción de un estado represor que aplastaba una insurgencia revolucionaria la convirtió en testimonio crítico de ficción ante hechos como los que acontecían por entonces en Camboya o Argentina. Más explícita en este aspecto fue El tiempo del lobo (Le temps du loup. Michael Haneke), que reproducía en un escenario civilizado la década de guerras en el ámbito de la antigua Yugoslavia que el europeo medio lamentó mientras cenaba frente a la televisión.
Los atentados del 11-S incrementan en el ámbito de la distopía política una sensación que, por otra parte, como veremos en el siguiente apartado, había estado presente siempre en el subgénero y las milenaristas Matrix (The Matrix. Larry y Andy Wachowski, 1999) y El club de la lucha (Fight Club. David Fincher, 1999) vendrían a institucionalizar: la de que la distopía no hace falta ficcionarla porque es nuestro mundo, atrapado tras la caída de las Torres Gemelas en una burbuja suicida de miedo, crecimiento material y virtual descontrolado, e impotencia de cualesquiera valores ideológicos. Recuérdense Minority Report (íd. Steven Spielberg, 2002), obsesionada con la relación antagónica entre la omnivigilancia, la mirada, y las libertades individuales; V de Vendetta (V from Vendetta. James McTeigue, 2005), que trasvasa la Gran Bretaña thatcherista del cómic en que se inspira a los Estados Unidos enfangados en la Guerra contra el Terror, amén de pronosticar los movimientos sociales de principios de esta década; Watchmen (íd. Zack Snyder), basada asimismo en un cómic de Moore, que sabe transmitir el cambio de espíritu desde una distopía con la Guerra Fría y el post-pop como referentes a otra con el 11-S y el post-cine; Nunca me abandones (Never Let Me Go. Mark Romanek, 2010), o el ser humano vencido como tal y cosificado para sobrevir, en palabras de Günther Anders, al juicio de la técnica; o Zenith (Vladan Nikolic, 2010), sobre una sociedad aún más estúpidamente feliz que la nuestra, y en la que para sentir algún dolor hay que drogarse. Aunque la película más reveladora en este sentido sea Southland Tales (Richard Kelly, 2006), que es complicado determinar si se ambienta en una realidad alternativa a la nuestra, o en la nuestra sumida en el shock, transformada en una parodia de sí misma.
El club de la lucha
III. Días del futuro presente: el peor de los mundos posibles
“The horror of a dystopian future is that most inhabitants won’t realize it’s a dystopian future”
(Aldoux Huxley)
Puede que la distopía más lúcida, la menos necesitada por tanto de codificaciones representativas que, como hemos visto, camuflan, trabucan, pueden dislocar el objetivo de sus dardos, es la que se limita a reflejar que cualquier orden sociopolítico, incluyendo los actuales, no es que sea susceptible de reinterpretarse como distopía, sino que lo es de facto; que la imagen en sí de un orden amparado, siempre y en todo lugar, sin pestañear, por una inmensa mayoría de personas normales, demasiado normales, está infestada de anomalías que distorsionan los consensos sobre una representación realista. Hace falta exagerar muy poco sus rasgos para evidenciarlo, aunque la alienación de muchos, como se exclama en El proceso (Le procès. Orson Welles, 1959), provoca que “gracias a su estupidez sean capaces de sentirse seguros”.
La crisis de la modernidad, de la confianza en los ideales de la emancipación y el progreso, de la creencia en un púlpito intachable desde el que juzgar al Otro, anunciada desde el final de la Primera Guerra Mundial, despliega todos sus efectos en el malestar de una sociedad desarrollista de masas atenazada por el pánico nuclear –finales de los años cincuenta y principios de los sesenta–, por lo que es ese momento el que marca el auge de la distopía cargada de política y distinguible a duras penas del presente. A El proceso, a ese insatisfecho Joseph K. (Anthony Perkins) que no comprende que la acusación que pende sobre su disidencia ya incluye la ejecución de la sentencia; o a La jetée (Chris Marker, 1962), ubicada tras el final de una Tercera Guerra Mundial cuyos efectos fuerzan al protagonista a remitirse al ayer, podría oponerse La hora final (On the Beach. Stanley Kramer, 1959); en apariencia, ficción post-apocalíptica sobre una Australia que sucumbirá en meses a los efectos de una guerra atómica que ya ha devastado el resto del planeta, en la práctica un retrato de un Occidente pudiente, pero muy consciente de que puede tener las horas contadas. El momento de la película de Kramer en que se descubre que una misteriosa y longeva señal de morse susceptible de despertar esperanza sobre un posible futuro para la humanidad la causa un botellín de Coca-Cola, operador de mensajes sin sentido que acabará por no escuchar nadie, continúa siendo uno de los comentarios visuales más poderosos del género.
La hora final
Será Stanley Kubrick quien relativice el dramatismo de la situación en Teléfono rojo ¿Volamos hacia Moscú? (Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb. 1964) y La naranja mecánica (The Clockwork Orange. 1971). Ambas, sátiras inclementes sobre la articulación de la estupidez colectiva en forma de regímenes sociopolíticos, ambas empeñadas también en subrayar que, como se escucha en la segunda, “cuando un ser humano no puede escoger, deja de ser un ser humano”. Tenga ello el precio que tenga. Teléfono rojo ¿Volamos hacia Moscú? es tan minuciosa en su ambientación que cuando Ronald Reagan fue elegido presidente de los Estados Unidos en 1981 se sorprendió al descubrir que no existía nada parecido a la “war room” en que transcurre gran parte de la película de Kubrick. Es cuando menos curioso, teniendo en cuenta que se trata de un escenario expresionista que subraya entre asepsia y claroscuros la enajenación de los líderes militares y políticos estadounidenses a la hora de afrontar una crisis nuclear. La credulidad de Reagan –en sí mismo un personaje– en un escenario donde tiene lugar una pesadilla, es un síntoma de que ya se estimaba posible que sucediese cualquier cosa… y no en el ámbito de la ficción. En cuanto a La naranja mecánica, una de las películas más elusivas de la historia del cine en justa correspondencia con la creciente confusión ética que caracterizaba la esfera pública, es también una de las más valientes, al considerar preferible un (mal) buen salvaje librado a sus instintos, que un ciudadano cuyos deseos primarios han sido reprogramados en nombre de la tranquilidad y el provecho del Estado.
La ambigüedad de La naranja mecánica, en la que tiene mucho que ver su tratamiento de la violencia gráfica en sintonía con la reflexión de su protagonista, Alex (Malcolm McDowell), acerca de que “es curioso que los colores del mundo real solo parezcan verdaderos cuando los vemos en una pantalla”, es el prólogo a la plasmación de realidades distópicas que –en una época en que la imagen empieza a ser cómplice de la alienación colectiva, en la que pretendiendo lo contrario es más política que nunca debido a su omnipresencia– empiezan a depender más que nunca del tira y afloja entre lo que se muestra y lo que no, entre lo que ponemos a disposición de la mirada coercitiva propia y ajena y lo que adscribimos a lo inefable. La última ola (The Last Wave. Peter Weir, 1977) testimonia la incapacidad contemporánea para concretar un imaginario simbólico capaz de brindarnos un sentido y un futuro. El show de Truman (The Truman Show. Peter Weir, 1998) testimonia que ya no existe otra realidad que la mediática, ante la que solo cabe participar como espectador interactivo en apariencia o desaparecer. En Videodrome (íd. David Cronenberg, 1983), el mundo tangible ha pasado a ser el intangible y se advierte de que la fusión con la tecnología audiovisual hará de nosotros otra especie. Y Dark City (íd. Alex Proyas, 1998), distopía dentro de una distopía, revela en su manierismo alejado de cualquier intención crítica mucho más de lo que cabía esperar: los protagonistas están atrapados en un universo posmoderno, líquido y referencial en beneficio de otros.
Quizás la producción más radical en este y otros aspectos sea Aeon Flux (1991), serie animada de Peter Chung para la MTV. En propias palabras de uno de sus personajes principales, Trevor Goodchild, Aeon Flux es una visión desde mil años de distancia en el futuro de nuestro presente, convertido por ello en la serie en un tiempo casi irreconocible y arquetípico. La serie enfrenta, en un relato que niega su progresión como tal, Trevor –líder de Bregna, una república tecnocrática que proclama que “solo una sociedad abierta [a la videovigilancia] puede ser una sociedad justa”– y Aeon Flux, agente de un estado libertario llamado Monica. La lucha entre ambos gana peso ideológico cuando queda claro, como se explicita al comienzo de la serie, que es el acto de ver el que genera una responsabilidad ante un evento.
Aeon Flux
Con estrategias muy diferentes, es lo mismo que apuntan Al oeste de los raíles (Tiexi qu, Wan Bing, 2003), hipnótica inmersión documental de nueve horas en una China sujeta en los últimos años a una violenta reconversión industrial y sociopolítica, que se las apaña para hacer del hoy un estado alterado de la mente y, a la vez, para formular preguntas insoslayables sobre sus bastidores; Idiocracia (Idiocracy. Mike Judge, 2006), o la América del siglo XXI solo que sin filtros, una representación metafórica de nuestra cultura a tope de revoluciones; o The Ugly Swans (Gadkie lebedi. Konstantin Lopushanskiy, 2006), que, como tanta ciencia ficción escrita y filmada en el Este, confronta lo habitual con una zona recóndita –en la que, en este caso, habita literalmente la promesa de otro futuro– cuyas características proyectan una luz despiadada sobre nosotros.
En tiempos recientes, frente a distopías presentistas tan toscas como Hijos de los hombres, Elysium (Neill Blomkamp, 2013) o Snowpiercer (Bong Joon-ho, 2013), válidas menos como denuncias de un statu quo que como síntomas de cierta incuria intelectual –cuando no complicidad involuntaria– a la hora de fabular sobre el mismo, si ha habido películas políticas sobre el hoy desde el hoy que merecen considerarse, son las basadas en escritos del escritor estadounidense Cormac McCarthy. “Dios no existe y nosotros somos sus profetas”, se dice en La carretera (The Road. John Hillcoat, 2009). Y esa contradicción, entre la ausencia de referentes simbólicos verosímiles, y el ruido y la furia con que nos empeñamos en ocultar, soslayar o enfatizar el hecho, se ha traducido, en el título citado y en No es país para viejos (No Country for Old Men. Joel y Ethan Coen, 2007) y El consejero (The Counselor. Ridley Scott, 2013), en la evocación de un lugar y un tiempo espectrales, los nuestros, en los que ya se ha desencadenado el apocalipsis, pero eso no ha sido suficiente: en la atmósfera se presiente la inminencia de algo todavía peor…
El consejero
IV. La seducción del mundo: distopías económicas
“Let us be thankful we have commerce. Buy more. Buy more now. Buy. And be happy”
(THX 1138)
A la hora de escribir estas líneas, es público y notorio que el Tratado de Libre Comercio que negocian desde hace un tiempo en Bruselas la Unión Europea y Estados Unidos, pretende modificar numerosos marcos legales en desdoro de los derechos ciudadanos y en beneficio de empresas transnacionales. Ya no se trataría de que los miles de lobbistas que presionan en la sede administrativa de la Unión Europea para que un 75% de la normativa comunitaria albergue disposiciones favorables a intereses corporativos, dispongan de más rendijas para hacerlo. Sino de que las multinacionales escapen al control de las autoridades políticas; de anular en la práctica el derecho a regular de los Estados, minados en buena medida previamente por la cesión de la soberanía en la gestión de servicios públicos.
La conversión progresiva del poder político en brazo legislativo del económico; la posibilidad real de una distopía basada en la consideración del mundo en términos de objetos y servicios, consumidores y usuarios, bienes tangibles e intangibles; la evidencia de que la democracia representativa ha sido una farsa tras la que se ha parapetado una elite político-económica que obra a su antojo, han sido de unos años a esta parte premisas destacadas de la ciencia ficción cinematográfica. Aunque películas como El atlas de las nubes (Cloud Atlas. Lana y Andy Wachowski, 2012) han acertado a formular que lo político y lo económico no son sino manifestaciones equiparables de una voluntad atemporal de poder, y aunque la plasmación del conflicto entre ambos imperialismos podría remontarnos hasta El tiempo en sus manos (The Time Machine. George Pal, 1960) –nada para reflejar el paso del tiempo como la sucesión de las modas en el escaparate de un comercio–, El hombre vestido de blanco (The Man in the White Suit. Alexander Mackendrick, 1951) –el altruismo científico frente a los intereses industriales– o Metrópolis (Metropolis. Fritz Lang, 1927) –los efectos ambivalentes de las tecnologías productivas en la cultura de la modernidad–, la eclosión de la distopía económica como subgénero puede encuadrarse en el marco de la Contracultura.
El hombre vestido de blanco
Películas como Privilegio (Privilege. Peter Watkins, 1967), 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey. Stanley Kubrick, 1968), THX 1138 (George Lucas, 1971), Cuando el destino nos alcance (Soylent Green. Richard Fleischer, 1973) y Rollerball (íd. Norman Jewison, 1975) esbozan este nuevo paradigma, aunque de manera esquemática, al plasmar una sociedad avasallada sin gran disimulo por un capitalismo corporativo descontrolado. Salvo por producciones tan visionarias como Ice (Robert Kramer, 1970) –distopía en la que México sustituye a Vietnam como enemigo de unos Estados Unidos en guerra consigo mismos, y en la que puede leerse “la humanidad no será feliz hasta que el último burócrata se ahogue en la sangre del último capitalista”– o El mundo conectado (Welt am Draht. R.W. Fassbinder, 1973), será con el tiempo que guionistas y realizadores irán arribando a la idea de que la distopía económico/corporativa supone una colonización del lenguaje, de las formas, y, por tanto, de la mente –Origen (Inception. Christopher Nolan, 2010)– que nos acaba llevando con naturalidad a pensar en nosotros mismos como “productos con conciencia” –RoboCop (íd. José Padilha, 2014–; una colonización que, por tanto, no precisa de corporaciones monolíticas –Blade Runner (íd. Ridley Scott, 1982) como ejemplo paradigmático– sino de un ejercicio del poder inaprensible, amorfo, gentil, pero omnipresente bajo el interesado caos comunicativo y estructural que caracteriza a las sociedades contemporáneas –véase Branded (Jamie Bradshaw y Aleksandr Dulerayn, 2012)–.
Como certificaron La naranja mecánica (A Clockwork Orange. Stanley Kubrick, 1971), 1984 (Nineteen Eighty-Four. Michael Radford, 1984) y Brazil (íd. Terry Gilliam, 1985) –dando muestra nuevamente de que la distopía en un contexto político no siempre sigue el rumbo diseñado por el autor–, el contrato social del bienestar firmado por Occidente tras la Segunda Guerra Mundial se había estancado, zaherido por la crisis energética de los años setenta y el advenimiento de economías más expeditivas, como la japonesa. Los remedios paliativos del liberalismo económico asociado a Ronald Reagan y Margaret Thatcher dieron alas a la distopía corporativa: En Alien, el octavo pasajero (Alien. Ridley Scott, 1979), La cosa (The Thing. John Carpenter, 1982) y Están vivos (They Live. John Carpenter, 1988), el ser humano empieza a desvelarse un organismo poco competitivo, la nueva economía requiere de sujetos más maleables. Algo que, de manera mucho menos alegórica, directa hasta lo brutal, reflejan Atmósfera Cero (Outland. Peter Hyams, 1981), Blade Runner, Terminator (The Terminator. James Cameron, 1984), RoboCop (íd. Paul Verhoeven, 1987) y sus secuelas o La mosca II (The Fly II. Chris Walas, 1989), títulos todos ellos en los que lo corporativo no dicta el rumbo del individuo aprovechando sucesos exógenos, sino mediante la imposición sin máscaras de sus propias normas, despiadadas hasta el extremo de llegar a ser en ocasiones destructivas para el mismo sistema, amén de para sus víctimas.
Como ya se ha apuntado, a lo largo de la década de los noventa y el entresiglos las representaciones de distopías económicas pasan a ser menos agresivas en apariencia para con los personajes rebeldes a ellas; sujetos, al cabo, cada vez más líquidos, mutables y mudables, en virtud de la corrección política, el creciente esplendor material, el fin de la historia y el último hombre enunciado por Francis Fukuyama. La distopía de este tipo adquiere rasgos paródicos, como en Demolition Man (íd. Marco Bambrilla, 1993) –en cuyo futuro, tras una guerra de franquicias los habitantes solo pueden recurrir a una cadena de comida rápida– o El quinto elemento (The Fifth Element. Luc Besson, 1997). O tienden a centrarse en la manipulación de la mente del individuo, en una confusión creciente de la identidad que tiene mucho que ver con la irrupción de lo virtual y la virtualidad de la economía: Johnny Mnemonic (íd. Robert Longo, 1995), Cypher (íd. Vincenzo Natali, 2002), Metropia (Tarik Saleh, 2009), Desafío total (Total Recall. Len Wiseman, 2012) –afortunado remake del título homónimo dirigido en 1990 por Paul Verhoeven, que subraya el concepto de realidades configuradas billetera en mano–.
Con excepciones como Demonlover (íd. Olivier Assayas, 2002), The Girl from Monday (Hal Hartley, 2005), la franquicia Resident Evil (2002-2016) y distopías corporativas admonitorias realizadas en tiempos últimos en el seno de economías emergentes –la citada Branded, de nacionalidad rusa, o la producción china All Tomorrow’s Parties (Mingri tianya. Nelson Yu Lik-wai, 2003)–, hay que esperar a la recesión económica en la que aún nos hallamos sumidos, a la vislumbre en el horizonte de soluciones tan inquietantes como el tratado de libre comercio con que abríamos este apartado, para que la distopía económica vuelva a estar marcada por una agresividad casi naif, insólita desde luego si nos atenemos al ámbito del cine comercial.
Así, en Moon (íd. Duncan Jones, 2009), el único empleado de una industria de combustibles asentada en la Luna descubre por accidente su verdadera naturaleza en tanto ser vivo, idónea para los intereses de la empresa. En Daybreakers (íd. Peter y Michael Spierig, 2009), los vampiros han conquistado la Tierra y gestionan empresarialmente nuestra sangre. Carré Blanc (Jean-Baptiste Léonetti, 2011) eleva la distopía económica a rango de distopía de estado, un estado de tintes corporativos en el que el canibalismo y la pedofilia se cuentan entre las manifestaciones llevadas hasta sus últimas consecuencias del adagio de Hobbes “el hombre es un lobo para el hombre”. En In Time (íd. Andrew Niccol, 2011), Elysium, La noche de las bestias (The Purge. James DeMonaco, 2013) y su continuación y La fortaleza (Brick Mansions. Camille Delamarre, 2014) hace acto de aparición la guerra de clases. Y La isla (The Island. Michael Bay, 2005), Repo! The Genetic Opera (Darren Lynn Bousman, 2008) y Repo Men (íd. Miguel Sapochnik, 2010), coinciden en su idea de distopías en las que la iniciativa privada puede proporcionar órganos humanos a quien puede pagarlos, es decir, disponer de la vida y la muerte dinero mediante.
El caso de La isla es interesante en particular, porque es una película pre-crisis, y a la que se acusó en el momento de su estreno de plagiar el argumento de The Clonus Horror (Robert S. Fiveson, 1979). Sin embargo, ambos aspectos juegan a su favor. Es cierto que las realizaciones de Fiveson y Bay comparten el escenario de clones creados con el único fin de que sus órganos sirvan como piezas de repuesto a las clases altas de la sociedad; pero lo relevante es cómo estas son las instancias políticas en The Clonus Horror, mientras que, en La isla, la autoridad política brilla por su ausencia y una corporación privada gestiona el negocio de la cría y evisceración de clones sin demasiadas intromisiones legales. Y, por otra parte, el retrato de los ciudadanos pudientes plasmado en La isla –mezclas espectrales de personajes, creadores y figuras mediáticas aisladas del mundo hasta que lo real se desmorona sobre ellas– tiene sospechosas similitudes con el de cualquier habitante del siglo XXI, menos sojuzgado que seducido por ese capitalismo de ficción en el que representamos hoy por hoy el espectáculo de nuestra propia vida, hasta que esta aburre al Gran Otro y el zapping nos arroja a las tinieblas exteriores.
Si no me equivoco, hay una errata en el año de la cita «RoboCop (íd. José Padilha, 2009)», pues esta película es del 2014 (ver ficha en IMDb: http://www.imdb.com/title/tt1234721/).
Dicho lo cual, fantástico texto de Diego Salgado. Muy agradecido.
Muchas gracias. Corregimos.