La espuma de los días

Hasta el final Por Christian G. Carlos

Que una película debe verse entera es una cuestión básica. Pero no por básica, siempre cumplida. En las salas ya hemos visto más de una vez a los desertores, aquellos que enfilan las escaleras hacia la salida antes de tiempo, los que no han podido aguantar más y han creído que la cinta ya les ha dado todo lo que podía darles. También hemos asistido a pruebas de fuego que nos tientan con la deserción, y que como mínimo nos permiten entender a los desertores, a quienes no vamos a crucifijar en esta crítica. Uno no siempre está preparado para lo que le llega de la pantalla. Pero aguantar merece la pena.

Esta es la principal sensación que deja La espuma de los días, y es importante que estén preparados. La película comparte título con la novela de Boris Vian, que es adaptada a la gran pantalla por segunda vez. El primero en hacerlo fue el también director francés, Charles Belmont, el año 1968. Tratándose de Michel Gondry, pueden suponer que, por más que la historia fuera una adaptación y que incluso no fuera el primero en adaptarla, iba a dejar huella propia. Cómo no iba a conseguirlo un director al que, dejando fobias y filias de lado, se le puede reconocer por una libertad e inquietud creativa casi única. Son pocos los que pueden presumir de una filmografía tan prolífica y a la vez tan ecléptica, donde convivan títulos como The we and the I (2012) con La ciencia del sueño (La science des rêves, 2006). Sin olvidar el otro proyecto que presenta este año, un documental animado con Noam Chomsky como invitado.

La espuma de los días

Aún con tanta diversidad de temas e ideas en la obra de Gondry, es posible encontrar un leit motiv a su trabajo. El amor, tanto por las veces que lo recrea como por la gran película que le mereció tantos reconocimientos, la aclamada Olvídate de mí (Eternal sunshine of the Spotless Mind, 2004). En esta última cinta, el amor vuelve a ser el gran motivo. Y lo es junto a otra de sus constantes: la fantasía. Pero en este caso, la fantasía no está presente en lo tratado, sino en el trato. Utilizando el stop-motion y una irrefrenable imaginación, Gondry le pone imágenes al fantasioso mundo de Boris Vian. Nada fácil cuando este había imaginado objetos tan poco comunes como el pianóctel, un instrumento con forma de piano que prepara cócteles para beber al gusto de la canción compuesta.

Esta será la gran prueba para algunos de los espectadores. Gondry en La espuma de los días se recrea, disfruta con los detalles de la novela de Boris Vian y lo muestra en la pantalla.

Todos los objetos de la casa son susceptibles de convertirse en bichos en movimiento, encontrarse a Audrey Tautou y viajar por París subidos un coche de feria con forma de nube es normal. Enamorarte y casarte en menos de diez escenas, claro que se puede. Todo es posible y feliz. Y entonces será cuando verás la prueba de fuego. La felicidad, el azúcar, no se detiene. La película en su primer tramo te amenaza con un manual sobre la magia y la felicidad que crea cierto malestar por lo desmesurado.

La mesura se la da el segundo tramo. Todo lo excesivamente bonito no es posible, lo excesivamente feliz tampoco. Que todo vaya bien incomoda. Y hubiera podido incomodar más si cuando las cosas empeoran siguiera lo bonito. Pero no, los problemas de excesiva felicidad que pueden molestar al principio, se resuelven con la oscuridad del final. Resulta que al final Gondry no tiene una ideología felicista, que la película no es felicismo. Resulta que cuando toca enseñar lo feliz, Gondry lo consigue. Y cuando toca enseñar lo triste, Gondry vuelve a conseguirlo. El francés se sitúa por encima del tema y se divierte con la estética, plasmando las emociones de una historia tan difícil, tan lejos de lo visual, con gran dosis de ingenio y originalidad. Vale la pena verla hasta el final y no juzgarla por sus apariencias.

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