La fiesta de despedida
Punto sin retorno en la ruta hacia Nunca Jamás Por Fernando Solla
“No hay ninguna razón para seguir viviendo
Ya sé que sólo puedo empeorar
¿Por qué esto debe afligirnos?
A ti y a mí…”
Para su debut en el terreno del largometraje el tándem formado por Tal Granit y Sharon Maymon ha escogido un argumento y un género que no suelen viajar acompañados de la mano, ni siquiera en la ficción cinematográfica. Tratar la eutanasia desde un punto de vista cómico es una empresa que, a primera vista, puede provocar rechazo por varios motivos. Más allá de la experiencia vital o cercanía que cada espectador pueda aportar al foro de debate que despierta el visionado de la película, hay cierto miedo a que un tema tan serio y sobre el que planean muchos tabúes y confrontaciones bioéticas, políticas y legales pueda ser banalizado y terminar convertido en una intrascendente y amable cinta sobre la última aventura de un grupo de ancianitos adorables.
Por tanto, el mayor acierto de La fiesta de despedida es cómo la pareja de directores y guionistas centran el punto de vista en el grupo de septuagenarios que protagonizan la historia. El debate y lo lícito o no del planteamiento inicial no se articula tanto a partir de la indignación o la pena ante la pérdida de un mayor y en qué condiciones sino en cómo éstos afrontan su situación en primera persona. Por otro lado, los artífices se acercan con este título a la definición más o menos canónica y ancestral de la comedia como género realista en la que los protagonistas son sometidos a las dificultades planteadas por el día a día, superando una serie de pruebas mediante las que adquirirán el aprendizaje que los llevará al esperado final feliz. Precisamente en la elección del género radica el único (y definitivo) argumento para el posicionamiento ideológico de los autores, ya que el irrevocable final que se plantean sólo será feliz con el cese voluntario de su vida.
La escena inicial bromea sobre la figura de ese Dios que todo lo puede como único juez sobre el destino de la humanidad. La fe ciega hacia lo desconocido en oposición a la sabiduría artesanal de un inventor retirado que, modificando el auricular y micrófono de un teléfono, llamará a las habitaciones vecinas de la residencia haciéndose pasar por el eterno. A raíz de una delicada petición de un amigo y ante el dilema sobre quién debe apretar “el botón” para terminar con la vida se le ocurrirá un curioso artilugio para que sea el propio interesado el ejecutor final. Llegados a este punto del largometraje toparemos con un error de planteamiento importante, ya que la comedia quedará limitada a unos cuántos gags (algunos de ellos muy efectivos, como la reunión hyppie en el invernadero o la caída de luz en momentos muy determinados) y asistiremos a un giro dramático que no funcionará, ya que el acercamiento conseguido durante la primera mitad del largometraje retrocederá, alejándonos no sólo de la trama sino también de la empatía que habíamos entablado hacia los protagonistas, defendidos con oficio y verosimilitud por el elenco de actores.
Aunque echamos de menos un poco más de profundización en la relación médico-paciente, hay cierta valentía en el planteamiento de la motivación de los personajes del relato. Rechazando cualquier respuesta unidireccional, resulta muy interesante asistir al cambio o posicionamiento de cada uno en función de si el enfermo es él o su pareja y, por tanto, de la responsabilidad que la decisión conlleva. Por momentos vendrá a la memoria del espectador el personaje de Anne (Emmanuelle Riva) en Amor (Amour, Michael Haneke. 2012), en el sentido en que se priorizará en el interés del afectado por encima de la responsabilidad hacia los demás. El mensaje “yo sufro, yo decido” resulta muy potente, aunque de nuevo aleja a la película del género cómico en el que la circunscribíamos al principio.
Granit y Maymon han rodado (intuimos que deliberadamente) momentos francamente tristes durante la segunda mitad del filme que se centrarán en la parte emocional del asunto, sin polarizar nunca entre el a favor o en contra la muerte asistida. La fiesta de despedida (The Farewell Party) se diferencia del resto de películas con temática similar en la voluntad de localizar el humor negro en zonas difíciles (consiguiéndolo sólo en algunos momentos). Con sensibilidad suficiente para no caer en la trampa de la caricatura o el humor grueso, nunca habrá atisbo de burla hacia la degradación física o moral de los personajes principales. Respeto poco divertido, por otro lado.
Lamentablemente la película dista mucho de ser redonda por dos motivos: el verdadero impacto no lo provoca lo cómico, sino el giro dramático del último tramo del largometraje y la búsqueda de comicidad no se sustenta en el contenido (qué estamos contando) sino en el modo algo anecdótico de contarlo (cómo). Obviando un desafortunado fragmento musical donde el grupo protagonista canta el anhelo que le produce llegar a Nunca Jamás, contrario al talante sobrio y realista del largometraje, el guión flaquea llegado el momento de desarrollar y unir las diferentes subtramas planteadas durante la primera mitad del mismo. Hay muchas posibles historias que quedan por explicar y que serían muy válidas para protagonizar su propia película (véase la relación homosexual en una residencia entre dos de los personajes principales a espaldas de la mujer de uno de ellos); motivo que, por otro lado, hace suponer que Granit y Maymon nos ofrecerán propuestas más que estimulantes en un futuro próximo.
Para terminar, destacamos el éxito de la elección de dejar de lado religión y política, adoptando una perspectiva humanista sobre el derecho o no a morir y la aceptación del proceso de separación entre seres queridos o, incluso, de uno mismo. A pesar de quedarse entre dos aguas, ya que el giro dramático no aporta nada nuevo al planteamiento y la comicidad se diluye en este punto del debate, el interés global nos mantiene atentos y alerta (aunque algo desconcertados) durante todo el largometraje.