La forma del agua
Cambiar de medio Por Yago Paris
La forma del agua (The Shape of Water, Guillermo del Toro, 2017) es una de esas películas en las que toda la esencia del relato se plasma desde la primera escena. Una steadycam recorre el pasillo de un edificio destartalado que se encuentra sumergido bajo el agua. Todavía no se sabe, pero se trata del mundo de los sueños, un lugar acogedor en el que uno se encuentra a salvo de los peligros del mundo. La protagonista, Elisa -interpretada con su habitual candor por Sally Hawkins-, aparece sumergida, sin que esto parezca un problema para ella; al contrario, casi parece su ambiente natural.
Cuando suena el despertador, Elisa vuelve a la realidad, pero no la película, que mantiene su tono de cuento macabro. En este universo hay tantas luces como sombras, algo que se puede interpretar en sentido literal y figurado. Personajes sin maldad conviven con monstruos con aspecto de humanos; la protagonista del relato pertenece al primer grupo. Sin embargo, al tratarse de un cuento oscuro, la pureza del mismo se contamina de una esencia salvaje, que desnaturaliza los estándares narrativos y lleva cada situación a lugares inexplorados. Se establece de esta manera un juego metacinematográfico en el que todo parece, sólo parece, ser lo que uno espera. De esta manera, y sin abandonar la primera escena, la angelical Elisa aparece en un desnudo integral, a lo que le sigue una de las ideas que con mayor fuerza zarandea los lugares comunes de los cuentos de hadas: no conforme con el gesto erótico de aparecer desnuda en escena, esta se masturba dentro de la bañera, acto que repite día tras día. Los personajes de cuento no sólo tienen sexualidad, sino que la explotan sin pudor. Con dicho planteamiento, del Toro y Vanessa Taylor, responsables del guion, confirman que lo que va a proyectarse en la pantalla está lejos de cumplir las expectativas.
Esta tensión entre lo viejo y lo nuevo, lo clásico y la reformulación, es una constante en La forma del agua, filme al que este crítico se ha acercado dentro de la oferta del Tallinn Black Nights Film Festival (PÖFF, en sus siglas en estonio). A nadie se le escapa que, aparte de utilizar las constantes de cualquier cuento -personajes con escasa profundidad, emociones intensas, contraste total entre bondad y maldad, etc.-, al director mexicano le interesa repasar la herencia del cine de terror de los años 30, el de monstruos de traje y maquillaje, el de escenarios barrocos, el de atmósferas mágicas. En este caso el ser sobrenatural es una especie de anfibio antropomórfico que entabla una relación peculiar con la protagonista. Ambientada en plena Guerra Fría, la cinta versa sobre la incomunicación y el aislamiento al que los seres humanos son sometidos, y a lo que cada uno esconde dentro de sí tras la fachada de radiante perfección -por momentos, la obra parece apoderarse de la ideología que contienen las pinturas de Norman Rockwell sobre el American Way of Life.
Guillermo del Toro extiende su fama de amante de lo barroco al contar nuevamente con un apabullante diseño de escenarios, que funcionan como metáfora de la decrepitud de la sociedad del momento y a la vez como contraste con los personajes que habitan estos espacios: a mayor lujo material, mayor oscuridad vital, hasta llegar al extremo de lo monstruoso en el caso del antagonista -al que interpreta Michael Shannon-, un agente del gobierno de traje impoluto y casa de ensueño, que celebra su entrega a la maldad comprándose un reluciente Cadillac. Especial importancia cobra el inmenso laboratorio en el que tiene lugar buena parte de la acción. Con un verde lúgubre de paredes mohosas, se convierte en el ambiente ideal para elaborar la peculiar relación entre los dos outsiders del relato, Elisa y el monstruo acuático. Como ya ocurría en su anterior entrega, La cumbre escarlata (Crimson Peak, 2015), la arquitectura define los ambientes y las relaciones humanas que tienen lugar en estos. El laboratorio muta en bosque mágico de cuento, en el que los personajes se muestran tal y como son, lo que en el caso de la pareja protagonista permite que la relación carbure a pesar de las dificultades para el entendimiento -son de diferentes especies, y ella además es muda-, en el caso del antagonista este revele su verdadero rostro, y en el caso de la enigmática figura del científico Hoffstetler -Michael Stuhlbarg- provoca este que muestre sus verdaderas cartas cuando la situación lo requiere.
Como ya se ha comentado, la cinta aborda la incomunicación y el aislamiento que la sociedad genera sobre los individuos, lo que desemboca en agresividad y crueldad hacia el prójimo -con estallidos de violencia que del Toro aprovecha para aportar la nota de terror, comparativamente grotesco si se tiene en cuenta el tono amigable del relato. Para Elisa la situación se agrava por su incapacidad para expresarse mediante el lenguaje oral, pero su característica, que le impide insertarse en una sociedad que expulsa al diferente -como a su vecino, artista entrado en años y homosexual que es interpretado por Richard Jenkins-, es la que ha desarrollado su capacidad para la empatía, vía hacia la humanización en esta sociedad, y a la vez le da perspectiva suficiente como para salirse del recipiente y buscar alternativas, lo que da lugar a otro de los temas principales de la historia: cambiar de medio cuando no se encaja. El uso recurrente del agua no es un capricho de del Toro. Si en la primera escena esta era protagonista, lo seguirá siendo durante el resto del metraje, lubricando la interacción interespecie hasta lo sexual, en otra de las apuestas más atrevidas del relato. Volviendo al personaje de Elisa, no sólo siente placer sexual, sino que busca la interacción carnal y es capaz de compartirlo con sus allegados.
Tras las tiranteces entre los estándares y la reformulación, y las existentes entre los dos medios -el acuático frente al terrestre-, el tercer tipo es el ejercicio formal que desarrolla el realizador. Si del Toro es conocido por su barroquismo estético, lo mismo se aplica para su uso de la narración en imágenes. La forma del agua es un film espectacular, en el que abunda el uso de steadycams, grúas y planos virtuosos. En pocas escenas la cámara permanece inmóvil, y el movimiento se caracteriza por su elegancia, lo que recuerda al habitual despliegue narrativo de Steven Spielberg. No en vano, la de Guillermo del Toro es una obra perfectamente insertada en la maquinaria de estudios, con un presupuesto a la altura de sus aspiraciones de entretenimiento. Sin embargo, si en el despliegue de medios el director destaca como un narrador solvente, es en los matices en los que se consolida como un autor con una mirada personal. Entre tanto movimiento y tanta opulencia visual, son los matices, como la descripción de la protagonista, o la capacidad para entender cuándo la cámara debe permanecer inmóvil -esos fabulosos primeros planos en los que con la mirada de Hawkins es suficiente-, los que justifican por qué a nadie debería sorprenderle que La forma del agua haya ganado el León de Oro a la mejor película en un prestigioso festival como el de Venecia el pasado mes de septiembre.