La fragilidad de ser
Individuo, vacío y sociedad en el cine de Kiyoshi Kurosawa Por Damián Bender
Estoy interesado en los valores que el individuo ha terminado por abrazar. Que el individuo los reconsidere y entienda la forma en que esos valores que ha internalizado son de hecho las fuerzas que han venido a oprimirlo, y que la opresión no es algo que viene de afuera
El momento más interesante de Real (Riaru: Kanzen naru kubinagaryū no hi, Kiyoshi Kurosawa, 2013) sucede justo a la mitad del recorrido: el rostro de Atsumi comienza a desvanecerse ante los ojos de su novio, Kōichi, que la abraza con la desesperación de quien no puede hacer nada para evitar lo que está sucediendo. Ante la imposibilidad de encontrar un recuerdo que traumatiza a su inconsciente, su forma física se desintegra hasta desaparecer; una forma física que en realidad se desvanece dentro de su propio inconsciente, cosa que hace más fascinante todo este acontecimiento. En este fragmento, lo que parece cristalizarse es una intuición permanente en el cine de Kiyoshi Kurosawa: la desintegración del ser y la pérdida de identidad del individuo en un entorno que los rodea y los oprime hasta desintegrarlos de una forma u otra. Ese momento de Real es quizás uno de los fragmentos más relevantes en la carrera del director japonés a la hora de cartografiar una búsqueda particular dentro de su obra, ya que cristaliza en imágenes la naturaleza líquida de los mundos que construye y los personajes que los habitan. A diferencia de lo que sucede en el grueso de su filmografía, la disolución del ser sucede ante nuestros ojos, en lugar de en la distancia entre el plano y el contraplano. Es un momento angustiante, intenso y al mismo tiempo bello, memorable. Un momento en el que se evidencia la fragilidad del hecho mismo de existir.

El fragmento descrito encapsula una de las características principales en la filmografía del director japonés, que es el foco en protagonistas sumidos en fuertes disputas internas, disputas que dirimen fundamentalmente el destino de los mismos. Esta lucha interna del protagonista pone su espíritu en juego, la esencia de su ser se dirime en un instante decisivo del cual ya no será capaz de retrotraerse. Este particular momento de Real simboliza ese conflicto en el que Atsumi ya no puede resistir ante la pena que la carcome —que es esencialmente la continuación del estrés y bloqueo creativo que desencadenó el intento de suicidio que la dejó en estado de coma— y se desintegra espiritualmente. Los protagonistas del cine de Kurosawa suelen ser seres alienados —ya sea de la sociedad en general o de su entorno cercano—, personas con un círculo social reducido en las que el estatismo corporal y cierta inexpresividad facial evitan una lectura rápida de sus emociones ante quienes las rodean. En resumidas cuentas, se podría decir que el protagonista típico en un film de Kurosawa es introvertido y solitario, un ser humano que guarda dentro de sí una pena o una duda existencial que lo consume por dentro y terminará por servir como epicentro y catalizador del discurso audiovisual. Un ser en tensión consigo mismo que, ensimismado por sus calamidades particulares, no consigue establecerse en el mundo que lo rodea. La alienación del individuo y su relación con la sociedad en la que vive se vuelven de esta forma uno de los temas de conversación más interesantes de sus películas, ya que en cada una de ellos se pueden identificar características que profundizan de forma novedosa estos conceptos. Justamente, este texto es un intento por agrupar buena parte de ellos y de mostrar la riqueza de un cine que hace de lo enigmático y lo inclasificable una forma de entender el mundo.
1.
Es habitual describir las películas de Kurosawa con el calificativo de “apocalípticas”, de audiovisuales en los que la destrucción de la civilización se vuelve un tema recurrente y casi una conclusión inevitable —especialmente porque sus títulos más conocidos y valorados exploran estas ideas—. Sin embargo, es posible encontrar matices en esta definición. La primera distinción que se puede realizar es la de direccionar esta mirada apocalíptica en el concepto de “civilización”. Kurosawa no propone un fin del mundo propiamente dicho en el que el planeta sea arrasado de raíz, sino una destrucción del ideario de la sociedad como la conocemos, un mundo en el que el ser humano no se extingue, sino que encuentra una ruptura dentro de sí mismo que a su vez se externaliza en el prisma de la sociedad, lo que ocasiona que esta se desintegre de forma radical, generando así una lectura a priori apocalíptica aunque casi siempre abogue por pensar en términos de un nuevo inicio, de un renacer. Por eso es que Cure (Kyua, 1997) es su filme más apocalíptico: hacia el final, su protagonista —Takabe, interpretado por Kōji Yakusho— es derrotado en su duelo interno y sigue los pasos del hombre al que buscaba detener —Mamiya—, se vacía a sí mismo de moralidad y se vuelve portador de ese don para manipular a otras personas. La tesis final de Cure implica no solo que dentro de cada uno existe un vacío y una intención por hacer el mal, sino que puede expandirse, volverse un virus capaz de infectar a todos y cada uno de nosotros. La ausencia de atenuantes en esta teoría es lo que hace del visionado del filme una experiencia inquietante y lo que lo diferencia de otros como Pulse (Kairo, 2001) o Charisma (Karisuma, 1999), en los que se puede identificar alguna idea de redención, y el concepto pandémico aunado a la dicotomía entre el binomio individuo-sociedad son más evidentes.
En Pulse vemos cómo esta propuesta vírica alcanza su punto álgido al utilizar el advenimiento de internet como método de propagación para los seres del más allá, atrayendo a los humanos hacia “el otro lado” e instigándolos a abandonar el plano físico a través de la vía del suicidio. Kurosawa indaga en los sentimientos más oscuros del alma, visibiliza nuestro deseo de autodestrucción, nuestra incapacidad de lidiar con la soledad. Esos deseos se encarnan en el personaje de Harue, un alma torturada que no puede evitar sentirse una extraña en este mundo, alienada contra una sociedad en la que no es rechazada pero en la que parece no poder encontrarse. No estamos ante una situación de rechazo grupal ante un ser diferente, sino ante un ser que no encuentra un modo de integrarse en los códigos de la sociedad, que siente no pertenecer. Harue es el epicentro de la trama de Pulse y su historia condensa todos los temas principales que mueven la trama de la película. Su historia entonces predice un final en el que la sociedad se desintegra en un ejercicio de autodestrucción en el que sucumbe en conjunto a partir de la falla, de la puerta trasera en la que la soledad nos infecta cual virus sin posibilidad de cura. Sin embargo, Kurosawa nos presenta una alternativa a la destrucción total: puede que Harue represente al grueso de nosotros, seres demasiado vulnerables en el interior, pero siempre existirán los que encuentren la voluntad y la fuerza para permanecer en este mundo. El desenlace, con apenas dos personas embarcadas en búsqueda de otros supervivientes, es una muestra de que puede surgir nueva vida de las cenizas.

Plano final de Charisma
Y si hablamos de nueva vida surgiendo de las cenizas, Charisma no puede quedar de lado. A partir de una trama que es pura alegoría —tres bandos pujando por el destino de un árbol moribundo que aparentemente está envenenando la totalidad del bosque en el que se sitúa— Kurosawa elabora una reflexión en la que su protagonista —nuevamente Kōji Yakusho, interpretando a un estresado detective de nombre Yabuike— actúa como una suerte de juez, orbitando en las intenciones de cada uno y sopesando sus opciones sobre qué lado tomar en la partida. Kurosawa ubica a Yabuike en el medio de una lucha en la que el individuo —el árbol— se enfrenta a la sociedad —el bosque—, a un ecosistema que se ve afectado por esta presencia “carismática” y atrayente. La decisión a su vez es alegórica de la situación que llevó al detective a involucrarse en esta absurda pelea por un árbol: una toma de rehenes en la que trata de razonar con el secuestrador para salvarlos tanto a él como al rehén y todo sale mal, perdiéndolos a los dos. La salida que encuentra el detective a este dilema es la de convertirse en un agente del caos, no intervenir y dejar que las cosas se resuelvan por sí mismas. Si el árbol debe salvarse que lo haga, y si debe morir también, que algo surgirá de las cenizas. Este razonamiento —¿nihilista? ¿darwinista? ¿determinista?— se lleva a sus últimas consecuencias en la escena final, en la que se observa a la distancia cómo la ciudad se encuentra en llamas.
El desenlace de Charisma muestra de forma clara cómo Kurosawa desarrolla estos planteos víricos. Al extender el argumento —y la tesis que lo conforma— de lo particular a lo general, lo que se refuerza es la idea del caso paradigmático: la lucha del protagonista es la del ser humano en su conjunto y de su destino se desprenden las consecuencias para el resto de la humanidad. Estos protagonistas se vuelven contenedores de alguna característica particular de la condición humana, de modo que sus decisiones terminan afectando a todo el conjunto cual onda expansiva. El individuo en estas obras —entre las que se puede contar también Retribution (Sakebi, 2006), con su forzado desenlace apocalíptico, y Bright Future (Akarui mirai, 2003), en la que su metáfora se materializa a partir de un enjambre de medusas que representa la ambigua influencia de un asesino múltiple— es el factor determinante del destino del mundo, porque él es el mundo y el mundo es él, de modo tal que la puesta en escena y la realidad de la que se compone se vuelve una extensión de sí mismo. Esto queda muy claro para los casos de Takabe y Yabuike, pero no tanto en lo referente a Pulse: Harue es el vórtice emocional del filme, pero no encapsula la totalidad de la tesis ya que Kurosawa distrubuye el protagonismo en un grupo más coral —una decisión lógica para la más vírica de sus películas— entre los que se destacan Ryōsuke, un muchacho casi tan perdido como Harue en cuanto a propósitos, y Michi, la única que consigue aferrarse a la vida en la tierra. Ellos dos son el contrapunto, la pequeña muesca de esperanza para mostrar que de las cenizas puede quedar algo en pie. Para Michi, Yabuike o incluso para los jóvenes con remeras del Che Guevara en Bright Future, la alternativa a la oscuridad es la de mirar adelante, avanzar hacia la liberación al igual que las medusas.
2.
Los protagonistas en los filmes de Kiyoshi Kurosawa presentan en líneas generales una tendencia a contener dentro de sí mismos una característica particular que define su personalidad casi por completo y también la relación de este con el mundo exterior. Esta característica es el núcleo del individuo, lo que lo hace ser como es, y también es el elemento que va a ser desafiado, puesto a prueba y evaluado hacia el final del argumento. Los protagonistas ven confrontada su esencia de forma particular y de su respuesta a esta confrontación es que se obtiene un resultado definitivo que da forma a la película. Ello no impone un cambio radical posterior en el individuo, pero sí implica una exposición de esa característica nuclear de la que se es del todo consciente: tras entender plenamente de qué estamos hechos y cómo este núcleo nos hace ser como somos, tenemos la opción de cambiar o de insistir, haciendo oídos sordos a los vicios de nuestra consciencia. Se trata de aceptar o negar la esencia de lo que somos para tomar las riendas de nuestro destino ante el detonante que desató este conflicto dentro de nosotros mismos. Este abordaje casi sistemático en las películas de Kurosawa hace que el aspecto psicológico, el estado interno de los protagonistas, sea un elemento crucial que puede rastrearse en casi todas sus películas pero que se manifiesta de formas diferentes.
La miniserie que dirigió en 2012 llamada Penance (Shokuzai) es un ejemplo cabal del foco que se realiza sobre la psicología del individuo y sobre cómo elabora un detonante a partir del componente esencial del personaje para desarrollar dramáticamente la historia. Con cinco episodios, cada uno se sumerge en la vida de cinco mujeres —Asako, Maki, Yuka, Akiko y Sae—, quince años después del asesinato de Emili, la hija de Asako y amiga de las otras cuatro. Siendo ellas testigos directos de los momentos previos al fallecimiento de Emili y habiendo visto al asesino, su silencio ante las preguntas de la policía hace que Asako levante un juramento contra ellas: jamás van a obtener su perdón hasta que ellas no ayuden a encontrar a quién se llevó a su hija de este mundo. De esta forma, las cuatro niñas deberán cargar con el peso de la culpa por el resto de sus vidas, a menos que consigan contribuir a los planes de retribución de Asako. En esta pequeña sinopsis ya encontramos el punto de conflicto: la culpa, la pena que deben cargar por el pecado de guardar silencio moldea las características principales de la personalidad de cada una de las niñas. Así es como el trauma se impone como agente de cambio, y cada sombra del mismo genera consecuencias en el espíritu del individuo. Sae, la protagonista del primer episodio, reaccionó al trauma a partir del pavor. Su condena en un principio parece traducirse como un profundo miedo a los hombres al proyectar en cada uno de ellos la sombra del asesino de su amiga y en la imposibilidad de menstruar, lo que hace que no se considere una mujer “real”. Para ella el pasado es tan pavoroso como mirar hacia atrás cuando camina por la calle, y su vida gira alrededor del tiempo de trabajo y el de encierro en el hogar, los únicos lugares que le transmiten seguridad.
Este triste patrón de vida se ve alterado por la llegada de un extraño —Takahiro— que dice conocerla de los tiempos del incidente de Emili y que manifiesta su interés de casarse con ella. Si bien Sae al principio mantiene estoicamente su posición de rechazo, la devoción de este y su sinceridad consiguen doblegar la defensa instintiva de la joven. Takahiro termina exponiéndose como un ser dañado emocionalmente —obsesionado con las muñecas y atraído a Sae por considerarla una “muñeca humana”—, lo que termina por ganar la empatía de Sae, que acepta quedarse a su lado a pesar de lo perturbador de la esencia de su ahora esposo. Es el caso de un roto para un descosido, dos seres heridos que exponen su monstruoso interior al otro y reconocen algo de ellos mismos entre sí. Sin embargo, la aceptación mutua comienza a resquebrajarse cuando las demandas de Takahiro y su necesidad de controlar cada aspecto de la vida de Sae terminan por asfixiarla, hasta lograr que se libere de la prisión en la que se había encerrado a sí misma. Lo que se manifiesta físicamente como su primer período no es otra cosa que la resolución de un conflicto interno en el que Sae consigue romper con el miedo latente que paralizaba su vida y la llevó a esta situación.

El desarrollo psicológico de las protagonistas es consistente en los demás episodios: cada una tiene una característica particular que tomó forma a partir del asesinato de Emili y las situaciones que cada una experimenta en sus capítulos terminan por detonar una reacción definitiva acerca de lo que son y lo que quieren ser. El precio del trauma siempre es alto, pero no siempre se desarrolla un cambio: así como Sae experimenta una liberación de sus complejos, pero termina asesinando a su marido, Akiko camina hacia la locura al mantenerse fiel a su espíritu salvaje a pesar de haber salvado a su sobrina de las garras de su hermano pederasta. Las consecuencias psicológicas son marcadamente ambiguas al volcarse a la realidad; lo que parece positivo en el constructo social se vuelve negativo en el plano subconsciente, mostrando cómo los traumas operan en un nivel que trasciende el marco moral de dicho constructo. Para Maki, por ejemplo, salvar a sus alumnos de un hombre armado —si hay un subtexto marcado en la serie es el de la figura del hombre como amenaza permanente— que irrumpe en la escuela no es un alivio, sino un abismo que profundiza su trauma de la infancia y que posteriormente la hace ver peligro en todos lados. En Penance se hace carne la frase con la que comienza este texto: son los valores que el individuo abraza los que vienen a oprimirlo, lo que la sociedad genera en su conjunto es más cercano a un detonante que profundiza lo que ya está dentro hasta llevarlo a su punto límite. En este caso, el asesinato de Emili es la chispa que enciende una llama preexistente. El miedo en Sae, lo antisocial en Akiko, la responsabilidad y el cuidado de los otros en Maki son valores que llevan dentro y se amplifican tras el incidente para volverse casi la totalidad de su ser. Romper con lo esencial en uno mismo o negar lo tóxico de esa esencia se vuelve el centro dramático del relato y el punto de quiebre del ser que encarna ese combate, que puede manifestarse de forma física como en Doppelgänger (Dopperugengā, 2003) o en Real, donde tanto los personajes como el espacio mismo en el que transcurren las acciones se vuelven metáforas explícitas del estado mental del individuo; pero también de manera implícita como en Penance o en la duología de la venganza que supone Serpent’s Path (Hebi no michi, 1998) y Eyes of the Spider (Kumo no hitomi, 1998), que exploran la venganza como motivo único para vivir a partir de la pérdida inicial que desata la furia interior del protagonista.
3.
Hasta el momento esta suerte de disección de cómo se constituye y se desarrolla el individuo en el cine de Kiyoshi Kurosawa encuentra como puntos en común dos elementos posibles de ser identificados: la aparición de un detonante que despierta una lucha por resolver un conflicto interno que define la esencia del ser sometido a este duelo, y la extrapolación del estado mental del individuo al común denominador de la población como si se tratase de un virus susceptible de contagio. Asimismo, el comportamiento y personalidad de estos individuos se orienta hacia la alienación con respecto al grueso del espectro social, o al menos hacia una manifiesta introspección que limita su interacción con el otro. Estos abordajes tienen su foco principal en la psicología del individuo e implican un tratamiento centrípeto de la trama, de modo que los elementos de la misma se orientan hacia la representación del conflicto interno del protagonista en cuestión. La puesta en escena no es ajena a este hecho, siendo la selección de locaciones el punto clave en la forma de plasmar la lucha del individuo en pantalla. Los galpones abandonados y fábricas caídas en desgracia se vuelven indicadores visuales de la anomia que asola a los individuos, atraídos a las grietas de las paredes y al óxido de los barrotes como si se tratase de un refugio en el cual pertrecharse. En las ruinas se descubre el estado interior en su totalidad y el vacío que consume al ser por dentro termina por manifestarse en acciones tan destructivas para sí mismos como para los demás: tomando ejemplos de filmes ya mencionados, Takabe “consume” a Mamiya en el hospital psiquiátrico abandonado, Harue se suicida en una fábrica desolada, Atsumi se desintegra a metros de una casilla avejentada, el escenario en el que se desnuda la naturaleza del hermano de Akiko es el galpón viejo que habita con su nueva familia. Podemos seguir: el estudio improvisado en el que trabaja el protagonista de Doppelgänger tras el fracaso de sus experimentos y en el que el desdoblamiento de su personalidad se manifiesta de forma violenta, la sofisticada ruina que supone el habitáculo en el que el asesino de Creepy (Kurī pī : Itsuwari no rinjin, 2016) oculta a sus víctimas dentro de su hogar; el espacio alienado se vuelve el reflejo de la oscuridad que asola al ser humano, sea su comportamiento benigno o maligno. ¿Acaso no podemos esbozar la idea de que ese taller repleto de aparatos electrónicos en desuso en el que los dos protagonistas de Bright Future pasan sus días no es otra cosa que una pila de ruinas en reparación permanente, un trabajo en progreso sin fecha de finalización? ¿La representación física de una pena que no terminará jamás, negándoles cualquier perspectiva de futuro? Dos hombres unidos pero rotos, intentando repararse mutuamente mientras ven pasar un futuro que no les pertenece y los rechaza —recuérdese lo que le pasa a uno de los protagonistas cuando intenta acercarse a las medusas que avanzan hacia su liberación—.
Las ruinas evidencian el agotamiento interno del individuo, pero en ocasiones el vacío y la alienación consiguen extenderse a cada uno de los espacios que intentan habitar los seres que deambulan frente a la cámara. Barren Illusions (Ōinaru gen’ei, 1999) y License to Live (Ningen gōkaku, 1998), son dos muestras de este hecho en las que coincide una búsqueda más autoral en la que no intervienen los códigos del cine de género, cuestión que suele delimitar el marco de acción de sus películas en mayor o menor grado. Son películas más libres temática y sobre todo formalmente en las que la puesta en escena tiene un rol primordial por el efecto que genera tanto en el espectador como en los propios personajes de su filme.
En License to Live la esencia de la puesta en escena tiene un sustento argumental. Kurosawa nos pone en los zapatos de Yoshii, un muchacho que despierta de un coma inducido tras un accidente automovilístico diez años atrás, cuando tenía catorce años de vida. Las problemáticas que asolan al joven son fáciles de deducir: un adulto con la mentalidad de un adolescente debe adaptarse a los ritmos de una vida que se le antoja ajena y en la que todos sus seres queridos lo han dejado atrás. Una forma burda de describir el filme argumentalmente sería categorizándolo como una suerte de coming of age con toques de comedia, sin embargo, esa idea que parece asentarse en un principio termina por abrirse hacia terrenos más indefinidos y, por consiguiente, más interesantes. Kurosawa sigue a Yoshii en su día a día, en cada paso que da, pero la información que obtenemos de él se vuelve cada vez más trivial y escasa. Los planos fijos —inamovibles salvando algún que otro característico travelling lateral— observan pero no denotan, se vuelven simples repositorios de acciones de las que no podemos interpretar nada con claridad. El espacio termina engullendo la personalidad del individuo hasta llegar al punto en el que el vacío que esas imágenes transmiten no es otra cosa más que el vacío del individuo. Si Yoshii parece una especie de fantasma ajeno a los lugares que habita, se debe a que la rigurosidad del registro consigue transmitir la idea de un individuo completamente alienado de su entorno, una mota de polvo en un paisaje vacío. Progresivamente Kurosawa va llenando de sombras a todos los personajes —de forma literal, la utilización de la luz genera zonas de alto contraste en las que los personajes son tragados por las sombras— hasta consumir completamente a su protagonista, que sobre el final se pregunta si realmente ha existido. Una verbalización de las incógnitas que asolaban su alma y que Kurosawa expresa audiovisualmente a partir de la indeterminación de un estado emocional en lo que vemos. No hay temor, furia, alegría o angustia, solo presente.

El mismo plano de License to live, a la izquierda la imagen original, a la derecha la imagen alterada en brillo y contraste, mostrando la figura oculta en las sombras del protagonista
Por su parte, Barren Illusions presenta la cara más radicalmente ascética de esta aproximación a la puesta en escena. Lo primero que se difumina es el argumento: resulta inútil describir lo que acontece como si se tratase de una trama tradicional, porque lo que tenemos en pantalla es más una sucesión de acciones que progresan en la línea de tiempo y se encuentran relacionadas entre sí por mera continuidad. Una escena sigue a la otra y si bien es posible identificar ciertos elementos como reminiscentes de escenas anteriores, lo que se percibe es una sensación de estar presenciando un presente desconectado de lo expuesto anteriormente. Cada plano se vuelve una unidad individual prácticamente independiente en la que diferentes personas hacen cosas frente a la cámara. El estatismo y la distancia con respecto al objetivo de la cámara, la inexpresividad reinante en los semblantes de los sujetos, la ausencia de variación en el tono de las diferentes situaciones —un suicidio resulta igual de anecdótico que un tipo componiendo música— generan un efecto anestésico en el que la trivialidad con la que se dispone la puesta en escena parece absorber cualquier atisbo de emoción. A partir de este distanciamiento físico y emocional con respecto a lo que filma, Kurosawa captura imágenes en las que el espacio no gira alrededor de los personajes, sino que se vale por sí mismo, incluyendo a los individuos dentro de él en una suerte de reinterpretación de lo que en Japón se conoció como teoría del paisaje. Fūkeiron en japonés, fue una técnica cinematográfica desarrollada por Masao Adachi, Nagisa Ōshima y Masao Matsuda en la que se planteaba la idea de narrar la vida de las personas y la sociedad a partir de la filmación de paisajes citadinos y lugares vacíos para describir de forma indirecta las jerarquías y estructuras invisibles que rodean a la vida y cercan al individuo, siendo la meticulosa disección de los lugares que habitó un asesino serial en A.K.A. Serial Killer (Ryakushō: renzoku shasatsuma, Masao Adachi, 1969) la obra más relevante de esta teoría de filmación. Lo que hace Kurosawa no puede categorizarse directamente como fūkeiron, pero sí puede encontrarse un paralelismo en el hecho de que los espacios parecen engullir a los individuos hasta llegar al punto de volverlos parte del paisaje en lugar del foco en el que centrar la mirada. De esta forma, la mirada holística del escenario se vuelve la única forma de capturar una intencionalidad intelectual en el audiovisual que exceda los límites de las acciones que vemos en pantalla. Este desarrollo del cine de Kurosawa no tiene su origen en estas películas, sino en sus trabajos para el V-Cinema y luego para el cine centrados en la venganza y protagonizados por Shō Aikawa: tanto Revenge: A Visit from Fate (Fukushū: Unmei no hōmonsha, 1996), Revenge: A Scar That Never Fades (Fukushū: Kienai kizuato, 1997), Serpent’s Path y Eyes of the Spider aprovechan la sencillez de sus tramas y de las motivaciones de sus personajes —la inexpresividad que caracteriza la labor de Aikawa resulta ideal para estas búsquedas estéticas, que por otra parte se reducen considerablemente con la llegada de un actor del talento de Kōji Yakusho, indicando cierta correlación entre la radicalidad estética de estos filmes y el tipo de actores con los que trabaja— para generar un discurso a través de la desidia y el abandono de los lugares que los seres habitan. El paisaje —del cual los sujetos forman parte— nuevamente se vuelve el modo de reconocer una motivación ante sus individuos vaciados de cualquier tipo de segundo sentido.
Es interesante destacar cómo a partir de este individuo vaciado Kurosawa plantea una vuelta de tuerca argumental para dos de sus filmes más recientes, Foreboding (Yochō, 2017) y Before We Vanish (Sanpo suru shinryakusha, 2017), duología que de forma similar a las sagas de la venganza anteriormente mencionadas plantea dos abordajes diferentes a una premisa similar: la invasión planetaria de una especie alienígena que, mientras se prepara para el ataque, intenta entender las características de la raza humana a partir de la absorción de los conceptos que definen lo que somos. En este caso el individuo vacío es una suerte de sociópata ávido de conocimiento que se humaniza progresivamente a partir de la fagocitación del propio capital humano, capital que se revaloriza en sus errores y aciertos al ser evaluado por seres ajenos a nuestra propia idiosincrasia. Se trata de abrazar lo humano incluso ante un evento que puede significar su propia disolución. Resulta curioso constatar cómo incluso en estos títulos más cercanos al cine comercial y “de comité” que dominan la industria cinematográfica japonesa Kurosawa siempre consigue imponer sus propias tesis en lo referente a la fragilidad del ser, con vueltas y giros que en algunas ocasiones rozan lo metadiscursivo en referencia a otros títulos de su filmografía. Si a este interés manifiesto por mantener la esencia temática de su cine le sumamos las características estéticas que conforman su discurso audiovisual, obtenemos este tipo de obras en las que la alienación y la fragilidad del ser chocan de frente con géneros que piden una agilidad y liviandad discursiva diferentes a la que en efecto obtienen.

A través de esta construcción audiovisual, Kurosawa consigue transmitir el vacío y la alienación del individuo a partir del dominio del escenario sobre este. En Barren Illusions este vacío espiritual, esta falta de sentido para formar parte de un mundo que parece rechazarlos culmina en el literal desvanecimiento del ser. La figura humana se desvanece en un fade out lento y calmado, con la parsimonia de para quién en el fondo no encuentra diferencia entre pertenecer y desaparecer. Sin el dramatismo del desvanecimiento de Real, nos encontramos completando el círculo de un cine en el que la retórica sobre las fragilidades del ser humano es un eje central para realizar una lectura profunda de lo que se propone en pantalla. En la exploración de las angustias, detonantes y vacíos de los personajes encontramos aquello que resulta inquietante en el cine de Kiyoshi Kurosawa: esa perturbadora sensación de que dentro de cada uno se esconde un agujero de gusano capaz de consumirnos en cualquier momento. Ese miedo de claudicar ante la falla que nos perturba hasta consumirnos lentamente en nuestra propia llama, eso es la fragilidad de ser.