La gran belleza
Por el camino de Gep Por Marco Antonio Núñez
"...pues los verdaderos paraísos son los paraísos que hemos perdido."
"Está del otro lado de la vida."
La gran belleza propone un viaje que transita por la senda que va la vida a la muerte, de lo frívolo a lo grave, de lo secular a lo sagrado. Roma o Morte. Gustavo Modena. Alarma por Totti. Del arte a la naturaleza que lo imita. El trino de los pájaros. El ritmo del mediodía. La umbría de los tilos. El latido del estiaje sobre el mármol centenario. Los monumentos conmemorativos. Las personas anónimas. El agua. La fuente de todo lo que fluye: el tiempo. Dolce far niente. La cámara ingrávida, ubicua como un psiconaúta se desplaza entre los vestigios del pasado y un presente perplejo: la eternidad, el tiempo de la belleza.
«… comprendía que la vida pudiera parecer mediocre, aunque en ciertos momentos pareciera tan bella, porque en el primer caso se la juzga y se la desprecia por otra cosa distinta de ella misma, en imágenes que no conservan nada de ella.»
Y el gesto menos estético del mundo, el más vulgar y pobre modo de tratar de apropiarse de la belleza. El hábito de tomar fotos, por avaricia, por vanidad (yo estuve ahí). El consumo de la belleza sólo es consumo, alienación, violencia. Los paisajes se interiorizan. La belleza se lleva en el alma no en un álbum. La belleza es únicamente codificable por un artista. Y ni el artista puede tomar posesión de ella, su máxima aspiración es servir en sus filas. Morir por ella.
Gep Gambardella renunció al parnaso por los placeres y los días, con sus noches vulgares, llenas de petardas faldonas, mandíbulas que muerden el vacío, corazones desbocados de sístoles y diástoles que no riman. Pero Gep estaba condenado a la belleza. Estaba condenado a renacer cada amanecida tras la noche festiva, cuando el mundo se despereza y ofrece su perfil párvulo y original. Como un nuevo Adán, Gep descubre cada nuevo día la vida en su pureza, la infancia, lo sagrado. Ambos son una sola y misma cosa.
La gran belleza: Los tres impostores.
Pero el arte está lleno de trampas, desvíos y bastardías. Gep detesta la afectación del falso artista, la pose, la impostura.
Talia Concept y su embestida de gomaespuma, encarna al falsario exhibicionista que se quiere ahorrar el dolor y no aspira más que al aplauso complaciente. No quiere dejar nada perdurable, bello, sólo alcanzar una gloria transitoria.
Stefà es el paradigma de la intelectual de izquierdas con Sartre y Malraux en el mascarón de proa. Presume de ser mujer, militante y madre. Enarbola su compromiso con el arte, la sociedad, sus hijos. Todo una puta mentira. La literatura no puede cambiar nada. La literatura es un truco que, irónicamente, no tolera falsarios, al menos a largo plazo. Claro.
El último impostor, quizá el peor, por traficar con la esperanza, es el Cardenal. La impostura del jerarca sucumbe ante la verdad de Sor María. «La pobreza no se cuenta. Se vive.» El antiguo exorcista fue, a la postre, vencido por su oponente. Lo redujo a un estómago ávido de gollerías incapaz de resolver dudas, confortarse incluso a sí mismo.
Tres casos diversos de falta de honestidad que Gep denuncia y no comparte. Vive instalado en la asunción de sus mentiras. Él es honesto, no por decir la verdad, sino por no pretender hacerlo. La sinceridad es la forma más repugnante de vanidad y de soberbia. El sincero, para empezar, es un iluminado, un déspota que se cree en posesión de la Verdad en virtud de su naturaleza superior. Y lo que es peor aún, se arroga el deber de predicar su verdad miserable y mezquina, imponerla al otro. Porque la verdad o se impone o es una interpretación. Los dogmas no aceptan réplica ni negocian armisticios.
El cultivo del arte, del espíritu o la prédica de otra vida, demandan dolor: piedra, sacrificio y pobreza, respectivamente. Un parto indoloro no es un parto, es una evacuación.
«Pues la felicidad sólo es saludable para el cuerpo, pero es el dolor el que desarrolla las fuerzas del espíritu.»
La gran belleza: Escritura o vida.
«Y como el arte reconstruye exactamente la vida, en torno a unas verdades halladas en en sí mismo flotará siempre una atmósfera de poesía, la dulzura de un misterio que no es más que el vestigio de la penumbra que hemos tenido que atravesar, la indicación, marcada exactamente por un altímetro de la profundidad de una obra. (Pues esta profundidad no es inherente a ciertos temas, como creen unos novelistas materialistamente espiritualistas porque no pueden descender más allá del mundo de las apariencias y cuyas nobles intenciones, semejantes a esas tiradas habituales en ciertas personas incapaces del más pequeño acto de bondad, no deben impedirnos observar que ni siquiera han tenido la fuerza de espíritu de desprenderse de todas las superficialidades de forma adquiridas por imitación).»
«Tal vez no tenía gran cosa que decir». Se excusa Gep ante la culpa por no haber seguido trabajando después de su gran éxito. El éxito es el castigo de los dioses a los artistas, dijo Eurípides. Urdir una medianía no obliga más que a seguir trabajando para mejorar. Pero debutar con una obra maestra es lo peor que le puede ocurrir a medio plazo a un escritor.
«Arriba la vida abajo la reminiscencia.» Lema antiproustiano, verso de un poeta al que Gep cita irónico. Para un ser sensitivo, para un desposado con la belleza, para un platónico, la reminiscencia lo es todo. La vida y la fibra del arte, su memoria. Todo aquello ahora no puede ser más que literatura. En cierto sentido, un epílogo que no transige con la nostalgia ni con la grosera materialidad de los hechos, su trama caótica, contingente
«Ese trabajo que hizo nuestro amor propio, nuestra pasión, nuestro espíritu de imitación, nuestra inteligencia abstracta, nuestros hábitos, es el trabajo que el arte deshará, es la marcha que nos hará seguir, en sentido contrario, el retorno a las profundidades donde yace, desconocido por nosotros, lo que realmente ha existido.»
El verdadero disfrute de la vida es a posteriori. De un libro, de una película, de una mujer. Sólo cuando las sabanas se enfrían, la pantalla se oscurece y el libro se cierra, comenzamos a evocar el ritmo de las frases, la composición de las imágenes, un aroma, un sabor, una palabra de éxtasis derramada, húmeda y caliente.
El arte es una forma refinada de onanismo.
«No puedo perder el tiempo en hacer cosas que no quiero hacer.»
Cuando el deseo ha cumplido su ciclo en el cuerpo, nos quedamos a solas con el alma. A menudo un alma vacía, estéril, que se hace fotos para distraer el tedio, y las muestra para ocultar la verdad.
De nuevo se denuncia esa vanidad tan de nuestro tiempo, ese triste remedo de la fama que es mostrarse en un manojo de imágenes festivas en las redes, no siendo más que una sonrisa patética, un rictus en bastardilla, una pose que quiere significar felicidad y se queda en máscara fúnebre, amago de estrella, esbozo de persona. Mero significante.
La gran belleza: La muerte.
Tres eran los impostores. Tres serán las muertes a las que Pep asista.
La muerte es donadora de sentido en virtud de su condición de límite. Sin embargo, nada hay menos natural. Por más que tengamos que convencernos de lo contrario. La muerte no pertenece a la vida. Cuanta más vida se lleva encima menos conciencia hay de ella. No hace falta.
Ahí están los niños, eternidades encarnadas cuya relación con el tiempo es difusa. Sólo cuando asistimos a las muertes de nuestros coetáneos comenzamos a vernos como mortales y tenemos la necesidad de ligar simbólicamente nuestro miedo. Así, hablamos de ciclos, pergeñamos metáforas, los ríos que van a la mar, Kali, etc.
La muerte de Elisa será la primera pérdida que sufra Gep. La mujer que inspiró su obra maestra, El aparato humano. El último vestigio de la juventud de Gep. Cuando muere alguien que nos ha tratado, morimos un poco con su memoria. Elisa es el recuerdo del amor romántico. Sólo se ama lo que se pierde. Amar a una persona es harto complicado. Amar una imagen, un recuerdo es más sencillo porque el sentimiento nos pertenece enteramente y no se halla a merced de una voluntad ajena ni de las inclemencias del tiempo, que todo destruye.
«Bien había sufrido yo sucesivamente por Gilberta, por madame de Guermantes, por Albertina. Sucesivamente también, las había olvidado, y sólo fue duradero mi amor dedicado a diferentes seres.»
La muerte del joven. La muerte por propia mano, acaso la más digna.
Andrea, enfermo de melancolía y literatura («Si no tomo en serio a Proust, ¿a quién lo tomo?») se quita la vida. Andrea vive los libros y lee en la vida. Gep, amigo de la madre, quiere mantener la pose de hombre de mundo. Enumera las reglas de urbanidad que deben ser observadas en un funeral para no usurpar el dolor a la familia, pero la muerte abre una cesura infranqueable que le derrumba el ánimo. Gep se desploma en lágrimas.
Ramona, la muerte de un cuerpo glorioso rosigado por una enfermedad muda. Una mujer nacida bajo el signo de Marte que no quiere hacer a nadie partícipe de su dolor. No conozco mayor forma de generosidad.
Para morir sólo basta con estar vivos, pero para vivir no basta con estar vivo. En uno de los momentos más estremecedores de la película, Ramona yace inmóvil en la cama. Gep la interpela y ella tarda en responder, lo suficiente para prefigurar el cadáver que será poco después.
Se ha hablado mucho de Fellini (demasiado) en relación a La gran belleza, y muy poco de Renoir y El río (The River, 1950) Este momento es una cita directa al presagio de la muerte de Bobby en aquélla.
«Todo muere a mi alrededor». Gep se va quedando sólo. Siempre fue un desarraigado en una ciudad que no es suya, ni de nadie. Una ciudad que como pocas, representa el paso del tiempo y la caída de los dioses.
La gran belleza: La santidad y el arte.
«Las raíces son importantes.»
Sor María.
Se ha hablado mucho de Fellini, y poco de Malick. No son pocas los imágenes que evocan al norteamericano. Determinados estilemas, el montaje impresionista, la pincelada suelta, la cámara ingrávida, la música sacra. Cierto es que Sorrentino confiere una solidez dramática a sus personajes muy lejos de los esbozos espiritados del autor de El árbol de la vida. Cierto que Sorrentino es más complejo o más ambicioso, al casar lo mundano con lo sagrado, sin condena del primero, contemplado como un extravío, a la postre, necesario y productivo. Y es cierto que también está Fellini, el barroquismo, las reflexiones sobre el arte, las hembrazas y el carácter mediterráneo. Roma.
Todos coexisten en La gran belleza. A todos los asesina Sorrentino.
Y llegamos a un punto en el que la belleza nos acerca a la divinidad (no de otra cosa trata el Banquete, el único libro sagrado). Las raíces del árbol de la vida.
El filme adquiere un carácter fúnebre en su último tercio. Los años y las pérdidas han hecho del fauno de otrora, un hombre que se vuelve sobre sí mismo en busca de sentido. Al vértice de la mundanidad se llega soplando la raya de la medianoche, pero el camino hacia el cénit de la santidad es tortuoso y escalonado. Y se hace encarando al sol.
Aquí entra Sor María, la santa centenaria que saca las vergüenzas a la jerarquía eclesiástica. El sueño de la Santa se parece demasiado a la muerte, pero ella, a diferencia de Ramona, es la vida eterna. Sorrenteino repite el momento mágico ya referido, ahora con visos de gag, para luego, a la manera de Ford, elevarnos del humor liviano a lo sublime, sin afectación ni solemnidad, sin violines.
La secuencia de los flamencos, heraldos de la belleza que acuden al reclamo de la santidad, es una epifanía. La conquista de la belleza en comunión con lo sagrado. De nuevo Platón.
En el filme abundan las referencias número tres. Tres falsarios, tres muertes, tres categorías eclesiásticas (las novicias, el Cardenal y la misionera). Y tres amantes, si exceptuamos, claro, la aparición de Fanny Ardant (¿cita a Truffautt? ¿a Hitchcock?), evocación de otro tiempo y otras latitudes, que basta por sí sola para que le debamos eterna gratitud a Sorrentino.
El tres simboliza la síntesis espiritual, la resolución del conflicto planteado por el dualismo. Proust o Céline. Escritura o vida. Mundo o divinidad. La escritura oficia la alianza entre la vida y la eternidad. El arte bello está más allá de la muerte.
Gep escribió El aparato humano bajo el signo de Eros. Cuarenta años más tarde volverá a aquella playa donde una hermosa joven sigue esperando para cobrar vida de nuevo, como un recuerdo, como un fantasma, una ausencia que se revelaba en cada rostro, en cada cuerpo, en las alegrías y en la miseria de cada uno de los días del resto de la vida que Gep hubo de vivir sin ella.
«La vida sin Valeria», bien podría ser el título de la novela. Pero no, es «La gran belleza.»
Sin rencor, ni arrepentimiento o amargura. Asumiendo la pérdida, el paso del tiempo, los fracasos y las mañanas, los bares cerrados y las cuartillas blancas. Sin pesar. Sólo un amplio sentimiento de gratitud ante tanta belleza (se ha hablado demasiado de Fellini y demasiado poco de Mendes). Al cabo, todo es un truco, Gep.
La gran belleza. Epílogo.
«Y comprendí que todos esos materiales de la obra literaria eran mi vida pasada; comprendí que vinieron a mí, en los placeres frívolo, en la pereza, en la ternura, en el dolor, almacenados por mí, sin que yo adivinase su destino, ni su supervivencia, como no adivina el grano poniendo en reserva los alimentos que nutrirán a la planta.»
Es curioso que el filme acaso más proustiano jamás hecho, se abra con una cita de la primera y más célebre novela de Céline, Viaje al fin de la noche, y se cierre, además, poniendo en imágenes su último párrafo. El Sena se muda por el Tíber.
Ambos escritores configuran los dos grandes ramales de la narrativa francesa del pasado siglo, hasta cierto punto irreconciliables. Hasta cierto punto, condenados a confluir. El frenesí de la frase corta y la demora del periodo proustiano. La mala palabra y la palabra exquisita. La experiencia de la repulsa ante el mundo frente al apostolado de su belleza. El cinismo del hombre de mundo contra el arrobo del niño bien delicado como un lirio temprano. Y un único y mismo resultado: el arte.
Sorrentino ha hecho un film bajo el signo de Heráclito y oficia el encuentro entre ambos en el corazón de la encrucijada entre el arte y la vida. La primera novela de uno se anuda con el último volumen de la obra magna del otro, momento en el que se pone a escribir lo que acabamos de leer.
«A lo lejos, pitó el remolcador; su llamada pasó el puente, un arco, otro puente, lejos, más lejos…Llamaba hacia sí a todas las gabarras del río, todas, y la ciudad entera y el cielo y el campo y a nosotros, todo se llevaba, el Sena también, todo, y que no se hablara más de nada.»
L.-F. Céline. Viaje al final de la noche. Trad. de Carlos Manzano.
Sólo puedo que expresar mi más enérgico aplauso al autor del artículo. Hace una cosa que ahora mismo recuerdo solamente en la lectura de El canon occidental de Bloom: irme corriendo a devorar las lecturas citadas. Felicidades.
Espectacular analisis y buenisima correspondencia con la literatura: Proust – Celine.
Pero lo que mas me ha gustado es que hayas subrayado la ruptura de las dualidades, por fin.
Impresionante, emocionante articulo.
Me sorprende su capacidad de análisis y de comunicación tan envolvente de Marco Antonio y de los que aquí responden.
Tropecé con esta película entre una selección comercial y una opción diferente. Entendí que existia un mensaje profundo, y al tratar de descubrirlo aquí me he quedado más confundido. Sin duda me detendré a analizar y comprender lo que ustedes plantean.
El Señor Nuñez nos lleva, como lazarillo, montados en su sencibilidad exquisita a navegar a travez de la belleza mas pura un mundo que sin sus anteojos muchos no veriamos.
La palabra critico no le sienta a este generador de majicos espejos.
Gracias.