La habitación

Un universo de tres por tres metros Por Enrique Campos

El 26 de abril de 2008 el mundo recibió conmocionado la historia de Josef Fritzl, un respetable anciano austríaco que había secuestrado y mantenido encerrada en un sótano a su hija Elizabeth durante 24 años. A lo largo de todo ese tiempo abusó sexualmente de ella e incluso la obligó a engendrar varios hijos, algunos de los cuales nunca habían visto la luz del sol hasta el momento de su liberación. Un par de años antes, también en Austria, la joven Natascha Kampusch escapaba de su captor, Wolfgang Priklopil, después de diez años sometida a un encierro y unas vejaciones similares a las de Elizabeth Fritzl. Ambas eran unas crías cuando el mundo se les fundió a negro, y ambas, más los hijos que Elizabeth concibió, acarrean unas secuelas psicológicas que probablemente las acompañen de por vida. La habitación, la tapada de los Oscar, se basa en la novela homónima de Emma Donoghue y bien podría ser la hibridación de los relatos de Elizabeth y Natascha.

El cine, como herramienta de distracción masiva, siempre ha preferido acercarse a este tipo de historias desde el horror, desde el terror; la mirada del psicópata, la tiniebla infinita de un zulo, y la histeria de las víctimas. Y La habitación no obvia nada de eso, porque no es posible obviarlo, porque forma parte de todo lo implícito y lo latente dentro de la película de Lenny Abrahamson, pero trata de trascender el formato puramente de género y enviar al espectador a su casa con algo más que un ataque de claustrofobia y temeroso del sonido de unos pasos en un callejón solitario.

La habitación pone a las víctimas, el (merecidamente) oscarizado personaje de Brie Larson y el niño de cinco años que su secuestrador le ha “regalado”, bajo el microscopio.Los pone durante su calvario y después del calvario, cuando muchos creen que todo ha terminado pero en realidad lo único que se ha obrado es un cambio situacional. El cambio real, cabeza adentro, no llega así como así, y es ahí donde inciden Abrahamson y Donoghue, en el manual de psicología para shocks postraumáticos.

El realizador irlandés juega bien con los espacios dentro de esa habitación de tres por tres, donde todo tiene un nombre, llena de rituales autoimpuestos, y logra que la atmósfera sea menos agobiante de lo que cabría esperar. Al fin y al cabo un ataque de pánico por claustrofobia no dura eternamente, en algún momento la habitación, el sótano o el zulo robado a la pared terminan por convertirse en todo el universo conocido, y ningún universo puede ser pequeño. No a ojos de un niño. El niño, Jack, la piedra angular de La habitación, es un habitante de la caverna de Platón que, a diferencia de los originales, no ve ni siquiera las sombras del mundo que nunca ha conocido. La alegoría es palmaria y se desarrolla con delicadeza, con un cierto aroma a cuento infantil. Porque, ¿cómo nos explicamos el universo a nosotros mismos los no niños? Con otras estrategias, con más elementos, pero la meta es la misma que persigue la Larson con el pequeño Jack: respuestas, referencias, quién soy y cómo llegué hasta aquí.

La habitación

Sin embargo, hay dos bloques muy diferenciados en La habitación que no tienen tanto que ver con ese cambio de escenario, dentro-fuera de la caverna, el mundo imaginario que la madre construye para su hijo versus el mundo real, como con los procesos mentales de ambos. Volvemos al manual de psicología, al meollo de asunto. ¿Qué experiencia es menos martirizante, la adaptación o la readaptación? La madre regresa a un mundo del que fue arrancada y del que después fue expulsada por familiares, amigos y conocidos, por la pura inercia del olvido. Ya no pertenece ni a aquí ni a allí, está en un limbo difícil de sobrellevar. El hijo no regresa a ningún lugar, el hijo descubre, olfatea, se aclimata. Tiene miedo, pero también ese recurso esencial del que carecen los adultos: la habilidad pasmosa para caminar entre fantasmas, para hacerse amigo de los fantasmas. Los mayores, como su madre, intentan matar a los fantasmas, y fracasan. La habitación parece susurrarnos: ante la duda, que elija el mocoso.

Abrahamson ha sabido sortear la línea, finísima, que separa La habitación del telefilme de sobremesa –cuando había telefilmes en la sobremesa, aquellos maravillosos años- y lo ha logrado siendo fiel a uno de esos acuerdos programáticos tan en boga: enfoque, enfoque y enfoque. El enfoque lo es todo. Dentro y fuera de esta habitación, y desde luego entre las páginas de un guion planificado para anteponer personajes a hechos, conflictos a pornografía sensacionalista. Si uno quiere, se puede. El problema, casi siempre, es querer.

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