La hija, de Manuel Martín Cuenca
Herencias Por José Francisco Montero
Seré para ti un tigre de ternura
Seguramente el principal mérito de La hija, sobre todo vista en el melifluo contexto del dominante cine español de, como mínimo, lo que llevamos de siglo, estriba en el oscurecimiento de sus, en apariencia, bienintencionados presupuestos, esos que también frecuentó su director, Manuel Martín Cuenca, sobre todo en sus dos primeros largometrajes de ficción. Y no me refiero con ello a que La hija se acoja a los parámetros del cuento infantil para invadirlo de perversidad (pues ese es un rasgo tradicional de este tipo de relatos, no implicaría novedad alguna) como a algunas decisiones estilísticas y narrativas.
La primera muestra de ello, aunque en realidad no tenga excesivo peso en el desarrollo de la trama, casi parece una declaración de intenciones: uno de los dos villanos de este drama fáustico que deriva en tragedia es el educador de un centro para menores infractores. Es decir: el prototipo quizás más emblemático de este cine reconfortante y servil de que hablaba y al que el propio Martín Cuenca recurrió en Malas temporadas (2005). Personaje, en nuestra reciente tradición (si bien lo podemos remontar a un personaje similar que se empeñaba en actuar en casi todas las películas de Juan Antonio Bardem, exigiendo además, en cada una de ellas, una escena de lucimiento), sermoneador, solidario, simpático, muy satisfecho consigo mismo… ante todo, muy cercano. Y, desde luego, algo menos plasta, menos solemne (y, por tanto, más eficaz), aunque también más paternalista, que el aludido personaje/Voz de la Conciencia recurrente en el cine de Bardem (que, eso sí, al menos se oponía al poder hegemónico en aquella época, al contrario que su encarnación contemporánea). Bien, pues en La hija, sin dejar de remitir tenuemente y siempre con pinceladas sombrías a ese estereotipo de personaje biempensante, continuamente escudado en “buenas razones”, el mencionado educador acaba desvelándose como un mentiroso y manipulador, primero, como un secuestrador, después, y como un asesino, por último. No solo él sino también su mujer: dos personajes (y esto probablemente admite una lectura metacinematográfica muy fértil) incapaces de crear de otra forma que no sea emulando de forma espuria y, por fin, usurpando una creación ajena (aunque es probable que ellos, como Cioran, alegarían que, en definitiva, existir es siempre un plagio). Un discurso que en la anterior película del cineasta, El autor (2017), era explícito, menos elegante que en esta.
No es ni mucho menos el único elemento de la trama que, de forma solapada, proporciona a la película de unas lecturas ideológicas felizmente críticas: el conflicto central de La hija se dirime en términos de emotividad frente a biología, irracionalidad frente a reflexión, de modo que Adela, la mujer de Javier, cree estar legitimada a cualquier cosa amparándose en lo que siente, empantanada en una confusión entre los sentimientos y lo real cuya progresiva deriva hacia el delirio incluso Javier no puede eludir. 1
Pero Martín Cuenca tampoco se adentra por una senda peligrosa (por estéril) por la que, en sentido contrario, pero que en realidad lleva al mismo sitio, podría haberse despeñado (y no tardaremos en comprobar que el uso de este verbo no es inocente) su película: esa tan aborrecible de crear personajes a los que nos gusta odiar. Javier, es cierto, es una suerte de reyezuelo aislado en su castillo perdido en la Sierra de Jaén, azuzado hacia el crimen por su mujer. Pero las únicas ambiciones de este insignificante Macbeth y su señora es ser papás, revertir las injusticias de la naturaleza, colmar un vacío. En paralelo, la víctima de este cuento no está dibujada con excesiva benevolencia ni subrayando innecesariamente su inocencia.
Más transcendentales, en pos de este propósito de enturbiar el relato, son algunos recursos narrativos de los que se vale el director ejidense. En una de las escenas del filme, aquella en que el policía inspecciona el caserón en que permanece retenida la joven Irene, Martín Cuenca, valiéndose de las enseñanzas del Hitchcock de Psicosis (Psycho, 1960) —otra tétrica película, por cierto, sobre la maternidad, sobre una pareja asesina—, logra que nos identifiquemos precisamente con este matrimonio de secuestradores, con su natural deseo de ocultar las huellas de sus crímenes (el director, por lo demás, también aprovecha sin vacilación, en la película en su conjunto, otra conocida lección del maestro inglés: nunca permitas que la inverosimilitud te impida rodar una buena historia o una brillante secuencia).
No es el único recurso formal que funciona en esta misma dirección. Es asimismo muy notable el uso del fuera de campo. Es este el que, de nuevo, posibilita que nos identifiquemos con la pareja (aún no asesina, pero que ya apunta maneras), cuando Irene y Osman, el padre de la niña, deliberan a solas qué hacer con el bebé que esperan los cuatro: la cámara se queda con los expectantes padres, Martín Cuenca nos instala en su incertidumbre, en su angustia cuando todo su plan familiar, así como su confortable vida e incluso su libertad, están en peligro de desmoronarse.
No es el único ejemplo del inteligente trabajo de Martín Cuenca con la elipsis: el asesinato posterior de Osman es desplazado también al fuera de campo. No se trata de un ejercicio de ambigüedad: solo unos minutos después no quedan dudas de que el muchacho ha sido arrojado mortalmente por Javier desde algún elevado montículo de la bella sierra jienense, desplazado también a una muerte segura. Se trata, más bien, de no subrayar visualmente la maldad, ya también ella en caída libre, del personaje interpretado por Javier Gutiérrez, así como sugerir el tácito pacto de ruptura con lo real en que de forma progresivamente íntima y fatal se van anundando Javier y Adela. Es más: al margen de las intenciones de los responsables de la película, el hecho de que en este drama el padre de la criatura permanezca en off durante buena parte de la historia, aparezca brevemente, y luego sea despeñado sin piedad al fuera de campo (al definitivo fuera de campo), incluso puede tener también una lectura reveladora de las iniquidades de nuestro tiempo.
Así pues, nos encontramos ante un drama sobre la maternidad, protagonizado por un educador, su mujer trastornada y una joven desfavorecida, cuya protección pasa por su encierro, su rentabilidad por su victimización; desarrollado en un hermoso entorno rural; con una acogedora cabaña en medio de este bello paisaje, siempre con un reconfortante fuego en la chimenea del salón… Pero todos y cada uno de estos elementos están enrarecidos de manera turbadora. Probablemente la mejor escena de la película, la que se expresa con mayor sutileza, sea una secundaria: aquella en que el inspector, que está recibiendo un tratamiento de quimioterapia, no puede evitar en determinado momento ir al baño a vomitar, durante la conversación que está manteniendo con la pareja, ya sospechosa a sus ojos, en el interior de la casa, mientras Irene permanece escondida en una habitación.
La hija acaba en un clímax propio de thriller, un baño de sangre que recuerda la deriva hacia el salvajismo de algunas películas de Sam Peckinpah, en especial, claro, Perros de paja (Straw Dogs, 1971). Confirmamos entonces, de forma definitiva, que el agradable fuego de la chimenea era el fuego del mismísimo infierno, los dos perros de los dueños del caserón, que vigilan con furia su exterior y a los que tanto teme la chica, dos sosias de Cerbero, y la joven Irene una suerte de Eurídice que huye por fin del averno y sin su Orfeo, al que no se le concedió tiempo ni de mirar atrás.
Los minutos finales, en efecto, incluso se instalan en el género del terror (culminación de la imparable invasión de los ingredientes ponzoñosos, de la metástasis no muy diferente de la que sufre el inspector, con que se configuran, desde el inicio, los mimbres del relato), con ecos incluso de La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968), pero también de una película anterior de Martín Cuenca, la magnífica Caníbal (2013) —los dos Cerberos acaban devorando el vientre estéril de Adela, la madre caníbal que, por su parte, se ha alimentado del bebé de Irene casi inmediatamente después de salir de su vientre— . Sin embargo, al contrario que el protagonista de la película de Romero, Irene sobrevive a esa huida de la cabaña en que ha estado retenida, como lo hacía (por poco tiempo) la protagonista de Caníbal. El filme concluye con una cita del celebérrimo plano final de Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956), otro filme con armazón de cuento tradicional: John Wayne había restablecido violentamente un hogar, la civilización, devolviendo a su familia a la hija raptada por los salvajes indios, pero quedaba, precisamente por ello, excluido de ambos, al otro lado de un umbral inaccesible para él; Irene ha hecho lo mismo pero en sentido contrario: ha destruido la impostura de un hogar, que ahora es solo un desolador vacío, uno aún más imposible de colmar de lo que lo era al principio, un hogar incompleto en el que el deseo de una nueva vida solo ha dejado un rastro de cadáveres; ha arrebatado, en fin, de ese hogar fraudulento a la hija que ha dado a luz, sustraída por fin de la oscuridad.
- Debo esta idea a una sugerencia de Ignacio P. Rico. ↩