La hija eterna

La luz verde del pasado Por Ramón H Sosa

Todo vuelve. La imagen de un vehículo que avanza a través de la niebla por un camino rodeado de árboles oscuros, es un retorno. Una imagen que nos invita a pensar en tantas otras similares —de caminos neblinosos, de coches que se sumergen en la noche— que hemos visto, ya antes, una y mil veces. Inmersos en esa memoria común que habitamos tanto los espectadores como los cineastas, un motivo puede bastar para establecer, de una sola pincelada, un clima. Para adentrarnos en un territorio o en una tradición que no por conocidos habrán de dejar de fascinarnos. Más allá de lo útil del recurso, sin embargo, el retorno de imágenes y temas nos acerca a uno de los corazones de lo cinematográfico — el de aquello que regresa, una y otra vez, del pasado, que se resiste al paso del tiempo— y nos abre una puerta a la mente de sus creadores: a sus afinidades, sus recuerdos y sus obsesiones. En La hija eterna (The Eternal Daughter, 2022), Joanna Hogg nos abre una de esas puertas y vuelve sobre objetos, personajes e ideas con los que ya habíamos coincidido antes en su cine. Y vuelve, también, sobre motivos y elecciones que nos traerán a la memoria otras películas. La secuencia inicial, la del coche que avanza atravesando la niebla, nos hace volver, decía, sobre otras tantas similares. Constituye, por lo tanto, el retorno a una imagen conocida que nos anunciará, justamente, otro retorno: el de Julie (Tilda Swinton) y su madre, Rosalind —interpretada por la misma Tilda Swinton—, al lugar que esta última habitó en su infancia, durante la II Guerra Mundial.

Rosalind, que ha dormido durante el viaje en coche, despierta al llegar. Si las personas somos nuestra memoria, ella cobra vida, por así decirlo, cuando ocupa el lugar en el que se encuentran depositados sus recuerdos. Se trata de la que, en su día, fuera la casa de su tía y es hoy un hotel en el que madre e hija esperan disfrutar de un poco de reposo. En unos días será el cumpleaños de Rosalind y este es el regalo de su hija: un viaje al pasado. Julie es cineasta y quiere aprovechar ese tiempo juntas para escribir sobre su madre, a la que adora, y de la que cuida atenta y cariñosamente. Como ya hiciera en Exhibition (2013) o en The Souvenir (2019), Hogg convierte los espacios en un reflejo de sus personajes, en contenedores que acaban por mimetizarse con sus pensamientos y emociones. Para Julie, escribir sobre Rosalind en el lugar de su niñez mientras comparte habitación con ella y prepara su cumpleaños, será un adentrarse, de pies a cabeza, en la figura de su madre. Todo retorno contiene, no obstante, la posibilidad de que lo conocido se haya vuelto extraño. Lo que en su momento fue un hogar y, es más, un refugio —pues les sirvió a Rosalind y a sus primos para alejarse de las bombas alemanas—, es hoy un hotel, es decir, un lugar de paso y, además, uno bastante siniestro. Lo familiar se ha hecho ajeno y, en esta conversión, en lo que fuera un lugar seguro ha acabado por aparecer una semilla de terror. Y así, Hogg decidirá que la del género de terror es la estética idónea para narrar un regreso, el imaginario oportuno a partir del cual perfilar su historia.

The eternal daughter 3

El hotel, aparentemente regido por una sola persona —la joven y no muy eficiente recepcionista sin nombre (Carly-Sophia Davies)— que desaparece todas las noches, parece estar vacío y, aun así, no tener ni una habitación libre. Todo está lleno, les dicen, razón por la que nunca sabrán si al día siguiente podrán seguir ocupando la habitación que les han asignado de manera temporal. Este tira y afloja entre lo que está lleno y vacío, lo que está y no está, y entre el poder quedarse y el ser expulsadas, creará una sensación de extrañeza inicial que será acentuada por los rasgos de género que decoran al hotel: espesas sombras, verdes luces espectrales, pasillos estrechos, ruidos imposibles y niebla, mucha niebla, se unirán a la música divagante para acoger al viaje de madre e hija. Las jornadas se sucederán en una serie de espacios y de actos que, con poca variedad, se reproducirán día a día. Desayuno, escritura, cena, habitación, paseo, insomnio y, de nuevo, paseo. Situaciones a las que iremos volviendo mientras Julie trata infructuosamente de dormir, de escribir y de entrevistar a una Rosalind que, más que concretar, esboza sus recuerdos.

Ampliamente usado en el cine —pensemos, por ejemplo, en dos películas tan distantes entre sí como El día de la marmota (Groundhog Day, Harold Ramis, 1993) y Paterson (Jim Jarmusch, 2016)—, el recurso de la repetición permite al espectador prestar una mayor atención a los detalles. Lo mismo que destaca lo similar, agranda las divergencias y crea una estructura ideal para apreciar la evolución o el estatismo de los protagonistas. En este caso, además, constituye un retorno de situaciones que, una vez más, ilustran otro retorno: el de la madre de Julie. Todo vuelve en esta película sobre el regreso, y la repetición construirá un laberinto equivalente a la propia mente de Julie mientras esta va profundizando en los aspectos inquietantes del hotel, es decir, en el lado desagradable de los recuerdos. Pues, a medida que logre entresacar aspectos del pasado de Rosalind, habrá de asumir que esta vivió en la casa tanto buenos como malos momentos. Que un espacio está llamado a acumular tanto luz como oscuridad. Por su parte, el repicar de ventanas en la noche, los encuentros repentinos en el pasillo, las breves apariciones tras las ventanas o la imposible huida y retorno de Louis, el perro que las acompaña en las vacaciones, dotarán al hotel de la misma aura siniestra que irá adquiriendo el recuerdo. Pese a lo cual, Julie llegará a sobresaltarse, pero nunca la veremos tener miedo. Y es que, a pesar de todo lo dicho, La hija eterna es una película que acude a los elementos del género, pero no es, en absoluto, una película de terror.

En Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé, 1956), Robert Bresson, siguiendo lo que el propio André Devigny ya hiciera en el relato que adapta, indica en el título de la película la resolución de la trama. Este anuncio —un tanto extraño a la actualidad con su omnipresente temor al spoiler— sirve al cineasta para desactivar la tensión que el espectador podría sentir a causa de la historia que está viendo. Disipado el temor por el futuro del personaje al que acompañamos, podemos centrarnos en observar los minuciosos actos y gestos con los que el teniente Fontaine (François Leterrier) lleva a cabo su huida de la prisión alemana. Dirigir es elegir, y Bresson escoge retirar en buena medida la emoción que conlleva la empatía del espectador buscando obtener un observador, por así decirlo, más eficiente. De forma similar, aunque con una búsqueda diferente, en La hija eterna, Joanna Hogg desactiva la mayoría de los códigos del género de terror en el que se inscribe su película. Renuncia al susto, al miedo y a la sorpresa del giro final —que, aviso, desvelaré en el siguiente párrafo— para construir, a partir de los rasgos estéticos del cine sobrenatural, una fábula sobre el duelo. Si Bresson quería que nada se interpusiera en la observación de los actos y los gestos, Hogg busca que nada dificulte la contemplación de las relaciones y la psicología de sus personajes.

La hija eterna es una tercera parte o, por lo menos, un retorno sobre los personajes de The souvenir, en la que Tilda Swinton, además de volver a encarnar a Rosalind, interpreta a una versión adulta del papel que en su día sostuviera su hija, Honor Swinton Byrne. Hogg no abandona al trasunto que creara y Julie vuelve para ahondar en la que es, quizá, la relación más hermosa de las dos películas anteriores: la que tiene con su madre. Hay, sin embargo, más allá de los personajes, otros hilos de unión entre las películas. Al inicio de The souvenir, Julie nos narra el argumento de un proyecto que quiere filmar y que, finalmente, acabará abandonando: el de Tony, un chico cuya adoración a su madre le hace soñar, constantemente, que esta muere. «Siente este temor. No soporta la idea de perderla, y, claro, al final, ella muere». Sin demasiados retoques, la de Tony y la de Julie podrían ser la misma historia. Desde que llega al hotel, a ella le sobrevienen imágenes de la muerte de su madre, solo que, en lugar de sueños, estas imágenes resultarán ser recuerdos. Lejos de tratarse de un giro final, Hogg acude, desde un inicio, a esa memoria cinematográfica que compartimos para evidenciar al espectador el hecho de que Rosalind está muerta: aislarla en el plano, espejos que no la reflejan, falsos racords que la sitúan en la cama equivocada, movimientos llevados a cabo por medio de elipsis. En lugar de jugar, como ya hemos visto otras veces, a crear secuencias llamadas a ser releídas a la luz de su revelación final, Hogg nos invita a observar a Julie a sabiendas de que está interactuando con un recuerdo.

La elección de que Tilda Swinton interprete tanto a la madre como a la hija en lugar de, por ejemplo, haber vuelto a contar con Swinton Byrne para el papel de Julie, refuerza esta misma advertencia de que ambas son la misma persona. O, al menos, de que Rosalind es bien una alucinación o un fantasma emanado desde la propia Julie. Este uso del doble consigue, además, traer a nuestras mentes la que quizá sea la película más famosa y comentada que se ha filmado sobre la idea del retorno: Vértigo. De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958). Sí en aquella James Stewart realizaba, a partir del cuerpo de Kim Novak, la resurrección de la difunta Madeleine, aquí, una Tilda Swinton animada por el vínculo maternofilial, obra el milagro en su propio cuerpo. Pero este no será el único elemento que Hogg le tome prestado de Hitchcock. La espectral luz verde que perseguirá a Julie en sus paseos por el hotel y que, en la habitación, se opondrá a la cálida iluminación interior, es otro homenaje que la directora tomará directamente de la secuencia de la resurrección de Madeleine. Retomar la luz verdosa de Hitchcock es otro medio de hacernos saber que Rosalind está muerta —no olvidemos que en Vértigo el momento de la resurrección era también el de la revelación— y, por ello, dicha luz representará el verdadero temor de Julie. Al final de la película se nos revelará, por medio de un cartel de ‘Exit’, que esas luces de emergencia son las que conducen a la salida del hotel: son un camino que lleva a Julie hasta fuera de ese templo de recuerdos, fuera del lugar en el que Rosalind sigue con vida.

El hotel, la antigua casa en la que Rosalind pasó etapas de su juventud, tenía que ser un espacio que contuviera y despertara los buenos recuerdos. Cuando Julie descubre que fue en ese mismo lugar en el que su madre se enteró de la muerte de su hermano, se derrumba. A medida que su madre vaya recordando, lo positivo irá dando lugar a lo negativo, a los malos recuerdos, y Julie no puede soportar la idea de que estos últimos existan. La memoria lo contiene todo, lo amable y lo desagradable, lo mejor y lo peor, y la memoria de Julie contiene, a la vez, el recuerdo de su madre viva y el de su madre muerta. Por eso el hotel estará vacío, porque hay una parte de Rosalind, de su realidad, que está siendo negada por Julie: la del paso del tiempo, la de la conversión de la casa en un hotel. Además, encerrada en sí misma, Julie no será capaz de ver a los demás —ni siquiera a ese marido al que tiene, según dice, abandonado—, ni de seguir hacia adelante. No puede aceptar que existan malos recuerdos porque eso le obligaría a aceptar que ella también los tiene: los recuerdos de la muerte de su madre. Si La hija eterna no es, en ningún momento, una película de terror es porque de lo fantasmal solo provenía el profundo amor que sienten, la una por la otra, una madre y una hija. La inquietud que ha sentido Julie no era fruto del temor a la aparición sino a la desaparición, a la pérdida. Un duelo. El miedo al dolor que nos asalta, inevitablemente, cuando tenemos que dejar a alguien marchar. El miedo a reconocer que, en el fondo, todo retornado será ya para siempre un extraño, es decir, un fantasma.

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