La hora del lobo
Lo que reflejan los trozos rotos Por Israel Paredes
Tras terminar Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963), Ingmar Bergman comienza a tomar notas sobre una idea que irá variando hasta convertirse en el guion de La hora del lobo (Vargtimmen, 1968). Entre ambas películas, el cineasta sueco realizará otras tres, en especial, Persona (1966). En el momento del estreno de La hora del lobo hubo quien la consideró, y así lo percibió el propio Bergman, como un retroceso tras la ruptura ejercida con aquella. Sin embargo, es posible que una no pueda ser entendida sin la otra, del mismo modo que Persona puede verse como un proceso creativo que estaba presente ya en obras como El silencio (Tystnaden, 1963). Pero también es posible entender La hora del lobo más allá de las coordenadas estilísticas y autorales que se han ido conformando alrededor de Bergman. Como autor ha sufrido ese proceso tan gusto de la crítica y de la historiografía cinematográfica de domesticación, esto es, la ordenación conveniente de trazos autorales que permiten un movimiento por su obra, con tantas variaciones como se quiera, confortable. Sin embargo, el cine que realizó Bergman entre finales de los años cincuenta y a lo largo de los sesenta, sin negar sus trazos personales y sus inquietudes -que, por otro lado, no son propiedad de Bergman y están presentes en más directores, literatos y dramaturgos-, aparecen en películas que, incluso tanto en su abstracción como en su carácter personal y artístico, surgen en un contexto, la modernidad cinematográfica, también tan exigua y amplia como para intentar domesticarla. Cincuenta años después de su realización, La hora del lobo quizá interesa más que como obra surgida en un contexto de ruptura narrativa, de sospecha hacia el relato clásico y de cuestionamiento del punto de vista y de la objetividad, que como una pieza más dentro de una carrera artística personal -aunque, evidentemente, lo sea-.
La hora del lobo suele ser considerada como película fantástica/de terror, quizá la más pura dentro del género de la filmografía de Bergman. Consideraciones que, en general, han venido dadas más por cuestiones argumentales/temáticas. Cierto es que, desde ese punto de vista, es innegable que la película propone un itinerario terrorífico que materializa un terror interior: “interesa por la extraordinaria adecuación estructural entre fantasmas exteriores y fantasmas interiores, pesadillas y realidades, y, (…), por la entonación fantástica con que Ingmar Bergman dibuja este paisaje espectral” 1. En efecto, el cineasta procede a conformar un territorio onírico, irreal y fantástico a partir de la construcción de la película y de sus imágenes. No obstante, no se debe olvidar que, desde determinado momento, la carrera de Bergman está recorrida por un elemento fantástico que contraviene el relato y la realidad que esta contiene, sobre todo en las obras que van de finales de los años cincuenta a comienzos de los setenta, de una manera formal, visual. La hora del lobo, en este sentido, quizá supone uno de los ejemplos más extremos en su filmografía, más explícitos, de romper los contornos de lo real mediante elementos fantásticos que, aunque su procedencia dentro de la ficción puede dar pie a interpretaciones, lo cierto es que surgen integrados en un territorio propicio para tal ruptura y, por tanto, para el cuestionamiento de nuestra percepción de lo real.
La idea inicial para La hora del lobo se remonta a finales de 1962, cuando Bergman ha finalizado el rodaje de Los comulgantes. Según explica el director 2, y aunque en un primer momento son ideas de tanteo, cree estar escribiendo una suerte de comedia. Entre esos primeros apuntes, aparece ya la referencia, luego presente en la película, al cuadro Los antropófagos, de Axell Fridell, cuyo título era el original de lo que acabaría convirtiéndose La hora del lobo. Dos años después, y tras los problemas surgidos con el estreno de El silencio, Bergman recupera la escritura del guion en un contexto personal de crisis personal, algo que, por otra parte, se puede decir de casi toda su vida y creación. Pero lo cierto es que, además de la controversia con su anterior película, Bergman sale en 1966 de un agotador trabajo teatral y de una enfermedad, y se recluye en la escritura para el cine. Esto conlleva que pueda entenderse, como gran parte de su filmografía, como una reflexión del cineasta sobre sus demonios internos, sobre sus miedos y sobre su condición de artista -y el canibalismo ejercido por los demás de las creaciones propias, como demuestra en varios momentos de la película de manera explícita-.
La hora del lobo arranca una suerte de trilogía, completada por La vergüenza (Skammen, 1968) y Pasión (En passion, 1969), en la que Max von Sydow ejerce como alter ego de Bergman, como “el artista como fugitivo, retirándose al pequeño mundo de su isla y gradualmente girando sus pensamientos sobre sí mismo, hasta que sueño y realidad emergen en una terrorífica colisión” 3. Así, La hora del lobo, cuyo guion Bergman escribe, como decíamos, casi recluido en Fårö, maneja un componente personal que tiene, según palabras del director en Linterna mágica 4, sus orígenes en su educación y en unas vivencias que de manera transversal recorren su obra y que en este caso se traducen -como en las películas que rodean a La hora del lobo– en una mirada cada vez más abrupta y virulenta alrededor del castigo corporal entendido como un ritual y su consecuente humillación.
Bergman reconoce tener en mente pasajes de su infancia que le afectaron tanto a él como a su hermano a la hora de crear al personaje de Johan Borg (von Sydow), al cual introduce en una auténtica catábasis cuya visualización expone un tormento interno que se materializa de forma externa y que Bergman organiza en una estructura externa muy recapacitada. La película arranca con Alma (Liv Ullman) hablando a cámara con un tono casi documental en el que expone al espectador que va a relatar la desaparición de su marido, con quien lleva siete años casada, y se retrotrae a su llegada a la isla. Ahí arranca la primera parte de la película, la cual da habida cuenta mediante trazos y fragmentación de una vida diaria en la que Johan comienza a tener, o quizá no, visiones en la isla de personajes extraños. Alma intenta entender a Johan, asumiendo, como expone en un momento, que aquellos que conviven mucho tiempo juntos acaban pareciéndose. Tras ese inicio, que conduce por el momento La hora del lobo por un territorio más normativo, aunque basado en rupturas narrativas y en una atmósfera malsana, arranca la lectura de los diarios de Johan por parte de Alma, cuando una extraña anciana aparece y la insta a hacerlo. Alma leerá las palabras de su marido y comprobará cómo esos encuentros que relataba Johan parecen haberse producido, como el que tiene con el Baron won Merkens (Erland Josephson), quien invita al matrimonio a su castillo a una fiesta. Con ella se inicia la siguiente parte de la película. Alma y Johan llegan a la fiesta y estarán rodeados de un grupo de estrambóticos personajes que representan una alta sociedad decadente y enferma. En un momento dado, enseñan un cuadro que Johan pintó de una antigua amante, Veronica Vogler (Ingrid Thulin), a quien Johan considera haber visto anteriormente en unas de sus apariciones. A punto de un colapso, regresan a su casa. Allí, Johan se sincera con Alma: habla sobre ‘la hora del lobo’ 5, sobre los castigos que recibía de su padre y, finalmente, recupera una experiencia con un niño, o demonio, en la isla, en una de las mejores secuencias de la película. Después de aparentemente disparar a Alma regresa al castillo en donde Johan se verá inmerso en una fantasmagoría que acabará en el bosque: Alma verá cómo acaban con él esos antropófagos hasta que Johan desaparece. Al final, se pregunta, de nuevo frente a la cámara, si podría haber hecho algo más por Johan. Si podría haber amado más a su marido y salvarlo.
Uno de los elementos que hicieron que se recibiera de manera contraria La hora del lobo, es lo que hace de ella, lejos de simple posible recuento de neurosis autorales, una de las películas más interesantes de Bergman. El cineasta sueco tenía claro desde el principio las secuencias de apertura y de cierre, con Alma dirigiéndose a la cama de manera directa y casi pseudocumental. La película arranca informando al espectador de que está basada en lo que Alma contó, presumiblemente, al director, y en los diarios de Johan. Una pretendida objetividad que, al poco de avanzada la película, se pervierte de manera total para dar paso a una subjetividad absoluta en la que se rompen los marcos comunes de la narración tanto en la estructuración de la película como en la construcción de las imágenes. Este procedimiento da habida cuenta de la perturbación interior de Johan y de sus demonios, esos antropófagos, y Bergman lo traduce mediante una ruptura del relato tradicional, conduciendo La hora del lobo a derroteros fantásticos en tanto a que la supuesta realidad, y el concepto que de ella tenemos y de su representación cinematográfica, quedan pervertidos por una figuración que tiende a una abstracción en la que las imágenes se presentan portadoras de sensaciones y de ideas más que de datos debidamente ordenados para conformar una narración al uso. Hubo quien vio incongruencias en esa ruptura de la objetividad planteada al comienzo y a la que regresa al final. Y, sin embargo, es quizá el elemento más relevante de La hora del lobo.
Bergman, como otros directores coetáneos y que trabajaron en la modernidad cinematográfica, más allá de personalismos y mundos propios, evidenciaron, cada uno a su manera y en su contexto, un cambio, una nueva deriva, que afectaba tanto al lenguaje cinematográfico en su ruptura con la tradición como, de manera consciente o no, ponía de relieve una crisis mayor en la que el relato tradicional, su organización y, por tanto, su componente ideológico, no parecían tener ya sentido en un contexto convulso. Cincuenta años después, sin embargo, La hora del lobo sigue presentándose como reveladora de dicha crisis, pero no así de su superación. Johan asiste a ese combate interno, personal y narcisista, extensión del propio Bergman en todos estos sentidos, pero también como individuo sumido en un presente en el que su arte y su persona viven en conflicto con una realidad hostil y neurótica, totalmente enloquecida. El cine de Bergman de esos años, hasta los setenta, se encuentra atravesado no solo de cuestiones personales, también, y por muy recluido que se encontrase en cada momento de escribir sus guiones y rodarlos, de una mirada hacia una realidad en la que no solo se había impuesto el silencio de Dios, también, y sobre todo, había eclosionado una ruptura con preceptos pasados como el Humanismo, entendido este como organización de las relaciones individuales dentro de una sociedad herida y sometida a unos designios llenos de dudas y sin lugar al que aferrarse. Así, las imágenes de La hora del lobo nos hablan de ese contexto que atraviesa de muy diferentes maneras la modernidad cinematográfica, para la cual el mundo había vivido demasiados cambios y crisis que imponía la necesidad de una nueva forma de representarlo, de narrarlo.
La violencia que emana de las imágenes de La hora del lobo, su trabajo experimental con ellas para conformar diferentes territorios cinematográficos que hablen de una mente – y de un mundo- roto, enfermo y terrorífico, traducen una sospecha, y un enorme miedo, hacia una realidad que ha cambiado y que no se entiende. De ahí que, así por otros motivos, la relevancia de la famosa secuencia del pequeño teatro que representa un pasaje de La flauta mágica, de Mozart , de la cual Bergman, obsesionado con ella, absorbe algunos elementos para La hora del lobo, dado que su introducción, más allá del juego personal, introduce un momento de sosiego en la narración. El arte como salida, como reducto de una realidad -tanto ficcional como externa- cruenta y enferma. Antes de la secuencia del pequeño teatro de marionetas, el espectador asiste a una cena en la que la cámara recorre los rostros de los comensales y muestra lo demencial de sus vidas mientras Johan y Alma son testigos aterrados de un espectáculo decadente y grotesco. Después, desplazados ante la pequeña representación, encuentran en ella paz y consuelo, aunque sea de manera momentánea y efímera. El contraste entre ambas secuencias evidencia dos mundos que conviven en La hora del lobo y que son, en manos de Bergman, extrapolación no solo de una mente contrariada -la suya en ese momento, la de Johan-, también muestra de una realidad mucho más amplia. Aunque, en su reverso, la pequeña representación también habla del amor, como posible salvación, algo que se relaciona con la duda de Alma al final de La hora del lobo pero que, a su vez, puede apuntar a algo más profundo y amplio.
Bergman opera dentro de los contornos de un fantástico que mira tanto a Hoffman como a Stoker a la hora de construir un mundo fantasmal en el que sueño y realidad se confunden dentro del marco de una narración que comienza con Alma enfrentada a la cámara. Pero esa objetividad se da de bruces con la necesidad de una puesta en escena abismal entretejida con sueños y realidades, con pesadillas de todo tipo, con imágenes de distintas texturas que dan habida cuenta de un trabajo experimental en todos los sentidos. Cuando Johan, devenido en ser andrógino, se enfrenta al cuerpo desnudo de Veronica Vogler, es humillado tanto por ella, quien quizá ha resucitado, como por esos demonios/antropófagos, quienes se ríen de un Johan que, aunque desesperado, se dirigirá a ellos: “Os doy las gracias, el espejo está roto, pero ¿qué reflejan los trozos?”, sentencia que Bergman recuperará en La vida de las marionetas (Aus dem Leben der Marionetten, 1980). En Imágenes, Bergman, al recordar la secuencia, termina diciendo que todavía no tiene una buena respuesta para esa cuestión. Al menos, con La hora del lobo se acerca a una al mostrar unas imágenes devenidas en esos trozos que rompen el relato y a los personajes. Pasados cincuenta años, el espejo sigue roto y seguimos si saber qué reflejan. Algo que hace de La hora del lobo una de las películas más relevantes de Bergman, porque continúa hablando de identidades confusas e inventadas, de narcisismos mediocres, de la exposición hacia los demás y de los demonios que surgen al hacerlo y que canibalizan todo lo que encuentran a su paso. Esto es, sigue hablando en presente, del nuestro.
- LATORRE, José María (1987): El cine fantástico, Barcelona: Publicaciones Fabregat/Dirigido por…, p. 346. ↩
- BERGMAN, Ingmar (1992): Imágenes, Barcelona: Tusquets Editores, pp. 26-28. ↩
- COWIE, Peter (1982): Ingmar Bergman. A critical biography, Nueva York: Secker & Warburg, p. 242. ↩
- BERGMAN, Ingmar (1988): La linterna mágica, Barcelona: Tusquets Editores ↩
- «La hora del lobo es la hora entre la noche y el amanecer. Es la hora en que la mayoría de las personas muere, cuando el sueño es más profundo, cuando las pesadillas se sienten más reales. Es la hora en que los demonios son más poderosos. el lobo es también la hora en que nacen la mayoría de los niños » ↩
Muy buen análisis, aunque creo que a veces retuerce innecesariamente la sintaxis, lo cual afea el discurso porque recae en amaneramiento forzado, sus puntos de vista son casi todos acertados. Ni