La huida
Desencuentros y automatismos Por Pablo Sánchez Blasco
James Joyce describió mejor que nadie cómo cae la nieve, lánguidamente, ante los ojos de Gabriel en su relato Los muertos (The dead, 1914). Aquella nieve melancólica se abate “sobre la oscura llanura central, sobre las colinas despobladas, suavemente sobre los pantanos de Allen (…) sobre todo el universo”. Sus copos silenciosos, vistos desde el interior, caen lánguidamente “como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos… y los muertos”. Pero entre ellos, ni en un grupo ni en el otro, se pueden integrar los personajes de La huida (Deadfall, Stefan Ruzowitzky, 2012), a quienes los copos traspasan, indiferentes, sin rasgarles, sin afectar a sus cuerpos, sin provocarles herida alguna. La nieve de la película, esa tempestad que debería quebrarles y hostigarles, no cae sobre ellos porque es un efecto digital, solo interactúa con las imágenes en una superposición de planos, de capas impresas. En vez de caer sobre la tierra, los copos cruzan el encuadre de manera superficial, dejando indemnes los abrigos, los maquillajes, las pieles o las pesadumbres de los protagonistas.
Es cierto que La huida no es más que un thriller de bajo presupuesto –cinco veces un largometraje español, para entendernos– y que debe ahorrar sus recursos de producción en el plano. Y aún así las sensaciones que nos inspira esa escisión es una grave inverosimilitud. La unión entre el entorno y los personajes queda disociada, primero en un plano físico, sensible a la integridad de sus cuerpos, y luego en un plano psicológico que les impide obtener su dimensión humana. Una intensa anhedonia se adueña entonces de la cinta. El suyo es un problema nacido en guion y gangrenado por la insensibilidad de las imágenes –o realizado, por el contrario, de forma coherente con el texto–. Durante el prólogo de la película, el psicópata Addison y su hermana son víctimas de un accidente de coche tremendista, con diez vueltas sobre el asfalto y un aterrizaje estremecedor. Es un intento del cineasta por causar impacto en los primeros minutos, marcando así un horizonte futuro de expectativas. Pero sus personajes sobreviven intactos, sin un rasguño, sin una leve cojera o un hombro fuera de su sitio: salen indemnes porque llevaban puestos sus cinturones de seguridad. De igual manera, casi congelada por la tormenta, Liza preserva un maquillaje perfecto sobre su rostro; labios rojos, uñas pintadas o incluso la sombra de las pestañas impertérrita hasta el último plano del film.
El artificio de la película es demasiado evidente como para afectarnos. Ese es su problema. El artificio de la imagen, como decíamos respecto a la nieve. El artificio de la violencia; cada vez que emerge, forzada, enfática y superficial. O el artificio de los sentimientos, el menos perdonable, debido a su torpe caracterización de personajes y al frívolo sesgo que adquieren sus rumbos. Su director pretende contar una historia sobre destinos que se entrecruzan de forma casual bajo la nieve. Los resortes de su vínculo, sin embargo, parecen azares tan caprichosos como irreales, ya que no hay coincidencia entre el hombre y la naturaleza, entre el estímulo y la sensación, el plano y su idea correspondiente. Da la impresión de que Jay, el boxeador caído en desgracia, pertenece a otra película o ha permitido que varios extraños invadan la suya por error. Su aire meditativo, siempre circunspecto entre tantos histrionismos, le aporta una capacidad de instrospección que acaba por dignificar su esfuerzo. Los mejores personajes del film son aquellos de los que menos información tenemos. Como la agente de policía obsesionada con seguir a su padre, un personaje tan arquetípico que pasa desapercibido en comparación con Liza, la atracadora incestuosa que arrastra una inmadurez derivada de sus complejos infantiles. Durante su escena de sexo con Jay, de noche en el motel de carretera, sus cuerpos se mueven desesperados como tratando de hallar una emoción profunda que se les escapa. Cualquiera diría que ansían traspasar esa coraza disuasoria de insensibilidad, de frialdad en absoluto cortante, que tiene la película.
Y fracasan. Porque los personajes están vacíos, vaciados; actúan siguiendo automatismos que se pretenden conflictos psicológicos. “¿Cómo sería un hogar?” se pregunta la voz en off que inaugura el relato. “Una granja en un valle, supongo” prosigue en una simple explotación del tema, ya tópico, del hogar irrecuperable de la familia tradicional: un unicornio para que sueñen los replicantes con altas pretensiones. Porque la cantinela ya es célebre. Los dos hermanos embrutecidos por la violencia del padre alcohólico. Un hijo que ha traicionado la confianza de su progenitor. Una hija que intenta sin éxito agradar al suyo. Viajes de redención entrelazados que se entorpecen. Los personajes de La huida habitan un mundo plagado de absurdo, violencia y crueldad. Sin embargo, el discurso que los mueve sugiere que éste nace de un edén mítico simbolizado en la infancia violada. El ser humano, en la intimidad, tendría unos principios innatos que se corrompen con la puesta en práctica. Por ello el colmo de la transgresión parece ser esa cena de acción de gracias organizada por el villano, a medias consecuencia de los errores acumulados, a medias ilusión compartida de una existencia que todos, en el fondo, desearían tener –Ruzowitzky debería haber visto la cena de Killer Joe (William Friedkin, 2011) antes de rodar la suya–. Así que la destrucción del hogar paterno, allanado, amenazado y envenenado por la violencia, es el castigo para que los personajes asuman la soledad de su intemperie, o desencanto, o solo madurez: para que despierten de su letargo.
Los elementos constitutivos de La huida están a la vista del público en todo momento, pero emergen desalineados de su posición, como revueltos por un viento frío del que nunca se han llegado a recuperar.
Bajo un concepto semejante, sería posible examinar su estado definitivo como una secuela de esa tormenta que azota los paisajes y destruye todos los planes previos. Mientras la nieve cruza la pantalla –sin caer nunca, por supuesto–, los personajes divagan desorientados, desligados de sí mismos, de lo que quieren y de hacia dónde van. Se saben fuera de sitio y cada uno se aferra a los patrones utilizados con anterioridad: el boxeador rudo y condenado al fracaso, la chica huérfana que busca un protector, el machista dispuesto a liberar sus instintos. Podría juzgarse hasta como una virtud la divergencia de tonos entre historias o entre las decisiones de un solo personaje. Porque ellos corren desnortados contra el viento, sin brújula alguna que les guíe hacia el hogar. En una escena de intimidad, Liza le pide a Jay que invente un nombre para ella, una profesión. Hallar a tu personaje de la nada, conquistar tu voluntad por encima del director, podría ser la esencia de una historia de colisiones inevitables en el centro de ninguna parte. La búsqueda del hogar como núcleo narrativo sería la raíz, el arranque desde el que originar, a través de la curva como trazado, una nueva sensibilidad con uno mismo, con la naturaleza, con el pasado, con el dolor o con la nieve que cae sobre todo el universo según James Joyce.
Pero no. Todo eso es literatura, algo que le hace falta, y en grandes cantidades, a una obra tan rutinaria como esta La huida de Stefan Ruzowitzky. Sus personajes nunca encontrarán esa redención simbolizada en el hogar porque su propia naturaleza se lo impide: su esencia de personajes incompletos, nacidos o escritos con unas taras determinantes para su desarrollo posterior. La frustración de toda la película tiene su correlato en la secuencia del bar, cuando Liza y Jay bailan solos en la pista, falseando una imagen hueca de esa felicidad que les esquiva, de esa significación ideal que la imagen invoca con unos recursos equivocados.