La imagen bélica

La distancia entre el ojo y la bala Por Damián Bender

“Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos. […]Una generación que todavía había ido a la escuela en tranvía tirado por caballos, se encontró súbitamente a la intemperie, en un paisaje en que nada había quedado incambiado a excepción de las nubes. Entre ellas, rodeado por un campo de fuerza de corrientes devastadoras y explosiones, se encontraba el minúsculo y quebradizo cuerpo humano.”Walter Benjamin, El narrador

Las palabras nunca dichas

bala

I.

Si hubiera que establecer una fecha para señalar el momento en que la Guerra comenzó a ser considerada como una auténtica aberración, posiblemente el 11 de noviembre de 1918 a las 11 de la mañana —momento en que el armisticio firmado seis horas antes sería finalmente acatado— sea la alternativa más viable. La onceava hora del onceavo día del onceavo mes se llevó consigo 2738 vidas en enfrentamientos fútiles, que tenían como objetivo la captura de parcelas adicionales del territorio enemigo y asegurarse la obtención de una buena posición territorial en caso de que el armisticio fuera cancelado y se reanudara el conflicto.Sea por medidas preventivas o por mera terquedad de los comandantes a cargo de las tropas, miles de soldados perdieron la vida estando a minutos de ser enviados a sus hogares. Es un final trágico con ribetes de absurdo, una definición que puede extenderse a la totalidad de esos cuatro años en los que se libró un conflicto global para dirimir las voluntades de expansión de un puñado de potencias europeas que terminaron debilitadas en su conjunto; fortaleciendo la posición global de un agente externo al conflicto —Estados Unidos— y sirviendo como detonante de la revolución más importante del siglo XX en Rusia. Mientras las potencias imperialistas se disputaban el control del centro del mundo conocido, el nuevo mundo se gestaba al este y al oeste.

Lo que quedó del viejo mundo tras el enfrentamiento evidenciaba los rastros de una guerra que excedía cualquier expectativa acerca de la capacidad destructiva de la tecnología de esos tiempos. Si bien el grueso del arsenal bélico utilizado en la Primera Guerra Mundial no era precisamente novedoso —exceptuando por el vertiginoso desarrollo de la aviación y de los tanques hacia el final del conflicto— todo subió considerablemente de escala: el calibre y capacidad destructiva de los cañones, la utilización de sistemas indirectos de cálculo para disparar a un objetivo desde posiciones cubiertas maximizando la capacidad de alcance del cañón, el uso extensivo de minas para atacar trincheras enemigas por debajo de la tierra, el desarrollo de ametralladoras livianas para dinamizar los ataques de contra-infantería y capturar territorio de forma rápida. Cada tipo de armamento alcanzó cotas de destrucción inimaginables en los años anteriores, avivados por la llama de un conflicto que incentivó el desarrollo de cañones y minas terrestres para tratar de sacar ventajas a distancia en el estatismo de la guerra de trincheras y de ametralladoras livianas para permitir que unidades reducidas imprimieran daño en territorio enemigo de forma ágil y eficiente —cosa que hizo de los Stormtroopers alemanes una leyenda de su tiempo—. El horror de la artillería moderna se combinó con el barro de las trincheras, el hedor de los cuerpos atrapados en alambre de púas y los inmensos cráteres dejados por minas y misiles, para romper con el glorioso imaginario de las guerras imperialistas. El entusiasmo de escritores como Thomas Mann en Reflexiones de un hombre apolítico 1, recopilación de ensayos escritos en el período de 1914 a 1918 en el que justifica la inserción de Alemania en el conflicto bélico a partir de una visión purificadora de la guerra en la que el carácter del hombre germánico está naturalmente predispuesto al enfrentamiento armado —exponiendo un núcleo cultural en el cual se puede detectar la raíz del nazismo y del cual Mann renegaría años más tarde—,abrió paso al dolor y el disgusto. El aspecto civilizado y cuasi deportivo de la cosmovisión de la guerra para occidente había sido deconstruido por el desarrollo de la técnica.

El trabajo de Ernst Friedrich en el libro fotográfico ¡Guerra a la Guerra! 2 es un ejemplo paradigmático de este cambio de mentalidad: sus 250 páginas pueden describirse como una declaración de principios o si elaboramos una descripción más visceral, un escupitajo en la cara de cualquier ser humano ¬—especialmente si se trata de un rey o un gobernante— que apoye una empresa de destrucción masiva como la Primera Guerra Mundial. Desde una postura proletaria, Friedrich asocia directamente el origen de la guerra al régimen capitalista, y aboga por un cambio cultural en el que se inculquen valores opuestos a los ideales de la guerra desde la crianza, desechando los soldaditos de juguete por una educación que privilegie el respeto por la vida humana. Dentro de esta retórica, las fotografías de las atrocidades de la guerra funcionan como una prueba irrefutable, ya que en sus palabras:

“las fotografías desde la primera página hasta la última, muestran evidencias obtenidas por el inexorable e incorruptible lente fotográfico, de las trincheras y las fosas comunes, de las “mentiras militares”, de los “campos de honor”, y de otros “idilios” de la “Gran Época”. Y ningún hombre de ningún país puede ser testigo de estas imágenes y decir que no son verdaderas y no corresponden a realidades.” 3

La dimensión objetiva de la imagen fotográfica, su capacidad de capturar un fragmento del mundo que se cruce con la lente, es tomada de un modo literal y presentada como evidencia irrefutable de las consecuencias de la nueva guerra industrial, los cuerpos mutilados desperdigados por los campos de batalla se transforman en imagen y adquieren una dimensión física para el que los mira: los fallecidos dejan de ser solo números para la estadística, se graban en la mente del observador a través del impacto emocional que genera el extrañamiento de la figura humana —de su cuerpo, de su biología— a través de la violencia. El impacto de las imágenes es subrayado a través de comentarios mordaces que buscan trasladar la indignación del propio Friedrich al receptor en clave de amarga ironía —de forma comparable a los comentarios que Goya endosaba en cada una de las pinturas de la serie Los desastres de la Guerra—, demostrando la vacuidad de los valores y pancartas a favor de la guerra cuando el resultado es una enorme pila de cadáveres de todas las nacionalidades. Al igual que en la recordada escena de Sin novedad en el frente (All Quiet on the Western Front, Lewis Milestone, 1930) en la que un joven soldado alemán —el protagonista del filme— le pide perdón al enemigo francés al que acaba de asesinar, lo que se destaca es la necesidad de remarcar que todos los soldados son víctimas de la guerra, sin importar la nación o el credo de cada uno. La ética humanista se manifestaba en búsqueda de la paz utilizando las secuelas físicas y mentales de la guerra en contra de sí misma.

Sin embargo, esta avanzada pacifista no duró por mucho tiempo. Su mayor éxito en la lucha por la paz fue el pacto de Kellogg-Brand 4 —también conocido como el Pacto de Paris— firmado en 1928 por Alemania, Francia y Estados Unidos y por el grueso de las potencias globales en los meses subsiguientes; un pacto en el que las naciones renunciaban a la guerra como herramienta de resolución de conflicto entre países y que, como la década siguiente demostró de forma cabal, ha resultado un absoluto fracaso en el corto y largo plazo. El poco éxito que puede atribuirse es residual: ha servido como primera base legal para los protocolos diplomáticos actuales de paz y fue la primera manifestación de carácter geopolítico en que la guerra es desprovista de su carácter heroico. Estos intentos por garantizar la paz o, al menos por bregar por ella, resultaron vanos a los ojos de la historia. Lo que quedó grabado en la memoria como una persistencia en la retina que se intensifica cuanto más fuerte se cierra los ojos, son las imágenes. Las imágenes —como la guerra— permanecen.

ojo bala

 It Was the War of the Trenches (Jacques Tardi)

II.

Walter Benjamin, en un pasaje introductorio de su texto acerca de las mutaciones en las maneras de contar historias, en las que el narrador oral tradicional, el juglar que cuenta los mitos que corren de boca en boca va dejando paso al ensimismado novelista que vuelca su subjetividad en la palabra escrita de forma unívoca, esboza una curiosa característica del soldado que vuelve de la Primera Guerra Mundial: el mutismo en relación a las experiencias en el campo de batalla. A diferencia de lo que uno podría creer en un primer momento, Benjamin no está haciendo referencia al soldado gravemente afectado por el estrés post-traumático —en esos años conocido como shellshock—, sino al comportamiento del soldado raso que se sentía alienado con respecto al resto de la sociedad, siendo incapaz de narrar los acontecimientos, las experiencias vividas en las trincheras. Los horrores de la guerra moderna habían pasado a ser inenarrables, a trascender la espontaneidad de la palabra humana. En el reciente documental de Peter Jackson con motivo del centésimo aniversario de la Primera Guerra Mundial, They Shall not Grow Old (2018), los testimonios de los combatientes reflejan esa misma condición de alienación y extrañamiento: como si estos hombres hubieran regresado de un viaje a un planeta desconocido, a su vuelta no conseguían poner en palabras lo que habían vivido y presenciado, prefiriendo callar ante todo aquel que no hubiera estado con ellos en batalla. Ese silencio también es detectado por Jacques Tardi, un ilustrador francés que expondría en forma de cómic numerosas historias de la Gran Guerra en It was the war of the trenches (1993), tras conocer varias de las vivencias de su silencioso abuelo de la boca de su abuela.

Que este efecto pueda rastrearse en soldados franceses, británicos y alemanes habla de un fenómeno generalizado, y ese fenómeno es el impulsor de las ideas de Benjamin. El filósofo alemán siempre se caracterizó por entender que la evolución de las artes y de la humanidad misma están íntimamente ligadas con los desarrollos de la técnica, llevándolo a trazar un paralelismo entre el advenimiento del novelista como figura principal a la hora de contar historias en detrimento de la tradición oral, y el silencio de los soldados al regresar de la guerra. El desarrollo de la técnica determina la evolución de las artes, y si la experiencia colectiva se subordinaba a la subjetividad del narrador individual, las vivencias de la guerra no encontraban interlocutores orales, pero sí visuales. El hecho de contar la guerra pierde terreno al tener la chance de ver la guerra con nuestros propios ojos. Lo inenarrable se vuelve visible.

La fotografía —y posteriormente el cine— puede haber destruido el concepto aurático en la obra de arte, sin embargo, la era de la reproductibilidad técnica nos permitió observar la guerra con nuestros propios ojos. Observar, y no imaginar, aunque estemos a miles de kilómetros de cualquier conflicto armado a la redonda, implica que el rol del narrador queda disminuido ante las “evidencias obtenidas por el inexorable e incorruptible lente fotográfico”, que nos llenan los ojos de verdad o por lo menos de un pedazo de realidad acontecida en otros lugares y otros tiempos. La precisión de la imagen sobrepasa en impacto a las descripciones detalladas de las crónicas, a los testimonios de soldados y prisioneros, a la palabra como forma de evidencia. Como reza el dicho, una imagen vale más que mil palabras. Y en los conflictos armados, las imágenes se han transformado en los vehículos primordiales de memoria colectiva.

¿Qué imagen se nos viene a la cabeza al pensar en la Segunda Guerra Mundial o en la Guerra de Vietnam? ¿Qué vemos al cerrar los ojos con la mente enfocada en Afganistán o en Siria? ¿Qué secuencias nos persiguen si ponemos la mira en los estallidos sociales recientes en América Latina, en Hong Kong o en Irak?

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The Battle of the Somme (Geoffrey H. Mallins, 1916)

III.

Resulta muy interesante hacer una cronología de cómo fue evolucionando la documentación audiovisual y fotográfica de los conflictos bélicos en la era moderna a lo largo del tiempo. En la Primera Guerra Mundial el material fotográfico excede en cantidad y en calidad al obtenido en imágenes en movimiento. El material cinematográfico se encuentra especialmente limitado por su labor propagandística, filmes documentales como The Battle of the Somme (Geoffrey H. Mallins, 1916) cumplen mayormente una labor informativa de las actividades militares, con un fuerte sesgo nacionalista en el que se lo que se muestra lleva tranquilidad a la población civil, asegurándole que todo está en orden y las fuerzas propias tienen la mano ganadora. Las impresionantes imágenes del estallido inicial con el que empieza la batalla de Somme —las fuerzas británicas hacen detonar una mina debajo de un puesto de ametralladoras alemanas, sin éxito— y un breve fragmento de la carga inicial de la infantería británica —con consecuencias desastrosas que no son mencionadas en el filme— se intercalan con imágenes de explosiones en locaciones de dudosa autenticidad y episodios de la vida cotidiana de los soldados en los que la presencia de la cámara despierta toda su jovialidad. En cambio, la fotografía pudo escapar de esos usos y aportar otro tipo de imágenes, como las que ilustran el libro de Ernst Friedrich y que son en su mayoría parte de archivos médicos y documentación militar.

En la Segunda Guerra Mundial se mantendría esta tendencia hasta el final del conflicto, donde el Holocausto parte las aguas entre los tratamientos de shock hacia la población circundante a los lugares del hecho, por parte de Hanus Burger en Molinos de la Muerte (Die Todesmühlen, 1945) —Billy Wilder readaptaría el material para hacer una versión hablada en inglés y titulada Death Mills 5— y Falkenau, una visión de lo imposible (Falkenau, theImpossible, Emil Weiss, 1988) que rescata el material registrado por Samuel Fuller en el momento de liberación de los campos de concentración de Falkenau. En los dos documentales sucede algo parecido: ante las imágenes del horror los soldados estadounidenses deciden llevar a los pobladores de la zona y mostrarles lo que aseguraban no conocer. Tanto para los moradores como para el espectador de una sala de cine —los aliados llevaron este material a diversas salas de Alemania en los años de ocupación—, se trata de mirar el horror a los ojos y tomar consciencia del carácter objetivo de lo que estos perciben. Este enfrentamiento radical ante las imágenes se contrapone con el más conocido y reflexivo trabajo de Alain Resnais en Noche y Niebla (Nuit et brouillard, 1956) o de Claude Lanzmann en Shoah (1985), filmes en los que los espacios vacíos y los testimonios elucubran nuevas formas de pensar la memoria y construir la historia.

La Guerra de Vietnam es quizá el punto en el que las capacidades técnicas de difusión de imágenes, la calidad del equipamiento y la confianza en el valor de una fotografía para cambiar el mundo coincidían en un nivel en el que tanto la cobertura televisiva como fotoperiodística se encontraban en su cénit. Mientras el conflicto bélico en tierras vietnamitas se expandía al territorio estadounidense en la forma de descontento social, las cámaras capturaban todos los acontecimientos con sumo detalle, con una libertad comparable a la que reclamaba la juventud en los años del Mayo del 68. La libertad de prensa permitía a los periodistas acompañar los movimientos de las tropas, obtener testimonios y de esa forma documentar los progresos y fracasos de la empresa bélica emprendida en territorio ajeno. El ida y vuelta periodístico entre las lluvias de napalm y las protestas universitarias es un agente clave para entender la derrota en manos de las fuerzas del norte: los avances estadounidenses nunca estuvieron tan expuestos a la opinión pública como en esos años, y nunca se partieron tanto las aguas dentro de sus propias fronteras a raíz de un conflicto bélico.

Esa lección fue aprendida tanto por el gobierno de Estados Unidos como por los demás países en conflictos futuros: para cuando llegamos a la Guerra de Malvinas la cobertura periodística permitida por el gobierno británico es fuertemente limitada. El control y el manejo de la información expuesta al público se vuelve una prioridad, y por consiguiente las imágenes de la guerra empiezan a experimentar un proceso de abstracción en el que lo que vemos empieza a dejar de coincidir con las nociones del imaginario cultural acerca del conflicto armado. Harun Farocki en su video instalación Ojo/Máquina (Auge/Maschine, 2001 – 2003) y el documental Reconocer y perseguir (Erkennen und verfolgen, 2003) detecta estas tendencias y a través del mismo razonamiento que Benjamin, relaciona la mutación estética de las imágenes de guerra —nocturnas, asépticas, preferentemente a la distancia y sin seres humanos a la vista— con los progresos de la técnica y la computación para dirigir drones desde una base militar y disparar misiles que siguen a su blanco de forma automática. La automatización de las tareas de destrucción masiva aunadas al control de la información audiovisual a la que pueden acceder los medios periodísticos terminó por construir una visión de la guerra casi tan opaca como la que podíamos inferir del filme de Mallins en 1916.

Aberraciones e interacciones

“Central to modern expectations, and modern ethical feeling, is the conviction that war is an aberration, if an unstoppable one. That peace is the norm, if an unattainable one. This, of course, is not the way war has been regarded throughout history. War has been the norm and peace the exception.”

Susan Sontag, Regarding the Pain of Others 6

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En la izquierda, imágenes de alfombras de guerra afganas. En la derecha, imágenes del videojuego Terrifying 9/11.

I. Las palabras nunca dichas

Es curioso que el debate paradigmático sobre la responsabilidad moral de las imágenes no se haya dado en torno a un crudo documental, sino a una representación ficcional ambientada en los años de la segunda guerra: el desafortunado travelling de Kapo (Kapò, Gillo Pontecorvo, 1960) terminó siendo objeto de estudio de Jacques Rivette y asentando las bases para una suerte de máxima cinematográfica en la que se sublima la relevancia del tratamiento del audiovisual como lenguaje. Si bien puede discutirse desde qué momento se da el puntapié inicial del cine moderno, la discusión crítica del travelling de Kapo determina el estado de madurez del lenguaje cinematográfico: las imágenes ya no valen más que mil palabras, sino que son capaces de pronunciar sofisticadas oraciones. Lo que se extrapola es que una secuencia tiene múltiples implicaciones y el individuo encargado de su realización debe ser consciente de los significados que puede alcanzar el discurso plasmado en ella. La imagen se vuelve plenamente autoconsciente de sus potencialidades, y los años posteriores a este debate mostrarían las capacidades de la cobertura bélica a gran escala.

Commander Khawani (Florent Marcie, 2011) es un documental particular. Rodado íntegramente en la línea de fuego entre el territorio defendido por las fuerzas afganas y el talibán, muestra un aspecto de la guerra que no suele verse generalmente: lo rutinario. Lo que Marcie captura a lo largo del metraje es una concepción de lo bélico que no tiene mucho que ver con cuestiones tales como los intereses geopolíticos o los valores nacionales, con el excepcionalismo de la guerra, sino con el ritmo del trabajo de oficina. Khawani y sus hombres pasan los días monitoreando los alrededores, durmiendo siestas bajo el sol e intercambiando disparos con fuerzas talibanes con una tranquilidad sorprendente. En ocasiones tiene conversaciones con el enemigo por radio, y hasta se reúne con soldados talibanes por la noche por el simple hecho de haber entablado amistad años atrás. Lo que el documentalista francés registra es la particular idiosincrasia de una nación que lleva años sin saber lo que es la paz. Desde la invasión soviética de 1979 que los afganos viven en conflicto permanente, sea por invasiones extranjeras o guerras civiles entre los diversos grupos étnicos dispersos por el territorio de la nación. Cuando la guerra es lo normal y la paz es la excepción, la vida y la cultura experimentan mutaciones difíciles de asimilar para el ojo extranjero. La facilidad con la que vemos a soldados talibanes cambiar de bando tras una charla nocturna y pasarse al bando apoyado por la milicia estadounidense habla de lazos étnicos y afectivos que juegan un factor importante a la hora de comprender un territorio como el afgano, factores que escapan a nuestra comprensión. De hecho, Marcie fue deportado varias veces del lugar porque el cambio de bando podía darse a la inversa con la misma espontaneidad, quedando secuestrado por los talibanes.

Lo habitual se manifiesta con claridad en la curiosa tradición afgana de las alfombras de guerra 7. Alfombras tejidas a mano con motivos bélicos en los que las invasiones soviéticas y estadounidenses encuentran gran representación y ciertas imágenes icónicas como la caída de las torres gemelas son las predilectas. En parte para garantizar la compra por algún soldado estadounidense, en parte porque el ataque terrorista desató una guerra que todavía no encuentra solución, estas alfombras decorativas exponen una memoria histórica curtida a base de sangre y fuego en la que los eventos se diluyen con el paso del tiempo pero la guerra permanece. Las nuevas generaciones de tapiceros afganos —generalmente niños que no conocen los acontecimientos que están representando— elaboran versiones renovadas de aquellas alfombras originales, desfigurando la historia en retazos que mezclan períodos y motivos en collages accidentales donde 1979 resulta indistinto del 2001, como si en el fondo fueran la misma cosa.

Asimismo, la textura visual de estas alfombras es reminiscente al pixel art de una curiosa versión pirata del videojuego Metal Slug: Super Vehicle-001 (Nazca Corporation, 1996) desarrollada por la empresa china Hitek para la consola portátil Game Cube, nombrada Terrifying 9/11. Este port del clásico shoot-em-up es similar en términos jugables al original —diseño de niveles, escenarios, controles— pero tiene modificaciones en la presentación y las escenas entre niveles, que ambientan las misiones en territorio afgano con el objetivo de derrotar a Osama Bin Laden en retribución por el atentado del 11 de septiembre. Antes del inicio de cada nivel, tenemos un cruce de palabras entre unos pixelados Bush hijo y Osama Bin Laden, a lo que se suma una presentación capaz de helar la sangre: al encender el juego corre una animación del atentado mientras suena una escalofriante versión de Shir LaShalom (Canción por la paz) en versión 8 bits. La secuencia del avión acercándose a las torres, con el subsiguiente impacto dejando una estela de humo y fuego, se repite una y otra vez hasta que nos dignemos a comenzar a jugar. Este port fue considerado como un objeto de culto por su carácter de Lost Media —es decir, estuvo fuera del alcance digital el tiempo suficiente para transformarse en una pequeña leyenda— y su particular combinación de curiosidad y mal gusto.

De la aproximación de la guerra como engranaje de la memoria histórica de un país a la apropiación de un suceso traumático para inflar un poco las ventas de videojuegos de segunda mano hay una brecha bastante grande. Sin embargo, las equivalencias estéticas entre el patchwork manual y el digital esbozan una lectura en la que la iconografía de la guerra se degrada y pierde su capital simbólico, pasando a ser una referencia líquida que muta en nuevos estados de significación. Si nos detenemos a pensar por un segundo, ¿Qué tan diferente es Terrifying 9/11 del producto bélico promedio?

Ojo-máquina

 Ojo/Máquina (Harun Farocki, 2001-2003)

II.

La intuición tecnocrática de Farocki lo llevó a indagar en los procesos del desarrollo tecnológico y la relación intrínseca entre la guerra como impulsora del progreso de la civilización. Esa matriz de pensamiento es la que impulsa Ojo/Máquina: el cineasta rastrea los usos de la tecnología militar y cómo éstos extienden su influencia en la vida cotidiana. De esta manera, un misil teledirigido no resulta tan diferente de un sistema de estacionamiento asistido en un automóvil, ya que los dos trabajan de formas similares en lo referente a identificar formas y asociarlas a objetivos específicos. La búsqueda de eficiencia de recursos y productividad hermana a las industrias bélicas y las automotrices bajo una misma filosofía, implicando que el desarrollo en una de ellas es susceptible de volcarse en la otra. El cine no es ajeno a todo esto: en uno de los hallazgos más interesantes de la obra, Farocki rescata filmaciones del desarrollo de misiles teledirigidos en la Alemania nazi. Si bien el control de este misil se realizaba a través del seguimiento visual por aire, los ingenieros alemanes consiguieron montar una cámara en la punta del misil para poder monitorear su vuelo a distancia. El desarrollo de las cámaras, entonces, también se encontraba atravesado por las ambiciones de la guerra.

La industria del software no iba a ser una excepción. Farocki relaciona directamente el desarrollo de tecnologías de realidad virtual con el entrenamiento militar y también incluye a la industria de los videojuegos dentro de la bolsa. En un texto de 2008 titulado Inmersión 8, el cineasta alemán señala la utilización de una versión modificada del videojuego Full Spectrum Warrior (Pandemic Studios, 2004) para generar escenarios de realidad virtual que ayuden a soldados con estrés post-traumático a revivir los momentos que desataron la condición clínica y así mejorar su condición clínica. Si bien Full Spectrum Warrior no fue desarrollado por militares ni tenía objetivos como el recién mencionado en mente, su temática y abordaje del videojuego bélico encontraron sinergias con las intenciones de la armada estadounidense a la hora de elegir un material reminiscente a los escenarios de guerra en Medio Oriente lo suficientemente maleable para recrear situaciones violentas. A pesar de todo esto, resulta difícil hacerse una idea de cómo funcionaría el código modificado del software para ese tipo de tratamiento. La posición de jugador es absolutamente diferente, ya que en Full Spectrum Warrior la dinámica de combate se da a través del manejo de escuadrones reducidos en tercera persona. El manejo de estas unidades en combate requiere de cierta disciplina táctica, ya que el manejo de coberturas y posicionamiento en el espacio implica que no se puede progresar disparando para todos lados y caminando en línea recta. Es un videojuego que demanda dedicación por parte del jugador para asimilar sus mecánicas, pero que en ningún momento muestra algún vestigio de ser algo más que un videojuego militar “duro” —esto es, que se atiene a condiciones de combate más realistas que la media—.

Videojuegos como Full Spectrum Warrior, o America’s Army (2002) —literalmente desarrollado por el departamento de Defensa de los Estados Unidos— son parte de un nicho de videojuegos bélicos que busca una experiencia más “realista” de las condiciones de la guerra. Las aspiraciones de realismo en estos casos apuntan a una representación táctica de combate cercana a la de un escuadrón/soldado real, a un trabajo sobre la física de las armas para que sus mecánicas repliquen a sus homónimos materiales, y a una inteligencia artificial lo suficientemente preparada para representar un desafío en este contexto. Son trabajos que aspiran a la simulación de combate, despojándose de trasfondos geopolíticos que no puedan anotarse en un epígrafe. Una simulación de combate que por mucho que se esfuerce no puede exceder el limitado plano físico de la coordinación mano-ojo. Es una simulación contextual que no termina de manifestarse físicamente más allá de fetichismos disfrazados de realismo.

Los shooters tradicionalmente más populares no piensan en términos de replicar literalmente la realidad del combate, sino en el de la espectacularidad audiovisual de niveles y escenarios. Franquicias como Medal of Honor (Electronic Arts, 1999 – 2012) o Call of Duty (Activision, 2003 – actualidad) inicialmente encontraron su nicho en la Segunda Guerra Mundial como escenario principal, haciendo uso de la cámara en primera persona para situar al jugador en escenarios y batallas históricas, siempre desde el bando aliado. Estas representaciones de la guerra apelan a la espectacularidad para atraer y a la fluidez de la jugabilidad para asegurar la atención del jugador. No hay grandes expectativas de realismo en las mecánicas, lo que se busca es crear un escenario dinámico en el que siempre estén pasando cosas. La inspiración de estos juegos no se encuentra tanto en los acontecimientos históricos en sí mismos, sino en las representaciones cinematográficas de los mismos. En el caso de Medal of Honor esto se hace patente no solo por el hecho de que Steven Spielberg sea el productor del videojuego, sino por las similitudes entre este y Salvando al Soldado Ryan (Saving Private Ryan, 1998), filme dirigido por Spielberg. El videojuego bélico más popular busca generar ecos con las representaciones cinematográficas de la guerra, sobre las cuales construir niveles en los que el protagonista de la película sea uno mismo —o como mínimo, ser el agente que haga progresar la trama—. Las iteraciones más modernas de la franquicia Call of Duty son representativas de esta idea que en Call of Duty 4: Modern Warfare (Infinity Ward, 2007) encontraría su punto de equilibrio: el desarrollo de una historia ficticia en tiempo presente, con un ritmo frenético en la que aparecen situaciones particulares de corte cinematográfico a lo largo de cada nivel —a través del uso de lo que se conoce como scripts— para generar la sensación de dinamismo en el tiempo, y unas mecánicas fluidas que privilegian la velocidad de reflejos para reaccionar en medio de escenarios caóticos, terminan por dar con la fórmula de la Coca-Cola en las campañas de un solo jugador. Sin embargo, en la saga que buscaba desligarse de los eventos históricos para tratar la realidad como una serie de tropos sin implicaciones directas, la incomodidad de lo real tocaría un par de veces la puerta.

call of duty

 A la izquierda, imagen real obtenida de un AC-130 Spectre, a la derecha la réplica en Call of Duty 4: Modern Warfare

III.

“Death from Above” es el nombre de la octava misión del videojuego Call of Duty 4: Modern Warfare en la que estamos a cargo del manejo de un avión AC-130 Spectre, mismo modelo utilizado en un bombardeo fallido en Afganistán que asesinó a 42 personas en un campamento de Doctores Sin Fronteras. Nuestra misión es bombardear posiciones enemigas en un ataque nocturno, procurando evitar la aniquilación de agentes encubiertos aliados en el proceso. La dificultad de la misión estiba en la problemática de no reconocer realmente lo que estamos viendo, nos dejamos guiar más por las instrucciones de inteligencia que por la información visual, que a su vez encuentra inquietantes reminiscencias de las imágenes de la Guerra del Golfo recopiladas por Farocki en Ojo/Máquina, o a las imágenes reales obtenidas del mismo modelo de avión en actividades de bombardeo. La imagen virtual se asemeja tanto a la imagen real que se produce una extraña distorsión en la jugabilidad: los objetivos por un momento dejan de ser simples elementos virtuales a los que toca disparar para adquirir una suerte de corporeidad. Las huellas de calor de esas figuras cuasi-humanas —una huella dentro de un signo— encuentran resonancias en la memoria y se confunden con la realidad en un súbito asalto a los sentidos.

En “No Russian” —cuarta misión de Call of Duty: Modern Warfare 2 (Infinity Ward, 2009)—, lo real no invade la pantalla por reminiscencias pictóricas como el plano cenital de la cámara o el grano de la luz nocturna, sino por la virulencia con que las acciones se reflejan ante nuestros ojos. Estando infiltrados en una célula terrorista, acompañamos a sus miembros a perpetrar una masacre en un aeropuerto. Tras una advertencia de dos palabras —“No russian”, nada de hablar en ruso— se desata el horror, un horror en el que podemos formar parte, ya que lo que sucede no pasa en una cinemática sino que es parte del nivel jugable. La elección es nuestra —podemos disparar o contemplar la masacre mientras seguimos al grupo terrorista, disparar a los perpetradores reinicia el nivel— pero el resultado audiovisual de la situación no deja de ser abyecto. Nuevamente, las siluetas modeladas en tres dimensiones pasan de ser una simple representación icónica del ser humano a convertirse en algo más real. Dejamos de apuntar en décimas de segundo sin ver, y miramos los cuerpos. El diseñador en jefe de este nivel, Mohammad Alavi, describe el planteamiento del escenario y las intenciones del mismo de la siguiente manera:

“I’ve read a few reviews that said we should have just shown the massacre in a movie or cast you in the role of a civilian running for his life[…] Although I completely respect anyone’s opinion that it didn’t sit well with them, I think either one of those other options would have been a cop out… Watching the airport massacre wouldn’t have had the same impact as participating (or not participating) in it. Being a civilian doesn’t offer you a choice or make you feel anything other than the fear of dying in a video game, which is so normal it’s not even a feeling gamers feel anymore.”

Las declaraciones de Alavi exponen dos características importantes del videojuego como medio: la muerte tanto del jugador como de los caracteres no jugables que lo rodean puede banalizarse fácilmente a través de la reiteración —cuantas más vidas tenemos, nuestro comportamiento será más arriesgado—, y el impacto emocional del medio se encuentra íntimamente ligado a la interactividad que este nos permita en los momentos clave. En los videojuegos —aún más en uno de guerra— matar y morir son actividades rutinarias, repetitivas, que se vuelven significativas cuando presentan alguna singularidad que genere una respuesta emocional. El objetivo de “No Russian” —además de alguna búsqueda intencional de aparecer en algunos encabezados noticiosos— es remover emocionalmente al jugador, ponerlo en una situación en la que no es un espectador pasivo, invocando una memoria colectiva de las masacres terroristas a través de sus inmediatas consecuencias. A criterio personal, como parte de la totalidad de una obra “No Russian” fracasa porque la naturaleza frenética de la saga Modern Warfare nos escupe de forma inmediata en otra misión con otro personaje jugable igual de vacío que el anterior; pero como fragmento individual consigue permanecer en la memoria. Casi sin quererlo, las balas virtuales encuentran un peso específico.

Para que la vida y la muerte valgan algo en el videojuego, sus consecuencias tienen que tener un valor emocional más grande que la acción y reacción. Eso fue entendido perfectamente por los desarrolladores de 8 bit studios cuando crearon This War of Mine en 2014. En primer lugar emplazaron al jugador en la arista más ignorada por los medios audiovisuales: el rol del no combatiente, del civil que se ve envuelto en un conflicto que le excede y en el cual no tiene control más allá de lo que pueda hacer para mantenerse con vida. Luego, trabajaron en el diseño de unas mecánicas jugables que reflejen las dificultades de la supervivencia en las ruinas urbanas para finalmente elaborar un apartado audiovisual que priorice la generación de una atmósfera apesadumbrada en la que se dificulte filtrar un halo de luz entre tantas sombras. En This War of Mine cada vida tiene un valor y cada acción tiene consecuencias para nuestros protagonistas. A diferencia del grueso de los videojuegos, aquí se construye un mundo a partir de la fragilidad de los personajes en lugar de a partir de la invencibilidad. No hay retórica del poder y del desarrollo a partir de la acción, tampoco hay funciones educativas o pequeñas lecciones de historia como notas al pie, lo que encontramos es una experiencia interactiva en la que late una memoria histórica ampliamente ignorada: las memorias de los no combatientes en la guerra civil. No es el único videojuego que piensa la guerra en perspectivas más humanistas, pero sí es el más paradigmático por lo bien que encajan todas las piezas para conformar una obra formidable.

La digresión digital

“Imagery that would have had an audience cringing and recoiling in disgust forty years ago is watched without so much as a blink by every teenager in the multiplex. Indeed, mayhem is entertaining rather than shocking to many people in most modern cultures. But not all violence is watched with equal detachment. Some disasters are more apt subjects of irony than others.”

Susan Sontag, Regarding the Pain of Others 9

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I.

Una de las áreas grises del pacto de Kellogg-Brand radicaba en que su legislación abarcaba solamente los enfrentamientos directos entre dos naciones. Las guerras civiles, por lo tanto, estaban fuera del rango de acción y eso fue rápidamente aprovechado por los países que habían firmado el acuerdo para desatar conflictos de menor escala pero que arrojen buenos dividendos a las causas particulares. La Guerra Civil Española es un buen ejemplo de cómo un conflicto interno podía estar fogoneado por intereses externos a plena vista de un mundo occidental que prefirió ponerse cómodo y mirar el espectáculo, a pesar de ser plenamente conscientes de que el pacto había sido firmado apenas ocho años antes y de las intenciones de las naciones intervinientes. En la actualidad estas prácticas son parte de la rutina geopolítica: la “guerra civil” en Donbas entre fuerzas ucranianas y pro-rusas —con apoyo encubierto de la armada rusa—, la guerra civil en Siria con fuerzas estadounidenses, rusas, turcas y kurdas involucradas en un infierno que parece no tener fin, la eterna encrucijada del terrorismo y conflictos étnico-religiosos en Afganistán, Irak, Palestina… Hasta la Guerra de Vietnam podría definirse en estas características: técnicamente hablando, la guerra no fue entre Vietnam del Norte y Estados Unidos, sino entre Vietnam del Norte y del Sur, que a su vez estaba “fuertemente apoyado” por las fuerzas estadounidenses. Las disputas territoriales exigen una división interna que matice las intenciones de las potencias intervinientes en justificaciones abstractas que posteriormente se diluyen en el tiempo, mientras los bombardeos no parecen cesar.

Al mismo tiempo que la guerra pasa a concentrarse en territorios pobres en los que las garantías de defensa de los derechos humanos en la población civil resulta impracticable, el desarrollo tecnológico de las cámaras digitales y el acceso cada vez más pronunciado a plataformas online en las que subir material audiovisual y fotográfico dio lugar a una democratización de la difusión y recepción de las imágenes de la guerra. Lo que anteriormente estaba reservado a fotoperiodistas y medios con luz verde por parte de las agencias gubernamentales, experimentó un desbordamiento de la información audiovisual por canales novedosos en los que las imágenes circulaban libremente. Tanto civiles como soldados podían compartir videos en YouTube u otras plataformas de video que permitan la difusión de imágenes bélicas y ser vistos por cualquier persona con acceso a internet en el resto del mundo. Particularmente, los soldados estadounidenses en Irak subieron numerosos videos en los que los discursos detrás del conflicto experimentan distintas distorsiones con respecto a las versiones oficiales. Videos en los que soldados hacen correr a niños iraquíes detrás de una camioneta por una botella con agua, montajes caseros con los que se homenajean a compañeros caídos en batalla, fragmentos de combate en los que se aprecia el frenesí de los jóvenes soldados por derramar sangre enemiga, videos que reflejan sobre el tiempo pasado en territorio iraquí, videos críticos acerca de la guerra o parodias musicales para pasar el rato entre misiones son parte de un contingente más amplio de discursos descentralizados. Las imágenes de la guerra en la era digital parecen desbordarse en múltiples y contradictorias exposiciones, en millones de palabras y oraciones desordenadas que no otorgan pistas acerca de cómo relacionar unas con otras. Es más, la forma en que ordenamos las imágenes puede cambiar radicalmente su significado y omitir unas en detrimento de otras es una forma de alterar y comprender las realidades que se están mostrando.

Si ya en los años de la administración Bush hijo era posible apreciar la aceleración de la información en los campos de batalla, la era postinternet ha supuesto una reacción en cadena comparable a la de una fisión nuclear: como si estuviésemos hablando de átomos, las imágenes se dispersan en múltiples direcciones a lo largo y a lo ancho de la web. Una simple búsqueda en Twitter o en Google puede arrastrarnos a los océanos de sangre y fuego, a imágenes pobres grabadas con celulares que exponen cuerpos desgarrados, bombardeos a inestables edificaciones y ruinas que sirven como huellas de la devastación acontecida instantes atrás. Las imágenes violentas se multiplican, nos llenan las pupilas en cada una de las múltiples pantallas que nos acompañan todos los días. El auge de las cámaras de seguridad ha llenado los noticieros de imágenes de asesinatos, internet viraliza crímenes de guerra que están a un click de distancia: el pathos por excelencia de los medios audiovisuales —cine, series, videojuegos—es la violencia. La paradoja de la imagen bélica actual no tiene que ver con cuántas palabras puede contener o qué oración es capaz de enunciar, tiene que ver con la dificultad para elaborar un discurso que genere una respuesta emocional en un receptor sobrecargado de visiones que no sabe procesar.

really

Imagen del video What It’s Really Like to Fight for the Islamic State

II.

La dinámica de la imagen bélica en la era post-internet puede encontrarse en el fenómeno que generó un video publicado por Vice News titulado “What It’s Really Like to Fight for the Islamic State”. Se trata de material audiovisual que fue enviado a un periodista del medio —Jake Hanrahan—, en el que se retrata un día en la jornada de un soldado del Estado Islámico. Grabado con una cámara portátil estilo GoPro —es decir, con una lente gran angular— emplazada en el casco del combatiente, lo que se muestra es tan interesante como cómico: la liviandad con la que se despide a un hombre-bomba al inicio del video —lo interesante— se entrelaza con la torpeza en combate de uno de los soldados del escuadrón —lo cómico—. Abu Hajaar —el hombre en cuestión— casi le vuela la cabeza a sus compañeros al no poder controlar el retroceso de su ametralladora al disparar, continuamente hace llover casquillos de balas a sus compañeros, casi pierde la cabeza al chocar su casco con un lanzagranadas que estaba siendo encendido y terminaría rodando torpemente hacia el horizonte al ser alcanzado por los disparos de las fuerzas kurdas. No es como si sus compañeros fueran mucho más brillantes, pero estaba claro que Hajaar era un recluta bastante fresco. Lo que aquí tenemos es un interesante material documental que desmitifica los anfetamínicos videos que el Estado Islámico difunde en los rincones oscuros del internet con el simple poder de un plano secuencia. Ni tan invencibles ni tan terroríficos, se expone la falta de entrenamiento de combate del ejército terrorista relativizando la imagen que ellos mismos buscan proyectar en lo que Pablo Martín Weber describe de la siguiente manera:

“…las películas del Estado Islámico existen pura y exclusivamente en tanto abstracción. Códigos cuyos creadores protegen de la vigilancia estatal encriptándolos; flujos informativos cuyo principal objetivo no es más que el de mantenerse ocultos a la espera de que algún usuario proclive a caer en sus encantos los haga aparecer en la superficie de su pantalla personal. Esta es la contradicción fundamental de estas películas: la “yihad audiovisual” no existe en tanto oposición o alternativa al régimen estético del capitalismo global, simplemente existe como su reverso obsceno. Los dispositivos de vigilancia los necesitan tanto como ellos necesitan de la mirada occidental.” 10

Las virulentas imágenes que el Estado Islámico difunde regularmente tiene como objetivo el generar una reacción violenta en el que mira. La doctrina que mueve su accionar audiovisual procura remover algo en el espectador, sacarlo de la “Zona Gris” 11 y ponerlo a favor o en contra de lo que está viendo. Radicalizar al receptor para que se posicione en un bando de la guerra santa, echarle leña al fuego de la jihad, esas son las aspiraciones con las que registran, montan y distribuyen sus videos. Un video como el publicado por Vice desinfla el potencial del aparato publicitario del Estado Islámico, presentando una versión más cercana a lo que realmente es: una fuerza numerosa capaz de ejercer daños esporádicos en occidente y sostenidos en medio oriente, pero que carece del entrenamiento necesario para conseguir éxitos territoriales perdurables en el tiempo.

Lo que los moradores itinerantes de la internet capturaron de todo esto fueron los memes: una vuelta por el buscador de YouTube con la leyenda “Abu Hajaar rolling” arroja como resultado una serie de videos paródicos en los que Hajaar rueda al ritmo de “They see me rollin’ they hatin’”, la cortina de Friends con Abu Hajaar como protagonista y situaciones graciosas en las que alguien “hace un Abu Hajaar” en un videojuego online. La ironía y la reapropiación son las herramientas con las que el mundo online interactúa con las imágenes que lo rodean, y en un acto tan liberador como irrespetuoso estas reversiones paródicas del video original terminan siendo un arma letal contra el régimen de terror audiovisual que propone la estética del Estado Islámico. La mirada occidental de los internautas esquiva la radicalización de la Zona Gris a través de la ironía.

Igual de curioso resulta el caso de Bato Dambaev, un soldado ruso que se traslada de una base en Siberia a territorio ucraniano para apoyar a las fuerzas separatistas en Donbas: en una sencilla muestra de las potencialidades de acceso y navegación de las redes sociales, el periodista Simon Ostrovsky consigue identificar la cuenta de este soldado en v-kontakte —el Facebook de los que escriben en cirílico— y rastrear el recorrido que fue haciendo a lo largo de los días al identificar los lugares en los que se fue sacando selfies. Dambaev no se percata de que su actividad online puede ser investigada por agentes externos, y la comprobación de que efectivamente estuvo en Donbas, territorio en disputa por Ucrania y una Rusia que venía negando su participación en el conflicto armado, termina por convertirse en una prueba fehaciente de que Rusia estaba interviniendo y colaborando con las fuerzas separatistas. La viralidad de las imágenes aceleradas y la publicación descentralizada de información delicada para los intereses de un gobierno vuelven a manifestar sorprendentes consecuencias.

SaïaGif

Saïa (2000)

III.

Si el cine de Florent Marcie captura la guerra desde una perspectiva única, es por una cuestión de método. En primer lugar, su forma de trabajar implica adentrarse en territorios desconocidos sin la ayuda de terceros. En la práctica periodística, es habitual el uso de los llamados fixeurs, personas que pueden hacer de enlace tanto para entrar en un territorio como en una comunidad. Es un contacto que facilita el contacto con el grupo o individuo que se plantea investigar. Marcie reniega de eso, por lo que termina introduciéndose ilegalmente en Chechenia sin saber una palabra de ruso o en Libia sin entender árabe. En segundo lugar, pasa una cantidad de tiempo prolongada conviviendo con los grupos que filma, se integra en la comunidad y los acompaña en todo momento. Sin embargo, esto no lo ubica en la perspectiva tradicional del observacionismo documental. En ningún momento pasa a ser una figura invisible, su condición de extranjero cargado de aparatos tecnológicos nunca lo abandona y es incluido dentro de estas comunidades como si se tratase de un miembro disfuncional de la familia. Por último, esta integración marcada por una leve pero natural distancia lo vuelve un testigo privilegiado de la historia: su cámara captura la esencia de los escenarios, de las voluntades de los pueblos que acompaña debido a la sencilla actitud como cineasta de dejarse llevar.

Tomorrow Tripoli (2015) es un ejemplo increíble de la inercia que enpuja los filmes del documentalista francés. Marcie acompaña a un grupo de insurgentes contra el régimen del dictador Muammar Gaddafi en Libia, siendo testigo de cómo una pequeña célula insurgente armada con armas de fuego prehistóricas consigue una inesperada victoria en el pueblo de Ziltan, para desembocar en la eventual toma de la capital por parte de las fuerzas rebeldes. Como si una fuerza imparable se hubiera apoderado de esos cuerpos, la cámara es testigo de un avance prodigioso en el que los peligros de la guerra no se esconden debajo de la mesa. En numerosas ocasiones la cámara se encuentra en medio de la línea de fuego, en combates desorganizados que poco tienen que ver con el orden táctico que se presume de las fuerzas militares. El carácter paramilitar de la guerra actual se hace presente en medio de la lluvia de balas mientras Marcie captura todo con un arrojo que bordea la inconsciencia. En Los hijos de Itchkeria (Itchkéri Kenti, 2006), documenta la lucha del pueblo checheno en medio de la primera guerra civil con Rusia, y el resultado final no podría ser más distinto al de la “revolución de las ratas”. La sensación de opresión y desesperanza se hace manifiesta en un plañido tan descarnado como el crudo invierno en el que transcurren los hechos.

Pero quizás el hallazgo más interesante se encuentre en Saïa (2000), un cortometraje filmado en Afganistán antes de que el 9/11 sacudiera la dinámica de la región. Marcie filma un enfrentamiento entre fuerzas afganas y talibanes en plena noche, y al no tener la posibilidad de iluminar el lugar donde está filmando —eso supondría exponerse a sí mismo y los que lo rodean al fuego enemigo—, recurre a un truco de cámara para poder registrar lo que sucede: reduce la cantidad de frames por segundo que puede registrar la cámara para de esta forma aumentar el tiempo de exposición de cada imagen a la luz de la luna. De esa forma pudo hacer visible la batalla y generar un extraño efecto estético en el que la imagen ralentizada y llena de ruido digital se asemeja a una pintura impresionista. Lo bélico adquiría una inesperada dimensión estética en la que la visión de la guerra como aberración quedaba supeditada a esas imágenes cuasi abstractas en las que los misiles parecían fuegos artificiales.

Lo que se puede detectar en el cine de Marcie es una intención por capturar las realidades humanas del soldado de a pie, de los seres que se arriesgan por una causa. La escala micro de la guerra esconde las complejidades en las que lo aberrante deja de ser el único valor que se desprende de ella. ¿Por qué un ser humano decide pelear por una causa? ¿Qué es lo que lo motiva a participar en una marcha o a levantar las armas? Sus documentales son una respuesta a estar preguntas. Una respuesta a priori compleja, contradictoria, ambivalente. Humana.

Museum

 Is the Museum a Battlefield? (Hito Steyerl, 2013)

“After all, we’re at war. Endless war. And war is hell, more so than any of the people who got us into this rotten war seem to have expected. In our digital hall of mirrors, the pictures aren’t going to go away. Yes, it seems that one picture is worth a thousand words. And even if our leaders don’t look at them, there will be thousands more snapshots and videos. Unstoppable.”

Susan Sontag, Regarding the Torture of Others 12

“Technical kill” es un término que se emplea cuando un piloto apunta sus misiles ante un objetivo enemigo y lo tiene al pulso de un botón de distancia. En ese momento, técnicamente hablando, el objetivo está muerto o al menos, a merced del que lo está apuntando. En las protestas sociales uno podría esbozar la idea de que también se dan estas “muertes técnicas”: el uso de armas no letales ante poblaciones civiles puede equipararse al ejercicio de la violencia simbólica para amedrentar a un objetivo. Quizás estemos ante un fenómeno novedoso: los más de 230 heridos por balazos en los ojos en las protestas que tienen lugar en Chile son “bajas técnicas”, estrategias deliberadas para infringir daño que no son letales, pero que sí intimidan a la población. En otras partes del mundo estas estrategias con armas “no letales” pierden su costado técnico para pasar a lo literal: en Irak, hay al menos 4 muertos por ataques ignífugos contra protestantes y granadas de gas lacrimógeno atravesadas en la cabeza en protestas recientes. Este tipo de abusos y los continuos enfrentamientos entre civiles y fuerzas de seguridad transforman a las ciudades en improvisados campos de batalla en los que una chispa puede desatar una reacción en cadena en cualquier momento. Las imágenes que circulan en las redes y en los medios de comunicación hablan de un tipo de guerra en la que la violencia no deja de estar presente aunque se dé en menor escala. Grupos de choque para enfrentar a los policías, bombardeos de gases lacrimógenos, infiltrados, barricadas, la protesta social tiene códigos, estrategias y reglas tácitas propias en los que la violencia no es tanto el medio por el cual se busca un cambio, como la consecuencia de acciones mutuas de provocación. El desacuerdo entre facciones es lo que se manifiesta en forma violenta, desacuerdo que no se dirime en el campo de batalla, sino a través de acciones gubernamentales o parlamentarias.

Las imágenes, sean de guerra o de protesta, nos persiguen por todas partes. En su conferencia audiovisual/performance brindada en la Bienal de Estambul llamada Is the Museum a Battlefield? (2013), Hito Steyerl utiliza sus particular modo de pensamiento líquido para reflexionar sobre los lazos que conectan la actividad artística con la guerra. El hilo conductor se encuentra en el mecenazgo empresarial de grupos como Lockheed Martin —empresa fabricante de los aviones AC-130 Spectre— o Siemens, capaces de brindar fondos para la destrucción masiva y también para artistas que se manifiestan en contra de esta misma destrucción masiva. La sensación que deja este trabajo es que la guerra está en todos lados, como una sombra incapaz de dejarnos en paz. Somos seres en permanente conflicto, y la violencia no parece que vaya a detenerse en lo inmediato. En este contexto, el bombardeo audiovisual es incesante, tan consistente que en ocasiones pareciéramos no oírlo. Pero algunas veces, un particular proyectil parece detener el tiempo y congelar la mirada en un breve instante que se graba a fuego en la mente.

¿Qué hacemos con esas imágenes y sonidos? ¿Qué significados podemos extraer de esos audiovisuales? ¿Hay alguna forma de detener el tiempo y alterar el rumbo de la bala, de esa lata de gas lacrimógeno que parece atravesar su cráneo —mi cráneo— en cada ocasión en que cierro los ojos?

Las imágenes están ahí, por más que no queramos verlas. Su valor, más que nunca, reside en lo que seamos capaces de extraer y hacer con ellas.

  1. MANN, Thomas (1983): Reflections of an Unpolitical Man. Nueva York: The Ungar Publishing Company
  2.  FRIEDRICH, Ernst (1999): Krieg dem Kriege!. Berlin: Anti-Kriegs-Museum
  3.  FRIEDRICH, Ernst (1999): Krieg dem Kriege!. Berlin: Anti-Kriegs-Museum. pág. 23. La traducción es de elaboración propia.
  4.  Puede leerse el contenido del pacto aquí: https://avalon.law.yale.edu/20th_century/kbpact.asp
  5. Este documental puede verse en el siguiente enlace: https://dbate.de/videos/die-todesmuehlen-von-auschwitz/
  6.  SONTAG, Susan (2003): Regarding the Pain of Others. Nueva York: Picador. pág. 59
  7. Para conocer un poco más sobre esta costumbre: https://rugsofwar.wordpress.com/
  8. FAROCKI, Harun (2013). Desconfiar de la Imágenes. Buenos Aires: Caja Negra. págs. 205-226.
  9.  SONTAG, Susan (2003): Op. cit. pág. 79
  10. MARTÍN WEBER, Pablo (2018): Memorias del subdesarrollo (02) – Las películas del Estado Islámico en http://lavidautil.net/ (consulta: 27/12/2019) http://lavidautil.net/2018/05/28/memorias-del-subdesarrollo-02-las-peliculas-del-estado-islamico/
  11.  En la página 54 del séptimo número de la revista del Estado Islámico Dabiq Magazine, se puede encontrar la explicación al concepto de “Zona Gris”: https://clarionproject.org/docs/islamic-state-dabiq-magazine-issue-7-from-hypocrisy-to-apostasy.pdf
  12.  SONTAG, Susan (2004): Regarding the Torture of Others. The New York Magazine, 23 de Mayo del 2004. pág. 42.
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