La imagen en fuga de Kiyoshi Kurosawa
Del V-Cinema al Cahiers du Cinéma Por Álvaro Peña
I.
Como quizá recuerden los aficionados al cine japonés, en los albores de su carrera Shinji Aoyama publicó el llamado Manifiesto de la Nouvelle Vague (1997). Titulado originalmente Cómo me convertí en discípulo de Philippe Garrel, dicho escrito constituía una apasionada cavilación acerca de cómo los cineastas de varias generaciones (japoneses y no japoneses) afrontaban la posibilidad de imágenes políticas, concebidas con la misión de liberar al individuo de representaciones sistémicas; es decir, aquellas imágenes menos propensas a subsumir la individualidad en categorías universales manejables, convenientes para el mantenimiento del statu quo.
Entre sus observaciones destacan las referidas específicamente al cine japonés contemporáneo, del que denuncia su premisa básica de ignorar al individuo al comportarse como «una maquinaria de auto ocultación, una corporación temible que continúa expandiéndose absorbiendo a otros, erradicando lo individual» 1. Este carácter avasallador lo haría equipararse al «sistema del emperador» o tennōsei —término popularizado por el partido comunista tras la II Guerra Mundial para referirse a la nación japonesa moderna—; en palabras de Aoyama, ese «sistema de autodefensa donde nada impactante o caótico acontece». Al afirmar que nunca ha habido una nouvelle vague japonesa, el cineasta no busca simplemente refutar el uso del término Nūberu bāgu (de por sí muy discutido en el ámbito académico) para hablar de un grupo de notables carreras entre los años 50 y los 70 —entre otras, las de Nagisa Ōshima, Masahiro Shinoda, Yoshishige Yoshida o Yasuzō Masumura—, ni mucho menos negar las aportaciones particulares de sus teóricos integrantes. La verdadera carga de profundidad radica en su implicación de que todos aquellos trabajos no lograron romper dicho marco de representación nacional; o, utilizando su propia expresión, imponer «una nouvelle vague como modo de pensamiento».
Es tentador cubrir los argumentos de Aoyama con una broza de excepciones y matices, entre los que no podríamos ignorar los esfuerzos de Toshio Matsumoto por llevar a la práctica los enunciados de su ensayo Eizô no hakken (1963), encaminados a recuperar el mundo como objeto fílmico perteneciente a la misma realidad material que el individuo —orillando así la noción instrumental de subjetividad (shutaisei) de diversas teorías políticas de base marxista nacidas en la posguerra 2—; o la apertura a nuevos modos de representación que, en plena crisis de la industria cinematográfica, introduce vigorosamente el anime de los años 80 y 90. Sin embargo, el hecho de que tales contrapuntos hayan sido barridos por la historia, dejando un box office japonés asolado por el oligopolio Toho/Disney y sus respectivas franquicias, revalida las palabras de Aoyama. De hecho, a día de hoy su manifiesto puede leerse como sentencia de su propia carrera en el cine, interrumpida desde 2013 y con una de sus últimas obras, Tokyo Park (Tōkyō Kōen, 2011), reproduciendo los tropos del drama mainstream japonés de manera tan fiel que hasta podría interpretarse como un acto de rebeldía punk a la manera de Gus Van Sant. Esta contradicción, similar a aquellas en las que cayeron la mayoría de los directores asociados a la Nūberu bāgu, hace relucir las contundentes palabras que el manifiesto dedica a Kiyoshi Kurosawa:
«[citando a Kurosawa] “[…] Me da la sensación de que lo que se acerca a la ‘política’ es aquella operación que trata de hacernos elegir entre blanco o negro y, al tiempo, vendernos que lo blanco es negro simplemente porque así ha sido y probablemente continuará siendo. […] Y el cine, abandonado por la economía y desatendido por la cultura, probablemente solo pueda sobrevivir haciendo gala de esta operación. Si ese es el caso, aceptaré esta ‘política’ con profunda emoción y temor.” [fin de la cita]. ¿Acaso no dice que está aceptando el «sistema», que está alargando su vida como cineasta? […] Esto no significa en absoluto, sin embargo, que Kurosawa se haya convertido en un hombre del «sistema». […] Más bien al revés. Sencillamente ha sido capaz de percibir con frialdad el «sistema» y decodificarlo —es decir, internalizarlo—. El modus operandi de quienes cometen un crimen perfecto es con frecuencia algo semejante.»
La perplejidad que se percibe en el juicio de Aoyama, entre la admiración y un legítimo desprecio intelectual, es quizá lo más iluminador de su discurso sobre Kurosawa. Debe tenerse en cuenta que ambos eran considerados discípulos de Shigehiko Hasumi, crítico cinematográfico de capital relevancia en toda una generación de teóricos y cineastas japoneses; abanderado de la “despsicologización” del cine y de la búsqueda de un sentido de la realidad desde la superficie de las imágenes: justo la cualidad que Aoyama alaba de Philippe Garrel. ¿Sería entonces el cine de Kurosawa indigno de esos principios?
La respuesta no es sencilla si nos atenemos al contexto real, no académico, donde cristalizan las teorías cinematográficas de Hasumi. La sensibilidad de sus discípulos y sus coetáneos, como Hirokazu Koreeda, Takeshi Kitano, Naomi Kawase o Takahisa Zeze, puede enmarcarse en lo que Mitsuru Arai, ganador del premio Akutagawa y productor publicitario, denomina «Era de la Sustracción». Para Arai, se trata de una reacción a la exuberancia consumista y la hiperestimulación audiovisual que desembocaron en los años 80; frente a las que vendrían a oponerse estéticas desnudas y retraídas, generadoras de atmósferas aisladas del mercado de emociones instituido por el capitalismo cultural 3. Aoyama sería un perfecto exponente de esta era, dado que, como Garrel, niega la preponderancia de la imagen —consumible, capturable por el sistema— sobre el individuo —anterior a todo significado, no sometido al régimen audiovisual vigente—. Ahora que se asienta el polvo sobre uno de esos altares olvidados de la cinefilia, el en su momento consagrado al director de Fukuoka, a pocos les molestará la afirmación de que su obra no está tan alejada de, en otros campos, la literatura Starbucks de Banana Yoshimoto o Haruki Murakami; de la música ambient de Yasuaki Shimizu o Haruomi Hosono; de los animes slice of life; o del propio Arai y sus estampas recreativas de cerezos en el lago Biwa, arrecifes de coral o paisajes del monte Fuji, ideales para comercios, hoteles y salas de espera de aeropuertos.
Tokyo Park simboliza, por fin, el encuentro que Aoyama no podía seguir postergando con un sistema que prometía lo antisistémico a cambio del alma, y que, como solo puede hacerlo el capitalismo, cumplió su parte del trato. Y mientras la industria cinematográfica japonesa se cobraba una víctima más, Kiyoshi Kurosawa continuaba planeando crímenes perfectos.

Izquierda, Tokyo Park. Derecha, Tokyo Sonata
II.
¿Cómo es posible que teorías tan depuradas como las de Aoyama se revelaran tan vulnerables a las inclemencias de la industria? ¿Por qué, en cambio, Kurosawa pudo «internalizar las reglas del sistema» sin dejar de representar ese audiovisual sustractivo?
Semejantes paradojas parten de un error de base, muy común en los análisis ideológicos tipificados en la crítica europea, y es caracterizar a un cineasta en función de su postura respecto al sistema: cuanta más oposición a este, más rebeldía. Sin embargo, en la cultura popular japonesa lo que realmente perfila el discurso artístico es la actitud hacia el individuo. Lo subversivo, por tanto, no es contraponer, sino afirmar la esfera personal como una categoría autónoma y separada del tennōsei, es decir, de la conciencia de nación y las estructuras de poder derivadas de ella, por lo que la mirada no se dirige hacia tales estructuras, sino hacia el sujeto que las soporta: si volvemos la vista atrás, la agitación cultural de mediados de la era Heian (794-1185), de la era Genroku (1688-1704), de la segunda mitad de la era Meiji (1868-1912) o de la posguerra corresponde a periodos de relativa estabilidad política en los que, no obstante, lo individual cobra relieve sobre lo estructural. En contraste con un Occidente en acometida de teorías estructurales y sofisticados constructos ideológicos que den sentido al hombre contemporáneo, en Japón la tensión intelectual y artística se deriva de la pulsión de desvincular lo humano de tales superestructuras. Los escenarios de anarquía serían, por lo tanto, un efecto colateral de dicho proceso de emancipación del individuo respecto a la conciencia social imperante, antes que su objetivo.
Desde esta perspectiva es sencillo de entender que lo que condena el cine de Aoyama al ostracismo no es su rebeldía, sino su profundo respeto ontológico hacia el individuo. Su renuencia a definirlo, a subsumirlo en categorías culturales, deja su cine a la deriva en el océano audiovisual japonés. Algo parecido se observa en The Excitement of the Do-Re-Mi-Fa Girl (Do-re-mi-fa musume no chi wa sawagu, 1985) de Kiyoshi Kurosawa. Con el título original de Joshi daisei: hazukashi semināru [Chica universitaria: Seminario de vergüenza], la película se planteó inicialmente como su segunda (y última) oportunidad en el pinku eiga, después de que en Kandagawa Pervert Wars (Kandagawa inran sensō, 1983) desoyera, por ejemplo, la lección de provocación pop de Shinji Sōmai en Sailor Suit and Machine Gun (Sērā-fuku to kikanjū, 1981) —donde Kurosawa trabajó como ayudante de dirección— en favor de un enfoque más bien culterano, plagado de citas cinéfilas que rozan la posmodernidad. De The Excitement of the Do-Re-Mi-Fa Girl se suele remarcar la influencia de la nouvelle vague, y de hecho podría tomarse por una tardía entrada en la Nūberu bāgu japonesa, pero lo más elocuente es que al cabo no pretenda ser un pinku, algo que parece reafirmar con orgullo su remontaje tras ser rechazada por la distribuidora Million Film —precisamente, por no ajustarse a los esquemas del género 4—. La libérrima premisa, una joven cuya decepción con el amor la aboca a una espiral de experimentación y redefinición continua de sí misma, remite a Kōji Wakamatsu, pero sin su nihilismo ni su alcance telúrico.


Kandagawa Pervert Wars y The Excitement of the Do-Re-Mi-Fa Girl: más allá de la carne.
Sin mostrar aún las concesiones de las que advertía Aoyama, aquí Kurosawa se desentiende completamente de los códigos del pinku, hasta el punto de que podría considerarse un grado más de intelectualización trash respecto a Kandagawa Pervert Wars. Se aprecia asimismo un salto en la sofisticación visual, jugando con el decorado y elementos escénicos recurrentes, así como composiciones corales que sugieren una concepción del cine como teatro de la vida, reminiscente de la obra de Shūji Terayama o Masahiro Shinoda. Sin embargo, en The Excitement of the Do-Re-Mi-Fa Girl no se percibe una dirección teatralizante como la de Terayama; tampoco la autonomía vital, independiente del dispositivo cinematográfico, de las criaturas de Shinoda. Los vigorosos travellings y las rupturas de la cuarta pared, enunciados aparentes de la libertad de los personajes, se topan con geometrías visuales incipientes en la filmografía de Kurosawa, bosquejos de un sistema externo a ellos y de naturaleza indeterminada. A diferencia de Aoyama y otros cineastas de la escuela Hasumi, el director tiene en consideración al individuo, pero nunca fuera del sistema o, para ser exactos, de cierto sistema: en su puesta en escena subyace una duda nuclear sobre la agencialidad, una zona en sombra que impugna el discurso de superficies de sus colegas, instalados en el materialismo de la imagen.
Kurosawa no discierne estéticamente estructuras a derribar (como Mizoguchi) o a respetar (como Ozu). Carece de una postura ética sobre ellas, obligando al espectador a adoptar la suya propia para conferir sentido pleno a una narrativa que sobre el papel siempre parece más sencilla. Quizá la principal conexión de Kurosawa con la modernidad —la que no le reconoce Aoyama— es que logra suscitar la misma pregunta que sus clásicos al acabar el visionado: ¿de qué trata la película? El mero hecho de formularla equivale al reconocimiento de una diégesis y, al tiempo, de la problematización a la que esta se halla sometida. Aunque parece obvia, semejante cuestión rara vez se plantea, por ejemplo, cuando vemos cine experimental (nos centramos en sus registros estéticos), o acerca de obras nítidamente gobernadas por los términos de la ficción que proponen, por complejas que sean (las sometemos a comentario de texto). En ambos casos cambiamos la pregunta «¿de qué trata?» por «¿qué quiere expresar?», dando por hecho que hay una función compositiva del discurso en las imágenes —conformen estas tengan un relato o no—. Pero al contemplar una película de Kurosawa no podemos librarnos de la sensación de que existe algo previo e independiente de las imágenes, carente de toda funcionalidad. Algo que no tiene nada que ver con el individuo, ni siquiera con aquella abstracción garreliana preconizada por Aoyama. Algo que nos inquieta.
III.
Este misterioso y opaco principio se percibe particularmente en obras en las que el relato se difumina, como en License to Live (Ningen gōkaku, 1998). La película trata sobre un chico que despierta a los 24 años de un coma de una década, habiendo perdido toda su adolescencia. Dicha circunstancia le deja al albedrío de una serie de encuentros singulares con su dispersa familia y otros personajes, durante los cuales trata de recobrar, si no el tiempo no vivido, por lo menos un sentido para su existencia. A tenor de la primera escena, en la que se da un batacazo ante una enfermera estupefacta nada más despertar en el hospital, nos hallamos ante una comedia. Así parecen corroborarlo otras absurdas situaciones y comportamientos inesperados desarrollados en planos largos, los cuales nos remitirían a Takeshi Kitano (Getting Any? [Minnā yatteru ka!, 1994]) o a Jūzō Itami (Tampopo [Tanpopo, 1985]).
Sin embargo, la duración de la toma rara vez sirve para anticipar el golpe de humor como en Kitano, o para conformar microrrelatos como en Itami. Tampoco suelen aportar comicidad las frecuentes entradas y salidas de los personajes del plano —un recurso ajeno a la tradición teatral japonesa, que, a diferencia de la europea, tiende a disponer la mayoría de elementos escénicos a la vista desde el comienzo—. En cambio, sorprende la rígida geometría de muchos encuadres, la cual, sumada a la profundidad de campo y al tiempo de exposición, confiere a los escenarios una presencia estética que parece desligada de toda funcionalidad dramática: un pasillo en penumbra que parece utilizarse más que las estancias que comunica, una habitación de hospital con aburridas vistas a la calle, un lúgubre estanque cerrado para la pesca de carpas, un patio trasero al lado de la carretera que hace las veces de vertedero y de establo… Aunque uno se vea tentado a recurrir a conceptos como “no-lugar” o incluso “paisaje distópico” para describir estos decorados urbanos, no deja de ser curioso que muchos de ellos arraiguen más en el recuerdo que las situaciones y personajes que propone el guion. Lo estructural, aquello que se expresa en geometrías y ordenación de texturas dentro del plano, perdura; la diégesis del individuo, inconclusiva e inconstante a lo largo del metraje, se desvanece.

Barren Illusion y License to Live: ventanas a otro mundo.
El montaje en el cine de Kurosawa no es narrativo (como el de Kitano o Itami) ni expositivo (como el de Aoyama), sino acumulativo. Aunque equívocamente se le compara con otros directores que utilizan tomas largas, Kurosawa no respeta el tiempo: juega con la duración. Un ejemplo es Barren Illusion (Ōinaru gen’ei, 1999). En una de las escenas más llamativas de la película vemos a una pareja jugando con unos globos en un parque. La acción está filmada en un único plano fijo, inmóvil y lejos de los personajes. En una primera impresión, el fragmento rimaría con los tiempos muertos del cine de Apichatpong Weerasethakul, Jim Jarmusch, Mia Hansen-Løve o, de nuevo, Aoyama; episodios donde lo formal se deja desbordar por lo material, con planos dilatados en los que la imagen se va cargando de todo tipo de connotaciones existenciales y resonancias cósmicas. A la manera de Renoir o Antonioni, en la obra de estos autores el cine rechaza su papel asignado de representación de la realidad para participar activamente de ella a través de su principio material más inapelable, pues no otra cosa es el tiempo.
No obstante, en el film de Kurosawa este tiempo es despojado de su carácter absoluto y puesto en cuarentena por el montaje. La escena que sucede a la del parque pertenece a otro contexto: un interior donde a la protagonista, en un plano cerrado, se la ve en la cama presa de cierta agitación. ¿Estaba soñando, o quizá fantaseando? Antes de sacar conclusiones, un nuevo corte da paso a una tercera escena, cuya continuidad visual con la primera se establece a través del vestuario de la mujer (idéntico al que llevaba en el parque) y un tratamiento fotográfico similar, otro exterior filmado a cierta distancia con luz pálida y natural. Pero esta vez ella aparece sola y la duración del fragmento es mucho más corta: la suficiente para presenciar cómo la chica salta calmadamente desde una azotea, en lo que parece una más de las expresiones de ennui de la película —entre ellas y la más destacada en reseñas, la desaparición literal en imagen de la figura de su compañero—. De repente, la naturaleza contemplativa (materialista) de la escena del parque se subordina a un montaje narrativo (en términos psicológicos) de recorrido difuso. ¿Cuál es entonces el discurso de Kurosawa sobre este sentimiento de alienación, que justifica negar a la imagen su registro documental? ¿Es acaso Barren Illusion un retrato sociogeneracional a la manera de Shunji Iwai (Todo sobre Lily Chou-Chou [Rirī Shushu no subete, 2001]) o Ryūichi Hiroki (Tokyo Trash Baby [Tōkyō gomi onna, 2000])?
Al formular tales interrogantes asumimos, una vez más, al individuo y la sociedad como origen de coordenadas. Pero que las imágenes no sean libres, en tanto castradas de su materialidad, no quiere decir que sea el drama humano lo que las mueva. Kurosawa suspende la jerarquía implícita en la declaración de Aoyama de que «la misión del cine contemporáneo es liberar al individuo del dictado de la imagen»: si en sus películas la imagen no puede empaparse de realidad material es porque ya se presenta preñada de otra cosa, a la que rinden sumisión por igual imagen e individuo. Y resulta que ese algo inescrutable encaja con determinados géneros y usos industriales, como veremos, apartados del pinku en el que él había confiado para encontrar su propia expresión.
IV.
El análisis de la filmografía de Kurosawa se enfrenta a una problemática singular al abordar su etapa temprana, cuando dirigió varios trabajos en el marco del V-Cinema; principalmente, la serie de películas Suit Yourself or Shoot Yourself (Katte ni shiyagare!!, 1995-96) y los dípticos Revenge (Fukushū, 1997) y Serpent’s Path (Hebi no michi, 1998) / Eyes of the Spider (Kumo no hitomi, 1998), los cuales integran la mayor parte de su aportación dentro de este sistema. Un fenómeno industrial que no se corresponde exactamente con el auge del vídeo en Japón, sino con su prolongada decadencia tras el estallido de la burbuja económica en los 90, condicionante de su fuerte codificación genérica y su tendencia a la serialización, en aras de explotar nichos concretos de audiencia de forma barata y segura. A pesar de la percepción externa de clima de libertad, por no hablar de locura consentida, que los escasos autores de V-Cinema de reputación internacional como Hideo Nakata o Takashi Miike nos han transmitido, las condiciones de producción no eran comparables a las del pinku eiga en términos de autonomía creativa para los directores. Estos eran solo un elemento más de un proceso que imponía rodajes cada vez más rápidos y económicos, y donde las bazas para la visibilidad de cada título en las estanterías del videoclub, antes que la realización, eran las estrellas propias del medio (Kentarō Shimizu, Shō Aikawa, Riki Takeuchi…) y el género (yakuzas, terror, pachinko, etc.), reconocibles en un primer vistazo a la carátula. En suma, el V-Cinema era todo un sistema de producción y consumo que, como los programas dobles de los años 50, vivía de su retroalimentación expresiva y del encadenamiento de proyectos y presupuestos sin pausa.
Un enfoque meramente historiográfico nos llevaría a concluir que el V-Cinema fue para Kurosawa poco más que una práctica útil para su carrera, dotándole de seguridad técnica y audacia a la hora de ensayar soluciones arriesgadas, a la par que una temprana satisfacción de sus inclinaciones como aficionado al cine de género 5. Porque, más allá de las anotaciones biográficas, ¿hasta qué punto merece la pena esforzarse en extraer lecturas de estos trabajos imperfectos, rodados apresuradamente, cuando uno puede sacar oro de su filmografía posterior? La pregunta es oportuna en tanto parece más sencillo hallar antecedentes de sus obras emblemáticas —Cure (Kyua, 1997), Pulse (Kairo, 2001), etc.— en The Guard from Underground (Jigoku no keibiin, 1992), un slasher pensado para su estreno en salas y cofinanciado ¡por el Athénée Français de Tokyo!, que en trabajos de V-Cinema como Yakuza Taxi (893 Takushii, 1994), una comedia juguetona que hace amagos de volver a las andadas experimentales e inconclusivas de su etapa previa. Es ilustrativo, por ejemplo, el comentario del crítico Sadao Yamane a propósito de la quinta entrega de Suit Yourself or Shoot Yourself: The Nouveau Riche (Katte ni shiyagare!! Narikin keikaku, 1996), protagonizada, como las anteriores, por dos granujillas (Shō Aikawa y Kōyō Maeda) enredados en aventuras con chicas guapas y yakuzas malencarados: «[…] Dentro de una planificación general de largas tomas de cámara, con abundantes planos lejanos y casi ninguno cerrado, así como la combinación de desplazamientos horizontales y estructuras verticales dentro del encuadre, en el momento en que aparece la divertida pareja protagonista correteando y yendo sin rumbo de un lado para otro, esa línea de movimiento desprende una notable vitalidad. En otras palabras, esas líneas de movimiento que vemos en la pantalla sin duda evidencian una construcción» 6. Como vemos, Yamane destaca un dinamismo y una sofisticación de geometrías visuales que podrían retrotraernos —¿salvando las distancias?— hasta las comedias de Buster Keaton o Tomiyasu Ikeda, pero no llama nuestra atención sobre aspectos extraños o perturbadores como los que solemos asociar al director.

Izquierda, Suit Yourself or Shoot Yourself: The Hero. Derecha, Cure
¿Se puede hablar de continuidad autoral en sus trabajos dignos de entrar en los tops anuales del Cahiers du Cinéma —Tokyo Sonata (Tōkyō Sonata, 2008), Journey to the Shore (Kishibe no tabi, 2015) — respecto a aquellos producidos en la industria del V-Cinema, cuyo mayor triunfo es haber superado a obras coetáneas como Fargo (Joel Coen, 1996) en la valoración de los clientes de la cadena de videoclubs Tsutaya —el caso de Revenge: A Scar That Never Fades (Fukushū: Kienai kizuato, 1997) —? O, planteado en términos menos teóricos ¿se debe a algo en particular el orgullo con que el cineasta de Kansai se refiere a estos últimos en casi todas las entrevistas?
V.
La fe en la política de los autores a menudo nos lleva a los críticos a escarbar en la etapa inicial de un cineasta, con la esperanza de encontrar las semillas de lo que, años mediante, se constituirá en su obra magna. Sin embargo, los problemas de correspondencia entre rasgos formales y discursivos a lo largo de la carrera de Kurosawa nos compelen a adoptar un enfoque diferente: no son claves autorales las que debemos rastrear, sino observacionales. Y lo interesante del V-Cinema es que reduce la distancia focal entre sus películas y nuestra posición como espectadores; en otras palabras, para abordarlo es necesario mantener una perspectiva cercana a sus códigos y abandonar las poses irónicas o posmodernas. Cuando Aaron Gerow juzga el cine de Takashi Miike como «atrapado entre un desapego estilístico y un desapego político», puesto que evoca «una lamentable sensación de estar perdido, incapaz de llevar una técnica cinematográfica a un destino final» 7, en realidad está describiendo el propio modelo industrial del V-Cinema, en el que se inscribe gran parte de la filmografía del director de Dead or Alive (Dead or Alive: Hanzaisha, 1999). De hecho, varias industrias culturales niponas desde la era Edo (1603-1868) hasta nuestros días, tales como el ukiyo-e, la «literatura de mujeres» de la era Taishō (1912-1926), el mūdo kayōkyoku o enka de los años del Milagro Económico o las raito noberu o novelas ligeras de la última década, han tendido a eludir ese «destino final»; en tanto tales productos, más que expresar, activan estados de ánimo en sus respectivas audiencias, vía modulaciones de un código estético y diegético compartido con ellas.
Si en el caso de Miike la incardinación de ese estilo vaporoso en las actuales estrategias corporativas transmedia se llegó a interpretar como una desustanciación de su cine —irónicamente, por mantenerse fiel a la misma industria donde germinó—, con Kurosawa ocurre todo lo contrario: la crítica occidental apreció lecturas socioeconómicas profundísimas en Tokyo Sonata; de la misma manera que la metrópolis desolada de Pulse —un J-Horror «elevado», por usar un adjetivo de moda estos días— acaparaba todas las reflexiones filosóficas que, en cambio, se escatimaban para el Tokyo asediado por los espíritus de La maldición (Juon, Takashi Shimizu, 2000). La disparidad de discursos críticos que congregan sus obras de prestigio es señal de la dificultad de identificar en ellas un centro de gravedad fílmico, e incluso de afirmar que exista dicho centro. Kurosawa no es un director superficial como Miike —afirmamos con confianza y hasta cierto alivio para nosotros mismos—, pero su cine sí trata de superficies. Explorarlo no equivale a adentrarse en sus entrañas, sino a vagar por capas exteriores cada vez más escabrosas; como si transitáramos un paisaje alienígena, incoherente con las inquietudes mundanas que creemos vislumbrar en algunos de sus meandros. Esta orografía permite que las estructuras laborales cronenbergianas de DOOR III (1996) muten en las ballardianas de Tokyo Sonata; que los parajes semiabandonados y los bajos fondos de Revenge: A Visit from Fate (Fukushū: Unmei no hōmonsha, 1996), trasuntos nihilistas del jitsuroku eiga de los años 70, evolucionen a todo un universo espectral en Pulse; o que el encierro de los torturadores en la nave industrial de Serpent’s Path se eleve en Journey to the Shore a drama romántico con trasfondo de mitología budista de Aomori, según la cual las almas de los muertos aguardan el examen de sus faltas para cruzar el río Sanzu.


Del V-Cinema a la gran pantalla: geografía sin historia.
Aplicado a Kurosawa, nuestro aprendizaje tutelado por Paul Schrader y David Bordwell de Ozu como cine de la trascendencia podría tentarnos a inferir, por ejemplo, que el autor de Loft (2005) utiliza la puesta en escena para dibujar un complejo panorama existencial a partir del Japón posburbuja. Pero dicho paisaje no es más que la sombra gigantesca, desenfocada, que los no-lugares del V-Cinema proyectan a la luz de su cine. La pervivencia en sus obras «mayores» del tejido urbano intrincado, informe y desglamourizado que servía de escenario a la mayoría de aquellas películas baratas —frente a la imagen de los años 80 de un Tokyo futurista de neones y rascacielos—, contrasta con el temprano abandono de los tropos del pinku eiga, género cargado de connotaciones reactivas contra el discurso oficial de un Japón moderno, de intachable progreso democrático y económico. Lo accidentado de las incursiones de Kurosawa en el pinku en comparación con el V-Cinema —por no hablar del escaso interés en el erotismo que evidencia el resto de su filmografía— anticipa su falta de convicción en la reflexión sociopolítica articulada y la ilusión de sentido que esta confiere a la realidad.
La deshistorización de la sociedad japonesa que propugnan los modos de explotación en vídeo de los 90, una nueva era Edo para un país aislado en su burbuja de cultura popular, delimita una zona cero desde la que el director levanta espacios espectrales que a todos nos inquietan, pero a nadie molestan. Cuanto más parece crecer Kurosawa sobre la vulgaridad industrial del V-Cinema (Le secret de la chambre noire [2016]), cuanto más fácil nos lo pone a los críticos para que elaboremos constructos sobre su cine, más nos atrapa su telaraña de imágenes, perdiéndonos entre tapices de geometrías atractivas al ojo y extrañas al alma.
VI.
Kurosawa no puede ser un cineasta político, puesto que practica una gramática audiovisual abierta que, como el árbol de Charisma (Karisuma, 1999), arraiga y se expande sobre un yermo historiográfico, un entorno esterilizado para la lucha social. Ello provoca en el espectador la sensación de insuficiencia y permanente parcialidad de una sintaxis fílmica que se niega a codificar un sentido pleno del mundo —cualidad a la que Diego Salgado parece referirse cuando habla de la imposibilidad de Kurosawa de alumbrar una obra maestra 8—. Antes bien, su estética acumula un significante tras otro sin que ninguno se nos descubra superfluo; como si fuera la extensión, y no la expresión, de una realidad esencialmente inefable, pero capaz de engendrar continuamente estímulos que incitan a pensar lo contrario: como los del cine de Seijun Suzuki, son demasiado seductores como para que nos resistamos a hacerlo. Irónicamente, el autor de Branded to Kill (Koroshi no rakuin, 1967), con su juego de formas sobre una base narrativa convencional; su montaje kamikaze, que no trabaja sobre el relato, sino sobre la mirada que lo intenta construir; y la pulsión de muerte que late tras sus superficies ligeras, pop, se halla más cerca de Godard (Pierrot le fou [1965]) de lo que nunca ha estado Kurosawa. A pesar de hacer gala de una personalidad singular y poco permeable a las modas, es llamativo que cueste asociar el cine de este último al espíritu rebelde de Suzuki o a la contestación metódica de Godard; hasta el punto de que, por ejemplo, Andrew Scahill se plantee si la política de los autores «es lo bastante flexible como para dar cabida a un director que conforma su estilo bajo los condicionamientos de fuerzas de la industria y que permite que su estructura temática sea afectada gravemente dependiendo del género» 9.
Este acatamiento de las reglas internas del marco industrial y genérico, tan incomprensible desde la política de los autores como fundamental en la era del V-Cinema, persiste en sus películas más laureadas a modo de Estrella Polar, en torno a la cual giran el resto de elementos dramáticos y formales. Sin embargo y perseverando en la analogía, habría otro referente en ese firmamento: un cúmulo de materia oscura que no podemos apreciar a simple vista, pero sí inferir de decisiones inesperadas de montaje, de encuadres estáticos que parecen contemplarnos a nosotros o de secuencias que se alargan hasta poner el relato en fuga, inexplicables desde dichas normas. La querencia innegable de Kurosawa por el fantástico, así como las resonancias existenciales de su obra, le tientan a uno a relacionar esta zona umbría con universos tales como los de H.P. Lovecraft, Thomas Ligotti o —considerando su sentido del humor, que no de la comedia— Ambrose Bierce, entre otros maestros de lo sobrenatural entendido no como algo más allá, sino en lo profundo de la naturaleza. Pero mientras que los mundos de estos autores partían de vacíos en la ficción donde no debería haberlos; es decir, de carencias intolerables de conocimiento, en Kurosawa lo inasumible y lo que vacía los relatos es la propia mirada que proyectamos sobre ellos. Como el principio de incertidumbre de Heisenberg, la humanidad comprendida en nuestro acto de observar es el elemento realmente perturbador, aquello que transforma en fantástico lo sintáctico, puesto que no puede integrarse de ninguna otra manera en su universo. Un mundo en el que ficciones herméticas terminan descodificándose en tranquilos apocalipsis ante nuestros ojos.
El cine de Kiyoshi Kurosawa no propone un cosmos necesariamente aterrador, pero sí imposible de escudriñar desde las categorías consensuadas de lo humano. Si Shinji Aoyama suspiraba por liberar al individuo del yugo de la imagen, Kurosawa deja al descubierto nuestro anhelo de reencontrarnos con ella, de recuperar los encuadres y los ritmos que dotaban de significado nuestras vidas. Pero ¿y si esa imagen ya no existe? ¿Y si somos fantasmas en busca de una imagen que ha dejado de ser humana?

- Ver traducción del manifiesto por Aaron Gerow en www.lolajournal.com. (http://www.lolajournal.com/6/manifesto.html) ↩
- Ver KOSCHMANN, J. Victor (1981): «The Debate on Subjectivity in Postwar Japan: Foundations of Modernism as a Political Critique», en Pacific Affairs, Vol. 54, No. 4 (invierno), pp. 609-631. ↩
- ROQUET, Paul (2012): «Atmosphere as Culture: Ambient Media and Postindustrial Japan». Disertación para la Universidad de California (Berkeley). p. 153. ↩
- SHARP, Jasper (2011): Historical Dictionary of Japanese Cinema. The Scarecrow Press, Inc., Plymouth. p. 147. ↩
- Interesantemente, las técnicas más adscribibles al J-Horror las desarrolla sobre todo en televisión, un medio hacia el que muestra menos estima que al V-Cinema en numerosas entrevistas. Por ejemplo, ver la de Mohamed Bouaouina y Anel Dragic en 2012 a propósito de una retrospectiva en la Cinemathèque de París en www.eigagogo.free.fr. ↩
- YAMANE, Sadao (2018): Nihon eiga jihyō shūsei, 1990-1999. Kokushokankokai, Inc., Tokyo. p. 297 ↩
- GEROW, Aaron (2009): «The Homelessness of Style and the Problems of Studying Miike Takashi», en Canadian Journal of Film Studies, Vol. 18, No. 1 (primavera). p. 40 ↩
- Podcast 4×05 «El enigma Kiyoshi Kurosawa» en Perros Verdes https://www.ivoox.com/4×05-el-enigma-kiyoshi-kurosawa-audios-mp3_rf_48818275_1.html ↩
- SCAHILL, Andrew (2010): «Happy, Empty: On Authorship and Influence in the Horror Cinema of Kiyoshi Kurosawa», en Asian Journal of Literature, Culture, and Society. Universidad de Colorado. p.74 ↩