La inmortalidad según Edward James
Una visita a Las Pozas, Xilitla Por Samuel Lagunas
1. Vida y obra
Contar la vida de James sin aventurar alguna hipótesis ni especular algunos datos es imposible. Toda ella está rodeada de leyendas, mitos y chismes. Se sabe que nació en 1907 y que desde muy pronto se encontró en una situación de prosperidad económica desmedida. Entonces comenzó a apoyar algunos pintores jóvenes del movimiento surrealista: Pavel Tchelitchew, René Magritte, Leonora Carrington, Salvador Dalí. Varios lustros más tarde, cuando su fortuna menguó y los recursos comenzaron a escasear, decidió vender algunos de esos cuadros, lo que le dio ganancias inimaginables.
Edward James creció en el ocio. Como él mismo narra, mientras los demás niños se entretenían en los grandes patios, a él lo dejaban en su cuna para que durmiera. Pero él no dormía: soñaba.
Su adicción a la fantasía encontró eco en el pensamiento surrealista y nunca lo abandonó. Para Dalí, Edward llegó a ser el más surrealista de todos pues, mientras los demás fingían, él actuaba en serio. James era un hombre excéntrico que se identificaba con Peter (Dean Stockwell), aquel niño cuyo cabello de pronto se pone verde en la película El muchacho de los cabellos verdes (The boy with green hair, Joseph Losey, 1948). “Yo no elegí estos excesos”, se explicaba a sí mismo: caminar desnudo por el jardín y pedir a sus secretarios que hicieran lo mismo, su obsesión con la limpieza y la incuantificable afición por los animales salvajes fueron algunas de las exuberancias del inglés.
Edward se casó en 1934 con la bailarina Tilly Losch quien rehusó a tener sexo con él en la noche de bodas y años más tarde lo abandonó. Ese fatídico matrimonio en el marco de una Europa convulsionada por la guerra provocó su migración a Estados Unidos y luego a México.
En 1945 James conoció a Plutarco Gastélum, quien se convertiría en su cómplice de sueños y en su artífice de cosas imposibles. El libro ‘Edward James y Plutarco Gastélum en Xilitla. El regreso de Robinson’ profundiza en esta relación e interpreta el enorme complejo escultórico y arquitectónico como la materialización de su romance. Sin descartar esta interpretación, prefiero intentar una distinta. El “Castillo” de James, como se le denomina comúnmente, es un atisbo de eternidad: un firme desafío a los límites de la vida.
2. Revisitando “Las Pozas”
Ella y yo llegamos el domingo por la tarde al pueblo de Xilitla en el estado de San Luis Potosí. Allí no hay mucho que ver y menos que hacer. Un convento agustino es la edificación central pero carece del esplendor de los demás conventos coloniales: su decorado es burdo y, para colmo, está en constante remodelación. Ya parece más una ruina. A unas calles hay un hotel que anticipa el estilo surrealista de «Las Pozas», pero éste no se puede recorrer si no se es huésped. Solamente se pueden ojear algunas ventanas y algunos pilares. Decepcionados, tomamos un taxi a al sitio que habíamos reservado a unos pocos pasos del “Castillo”. El conjunto de cabañas donde nos hospedamos se construyó a partir de la fusión de motivos típicamente surrealistas con una atmósfera jipiteca: una máquina de escribir pendiente de un árbol, preferencia por las formas curvas, un laberinto de cemento, sillas decoradas con tazas de porcelana y trozos de vidrio, etcétera. La cabaña estaba en medio de hierbas y enormes plantas. Había muchos insectos dentro, claro, a los que tuvimos que aplastar para evitar que nos picaran. Ella aplastó la araña más grande pues yo me horroricé con solo verla. No había televisión. A las ocho y media de la noche, después de recostarnos un tiempo en la hamaca de fuera, nos quedamos dormidos.
A la mañana siguiente descubrimos que el gas se había acabado y nos tuvimos que bañar con agua fría. Desayunamos en uno de los puestos que tienen cercado el camino que lleva a “Las Pozas”. Pedimos gorditas, tacos de pollo y agua de maracuyá. Pagamos los 50 pesos que cuesta la entrada y emprendimos la ruta de la mejor manera posible: sin guía y sin mapa.
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La primera construcción se concluyó hacia 1949. Durante trece años en “La Conchita”, como originalmente se llamaba la propiedad, crecieron orquídeas silvestres que fascinaban a James. Sin embargo, en 1962 una helada acabó con ellas. Intuyo que es este trágico acontecimiento el que detonó el ánimo excesivo de construcción en James. Entre la abigarrada vegetación que aún persiste en la zona, se levantan pilares que simulan bambúes, escaleras que llevan al vacío, arcos ojivales, orquídeas gigantes de colores fantásticos, capiteles que imitan motivos naturales, habitaciones disfuncionales.
Sin embargo, es el grupo de columnas y escaleras en caracol bautizado como “El cinematógrafo” el que causa mayor extrañeza. En el documental La vida secreta de Edward James (The Secret Life of Edward James, George Melly, 1975), el escultor inglés explica una versión de este edificio. Los pilares son gruesos y firmes pues pretendían sostener siete pisos y un aviario inmenso en la cima donde crecieran árboles naturales y él pudiese criar tantas aves como fuese posible. Además habría una biblioteca y una sala de proyecciones. El tamaño de esa empresa era desproporcionado y nunca se concluyó. La verdad es que en el jardín nada está terminado. Desde una cima, se contemplan las varillas apuntando hacia el infinito, esperando a ser llenadas por un nuevo molde.
Si James quiso construir un edificio imperecedero, lo logró pues ese carácter inacabado es el que dota todo el espacio con un aura sagrada. Subconscientemente, James y Gástelum, junto con el carpintero José, levantaron un monumento a la inmortalidad, con todo lo que ésta conlleva. Allí el arte y la naturaleza, lo divino y lo humano se han unificado. Allí la vida se confunde con la muerte, la asimila y la derrota, pues donde cae un árbol, nace otro.
James siempre se consideró, igual que Joan Miró, un niño. También el mote de “Noé surrealista” le cuadra a la perfección. Constantemente traía animales de Europa que albergaba en jaulas estrafalarias. Pero ese capricho no tenía ningún origen divino, sino que era un imperativo de su imaginación y un anhelo explícito de trascendencia. Un magnate semejante ha quedado registrado en la historia del cine en la emblemática película Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). Hablamos del empresario William Randolph Hearst cuya ansia acumulativa fue reflejada en el último movimiento de cámara sobre la bodega de Xanadu. Edward James, en este sentido, fue más sabio que Hearst, pues supo canalizar a través de la creación artística sus excesos de personalidad. Desafortunadamente, su vida y obra sólo ha quedado guardada en dos documentales, el último dirigido por Avery Danziger y Sarah Stein en 1995: Edward James: Builder of Dreams.
De haberse concluido la sala de proyecciones planeada en “El cinematógrafo”, Edward James hubiera estado más cerca del espíritu rocambolesco del Cineórama del francés Raoul Grimoin-Sanson que de los avances técnicos que prometían salas de la época como el CinemaScope de Fox y el Circarama de Walt Disney. Su onirismo era más festivo y sensorial que lógico o racional. Imaginemos la concreción de ese inverosímil espacio al que ascenderíamos por decenas de escalones escherianos –hoy inhabilitados para el público más no para la cantante Nicole Scherzinger quien filmó allí unos segundos de su vídeo musical ‘Try with me’–. Imaginemos que tomamos asiento en el suelo y, mientras contemplamos la sucesión de imágenes, el ruido de las aves y el correr de las cascadas se entromete en la función y lo hace también la noche y el sollozo del viento. Entonces la película adquiere un cariz mágico pues también el celuloide quiebra los límites de la pantalla. Tal vez, en esa combinación inagotable de sonidos y luces, en esa comunión absoluta de criaturas y creaciones, estaríamos más cerca de lo sublime y el cine, como espectáculo y como arte, alcanzaría una nueva dimensión: la experiencia sería inolvidable; el recuerdo, eterno.
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Ella y yo terminamos el día contemplando las pozas de agua transparente y esos fenomenales pasadizos de cemento levantados entre el agua. Durante esos breves minutos en que reposábamos el cansancio de las piernas no nos sentimos inmortales aunque sí un poco más felices.