La ironía (no) ha matado a la televisión
Apuntes libres de ironía sobre la sinceridad en la ficción televisiva Por Javier Acevedo Nieto
I. Sobre la ironía del posmodernismo
“Los entretenimientos de masas son un medio de escapar y de reducir la tensión a los que muchos de nosotros nos hemos vuelto dependientes. Todo el mundo se queja sobre la mala calidad de la televisión, pero casi todo el mundo la ve. Unos pocos han dado un puntapié al hábito de la televisión, pero sería una persona rara la que pudiera pasar hoy sin usar ninguna forma de entretenimiento de masa. Sin la industria del entretenimiento el sistema probablemente no hubiera sido capaz de poner impunemente en nosotros tanta presión de producción de tensión como lo hace.” 1
No sé muy bien qué puede resultar de este texto, más aún teniendo en cuenta que he decidido abrirlo con un elocuente extracto del célebre manifiesto escrito por ese Thoreau ungido por el posmodernismo y condenado de por vida. Theodore Kaczynski es muchas cosas. Asesino, psicópata, individuo atormentado por una infancia digna de película de los Dardenne, pero también un icono tácito de ciertos sectores conservadores que encontraron en sus palabras una hábil mezcla de intelectualidad, introspección y sesgo ideológico sobre la moderna sociedad de masas y la consolidación de la izquierda progresista. No pretendo explayarme sobre su figura, pero releyendo el manifiesto uno es capaz de encontrar ciertos pasajes de lucidez y sensibilidad, envueltos en una diatriba de mensajes de odio y sentencias que alimentarían cientos de titulares de Breitbart y que harían que Steve Bannon se frotara las manos. El manifiesto de Kaczynski es un ejemplo perfecto de mala ironía televisiva. Un individuo que encarna el neoludismo, cuyo discurso carga contra la esclavitud mediática. Como buen abanderado y antecesor del alt-right o derecha alternativa se muestra muy hábil manejando un discurso que por un lado reclama un regreso a un statu quo dominado por una tradición religiosa milenaria y por otro lado glosa las virtudes del capitalismo como doctrina que ha premiado valores individuales.
Kaczynski es un intento de Thoreau posmoderno, cuyo discurso ha sido vendido por el algoritmo de Netflix para paladares ávidos de nuevos iconos de descontento comercial. Sus postulados sobre reconectar con un estado de la humanidad ajeno al victimismo de la corrección política encontraron una cobertura televisiva sin precedentes. La televisión lo convirtió en sujeto comunicativo, en icono televisivo, aplicando toda su maquinaria discursiva. He ahí un ejemplo de mala ironía televisiva: su capacidad para absorber el discurso de quienes la critican. Kaczynski odiaba la televisión. Pero fue este medio el que se encargó de convertir a un asesino y su peligroso manifiesto en inocuos iconos pop, asimilarlos dentro de una corriente inconformista y asignarles la etiqueta de abanderados de subculturas sociales que paradójicamente cargan contra la televisión, pero se nutren de ella para tejer sus discursos inconformistas. Hoy Kaczynski hasta tiene serie de televisión propia. Manhunt: Unabomber (Discovery Channel, 2017) puede verse en Netflix, y para muchos de sus suscriptores, para los que la figura de Kaczynski era más bien desconocida porque ni habían nacido, ha nacido otro icono de la ficción televisiva. Irónico, tanto como el hecho de que Pablo Escobar goce ahora de mas reputación internacional que en vida o de que un episodio de The Good Fight (Michelle King y Robet King, 2017) con su idealismo irónico sea capaz de condensar en 40 minutos lo que las diatribas de Aaron Sorkin o las tertulias políticas repletas de mercaderes de templos que trafican con ideología y demagogia no consiguen.
David Foster Wallace elucidaría la ironía televisiva en otro manifiesto una lúcida reflexión sobre cómo la ironía y la sátira metatelevisiva desplegada por la ficción posmoderna lejos de acabar con la televisión, la estaba encumbrado como medio de comunicación de masas predilecto 2. Dice Foster Wallace que la mayoría de los autores de ficción modernos odian ser el centro de atención, ser observados. El autor estadounidense considera que todos estos escritores posmodernos nacieron ya como telespectadores, como consumidores de televisión. Quizá por ese motivo, al igual que ya pasó con esa generación de cineastas que por primera vez fueron cinéfilos al tener un corpus cinematográfico desde pequeños, la televisión irónicamente experimentó sus mayores cotas de perfeccionamiento al erigirse en objeto de reflexión cultural. El norteamericano considera al autor como un voyeur que se nutre de experiencias ajenas, y la televisión lejos de responder a nuestras necesidades se centra en aquello que deseamos. Porque abandonarse a uno mismo enfrente de la pantalla — ya no solo la de la televisión, sino la de cualquier dispositivo no contemplado por Wallace en su tiempo — es un acto de profundo regodeo en la miseria ajena, un querer hundir nuestro voyeurismo y restregar nuestros ojos con el deseo de atisbar vidas ajenas, sufrir con ellas o reírnos de ellas. Un Schadenfreude, esa palabra tan alemana que describe la alegría por el sufrimiento de otros, normalizado e institucionalizado. Regular la conducta mediática de los consumidores a través de lo que los comunicólogos llaman dieta televisiva y ritos de consumo audiovisual, es decir, mecanismos para regular el estrés emocional de las modernas sociedades del capitalismo con pautas de entretenimiento.
The Good Fight, o sinceridad a base de bofetadas de realidad
He ahí la ironía televisiva descrita por Wallace, y ejemplificada por esa intelectualidad, por esos creadores, influencers, escritores e introduzca aquí cualquier gatekeeper o líder de influencia. La ironía de Wallace consiste en afirmar que su generación disfruta de la televisión en la medida en que puede reírse de ella 3 . Según él, la “mejor” televisión — no en términos de calidad sino de efectividad comunicativa — ha surgido de la ironía, del ejercicio de metarreflexión televisivo que ha llevado al arte posmoderno a mofarse de la televisión con un grado de consciencia no experimentado en otras artes. Y la televisión ha recibido con gusto a estos críticos, porque su ironía y sátira la ha retroalimentado. Para Wallace el medio televisivo es baja cultura — pese a que odie esta distinción binaria precisamente por su elitismo y condescendencia intelectual — no por su escasa calidad sino porque su fin último es el entretenimiento 4. La ironía de la nueva intelectualidad posmoderna es precisamente su condena. Porque esa ironía ha convertido a la televisión en la principal institución de cultura pop. La sociedad ya no se nutre de ideas, sino de imágenes, y la televisión hace tiempo que desplazó al Estado, a la Iglesia o a la familia como principal institución de aprendizaje. Para Wallace, la ironía de los nuevos autores americanos es que han convertido a un medio de baja cultura en alta cultura al encumbrarlo como objeto de su producción artística. Lo erigieron en un monolito de esa moderna cultura pop que llenó monólogos, colmó los sueños de irreverencia burgués de hípsters que jugaban a ser Bukowski mientras se perdían en el laberinto ideológico de la nueva progresía y finalmente canalizó el descontento de la Generación X en una vorágine de hastío donde el fin de la Historia se codificó en los nuevos lenguajes informáticos. Luego llegamos esos a los que nos llaman millennial y aprendimos que el descontento se expresa en caracteres y que la ironía es el mejor placebo frente a la pereza que da la insumisión.
En definitiva, Foster Wallace arguyó que la ironía, la sátira y la parodia del medio televisivo habían sido absorbidos por este y aglutinados como una parte importante del discurso televisivo. La nueva ficción de la imagen que se valió de la ironía para denunciar la esclavitud al medio televisivo fue pasto de su inacción, y se aburrió de si misma. Wallace cita una elocuente frase que dice algo como que la ironía solo tiene un uso de emergencia, una vez prolongada en el tiempo es la voz de los presos que han empezado a disfrutar de su prisión 5. El cinismo del nuevo arte posmoderno posicionándose sobre la televisión es patético, afirma Wallace. ¿Pero es posible una ironía que no entre en el juego televisivo y sea verdaderamente sincera?
II. Californication, mucho sexo y poca chicha
Hace poco tiempo acabé la séptima y última temporada de Californication (Tom Kapinos, 2007-2014), no sin hacer grandes esfuerzos para no sucumbir ante la decadencia del personaje de Hank Moody. Creo que Californication es un gran ejemplo de ficción televisiva que acaba siendo devorada por su propia ironía. No es que la serie protagonizada por David Duchovny fuera nunca una producción con pretensiones de ser algo destacado, pero en sus primeras temporadas sí se consolidó como un entretenimiento bastante interesante por esa combinación entre comedia de enredos amorosos y crónica de un protagonista atormentado por su incapacidad para crear arte sin incurrir una y otra vez en los excesos que atosigan su alma cristiana. Consiguió ser una ficción con un mínimo de encanto quizá porque la ironía y la sátira desplegada por el guion de Kapinos apuntaba a todo el establishment mediático y star-system hollywodiense con una condición que tarde o temprano la mayoría de las ficciones televisivas pierden: la verdad e inteligencia. El Hank Moody de las tres primeras temporadas era un escritor alcohólico, de un mujeriego que acabaría por resultar misógino — su excusa era que “ama mucho a las mujeres”, dicha frase en boca de cualquier prócer ibérico provocaría risa —, pero al mismo tiempo con una verdad interior que impulsaba su arco dramático: el amor por su familia.
Sí, era un personaje estereotipado hasta el exceso. Pero Kapinos demostró ser muy hábil tejiendo una comedia cuya irreverencia satírica, moral y sexual era políticamente correcta y que ofrecía momentos de sinceridad e inteligencia cuando Hank se ponía seriamente a reflexionar sobre cuán trillada y autodestructiva era su actitud. Una inteligencia que se reflejaba en los diálogos con su hija Becca, en alusiones a la condición de escritor o en monólogos que convertían a Bukowski, perdón, a Hank Moody, en un icono televisivo con la pizca necesaria de transgresión para inspirar a una audiencia que no quería reconocer que ese culebrón familiar ambientado en el elitista Mulholland Drive le estaba enganchando. El que escribe sentía que esa sátira irónica de la clase alta y la farándula de Los Angeles ocultaba atisbos de verdad en los momentos en que Hank dejaba de embelesarse con Lolitas o estrellas del rock y en su condición de escritor voyeur retrataba las almas transidas de inseguridad de esos personajes que igualaban sus excesos.
Quizá todo empezó a degenerar a partir de la cuarta temporada. Cuando todo se volvía repetitivo y Hank pasó de ser un testigo irónico y narrador de las parodias vitales de estrellas mediáticas y Kapinos lo convirtió poco menos que en un Bukowski mainstream listo para ser recortado en clips de Youtube y capturado en memes. En algún punto esa verdad e inteligencia fueron sustituidos por tramas absurdas, agentes masturbadores e hijos secretos. La vorágine televisiva con sus ansias de más y más capítulos absorbió esa ironía, esa sátira honesta y vomitó a un Hank Moody que ya no buscaba en Karen, su eterno amor, una musa en la que descansar sus vicios y defectos. La musa se quedó en paro, y el poeta Moody prefirió soltar la bragueta y sustituir esa voz interior en forma de monólogos y capítulos a modo de flashback por un eructo de chistes fáciles y regurgitar una filosofía digna de un Coelho asesorado por Josef Ajram. Víctima de su propia ironía y sátira, Californication cayó en el olvido televisivo incapaz de cortar a tiempo y absorbida por la autoparodia. La ironía reescribió las historias contadas por Moody, y cualquier atisbo de sinceridad alcanzado en esa notable segunda temporada donde una estrella de rock desnudaba su alma quedaba absorbido por una séptima y última temporada donde un Hank Moody guionista de televisión era víctima de aquello que criticaba en la primera.
Californication
Poco importa que Kapinos fuera un ágil showrunner, capaz de componer personajes variopintos y retorcer el inaguantable viaje de Hank Moody hacia la reconquista de su mujer. Poco importa que sonara Rocket Man de Elton John para recalcar los paralelismos de Moody con la letra del británico. Hank nunca llegó a ser un personaje honesto, su verdad quedó sepultada por un arco dramático obsesionado por llevarle de una cama a otra.
Esa ironía que encumbró y mató a Hank Moody siempre necesita de un referente. Toda ficción, pero más concretamente la televisiva, al desplegar un sesgo irónico y parodiar el propio medio requiere de un Otro, de un elemento sobre el que volcar esa carga crítica y satírica de manera estereotipada. Stuart Hall elucidaría esta noción del Otro con el fin de explicar principalmente la institucionalización del racismo o la lucha feminista. El racismo se basa en una idea estereotipada de rechazo de un Otro, de un individuo supuestamente distinto 6. Pese a que el propio Hall advierte con razón que este planteamiento dual es bastante reduccionista y simplista, sí ayuda a esclarecer algunas de las estrategias desplegadas por el colonialismo, entre otros fenómenos, en su conquista del espacio de opinión pública y descripción del racismo. Hall, que además de teórico cultural y sociólogo, también hizo grandes aportes en el terreno del estudio de la comunicación, apunta a que con frecuencia esta identidad del Otro necesita ser deconstruida 7. Así, identidades colectivas y sociales aparentemente cerradas pueden y deben deconstruirse en un proceso que denomina paradójicamente como construcción de identidad, hallando en aspectos marginados y reprimidos de las grandes identidades hegemónicas un argumento de reconquista de una identidad perdida.
El feminismo se basa en una lucha de deconstruir una identidad patriarcal reconstruyendo la idea de mujer y hallando en ciertos resquicios históricos argumentos para denunciar una visión negativa y hegemónica de lo femenino. Volviendo al tema, en el caso de la ironía televisiva ese Otro normalmente ridiculizado suele asociarse a la moderna sociedad capitalista, y más concretamente a esas élites mediáticas y económicas retratadas sin matices y con bastante sátira. Californication se basaba en la idea de un Hank Moody que se desnudaba y se reía de las penurias morales y vicios de la alta sociedad de Los Angeles a través de sus libros. Esa idea funcionaba hasta que Hank perdió la ironía y se convirtió en aquello que parodiaba. En términos narrativos, siempre hay que distinguir un conflicto interno — el que mueve a un personaje y marca su evolución, la búsqueda del manido deseo dramático — y un conflicto externo — obstáculos o barreras que debe superar —. La ironía funciona perfectamente siempre y cuando esté al servicio del conflicto externo, describiéndolo en términos satíricos y grotescos, para de este modo marcar la diferencia frente a un conflicto interno donde radica la verdad del personaje. Dicho de otro modo, Californication se basaba fundamentalmente en las denominadas tramas espejo que enseñaban a Hank lo equivocado que estaba y cuánto necesitaba a su familia. Todos sabemos lo que es una trama espejo, ese tipo de subtrama que aparentemente nada tiene que ver con el protagonista pero que se acabará mostrando clave para revelarle algo que desconocía y que le ayudará a cambiar. Si quien lee esto jamás verá Californication después de esto, seguramente encontrará mil ejemplos de este tipo de trama en Paquita Salas (Javier Ambrossi y Javier Calvo, 2016- ), otra ficción cuyo uso de la ironía es bastante más sutil.
El problema de Californication apareció cuando el conflicto interno de Hank fue absorbido por los conflictos externos. La verdad del personaje, ese deseo de por fin reunir a la familia, quedó sepultado por los conflictos externos, las decenas de absurdas tramas espejo en forma de raperos sin autoestima, hijos desconocidos o prostitutas moralistas. Hank ya no era un Bukowski adaptado a la cultura pop y posmoderna, sino una mera parodia cuyo conflicto interno se equiparaba al conflicto externo con el que tuviera que lidiar. Por eso la ironía televisiva es tan peligrosa, porque con frecuencia la satírica ficción televisiva acaba por ser incapaz de resolver el conflicto interno y mostrar algo de verdad, degenerando en parodias de lo que una vez fueron.
III. Televisión: la ironía sincera y el Otro
¿Por qué la ironía lejos de reflejar una determinada estética de la degeneración televisiva acaba por convertirse en un recurso más para entretenimientos vacíos? Simplemente por falta de riesgo y capacidad para rascar la superficie. Como apuntaba Foster Wallace, la cultura pop y en general la televisión han dictado que aquello que nos une no son sentimientos sino imágenes, iconos y símbolos televisivos. El esnobismo intelectual es cómodo. Situarnos por encima de la telebasura, usar la ironía como libro de autoayuda para engañarnos y hacernos creer que somos mejor que lo que vemos. Californication jugaba con la nostalgia del espíritu de la generación beat. Una generación que, aunque con la perspectiva del tiempo se haya convertido en una especie de evangelio para twitteros de misantropía fácil, supo al menos captar el espíritu de su época: la necesidad de retratar el hastío y la crisis espiritual de la posguerra. Tom Kapinos pensó, como tantos otros, que bastaba con ser un intelectual irónico mientras la nostalgia te ayudaba a hilvanar guiones que en ningún momento supieron o pudieron retratar los males de una sociedad que ni de lejos es aquella por la que Allen Ginsberg aulló una vez.
Californication
Son tiempos distintos. La nostalgia y la ironía no han matado a la televisión. La nueva clase artística e intelectual es mera imagen y no semejanza de unos referentes que se empeñan en no matar. Sus obras carecen de conflictos internos y se ven superadas por el esteticismo. La ironía es vehículo de este esteticismo. Se niega a mirar hacia dentro. Son tiempos donde poco importa lo “jodido” que uno esté sino cómo se muestra en redes sociales. La televisión, Twitter o Instagram está repleto de irónicos que ven en ese Otro el origen de todos sus males. Pero no voy a ser otro misántropo. La ironía no va a matar a la televisión. No hay que matarla. Hay esperanza para aquellos que no creemos que la televisión sea cine. No porque seamos unos jóvenes carcas que neguemos la decadencia de las salas de cine, sino porque consideramos que la televisión es un medio muy distinto cuyo potencial estriba en su capacidad para desarrollar personajes.
Se ha hablado de verdad, de honestidad, de conflictos internos y externos, de sátira e ironía. La televisión puede y debe usar la ironía para satirizar a cualquier Otro que refleje nuestro tiempo actual. Pero puede y debe usar esa sátira inserta en conflictos externos para mostrar la verdad de un conflicto interno que debe ser desnudado y no tapado por la ironía. Californication no lo logró. Foster Wallace hablaría de Nueva Sinceridad, corriente destinada a plasmar las miserias y penas del hombre moderno a través de retratos donde la ironía tenía que ir acompañada de una introspección que enfrentara al individuo frente a la vacuidad posmoderna. El objetivo de Wallace estaba claro, y no era el de sucumbir a un discurso pesimista sobre la televisión. Tan solo era denunciar el cinismo hipócrita, la actitud veladamente esnob de una nueva vertiente de artistas que usaban la televisión como objeto de reflexión artística, pero posicionándose muy por encima de la audiencia y sobre todo de la necesidad de recuperar una actitud humanista que a través de retratos irónicos dieran cuenta de la situación de aislamiento y desinformación.
En ese sentido, ese Otro de Stuart Hall debía funcionar como reflejo irónico de uno mismo para mostrar el absurdo de la postmodernidad. El problema viene cuando el artista acaba viendo en ese Otro un mero objeto de parodia y no de introspección. Todos somos un poco cínicos. Es una actitud bastante reconfortante a la hora de enfrentarnos a los sinsentidos de un tiempo actual donde parece mejor reírse que tomarse en serio a uno mismo. Este cinismo se da en todos los campos, hasta en el de la crítica cinematográfica y televisiva, donde el crítico parece más obsesionado por acreditar su acervo academicista que por intentar empatizar con el objeto de análisis. Este cinismo es contagioso, servidor lo reconoce, y por eso mi objetivo con estas notas es el de intentar subvertir mi habitual estilo cínico e intentar ser algo más optimista. No hay más que leer la crítica de Isla de perros (Isle of Dogs, Wes Anderson, 2018) de mi compañera Paula López Montero para ser optimista y creer que es posible otro tipo crítica cinematográfica que apueste por la lucidez intelectual y la sensibilidad. En ese texto Paula ya habla de Nueva Sinceridad en términos mucho más ilustrativos que yo para definir la obra de Anderson y espero que ese texto que promete sobre la ironía acabe llegando para que el lector tenga un punto de vista que se asemeje menos a esta perorata.
Con esta pequeña autopromoción pretendo aclarar que tanta responsabilidad puede tener el creador que sucumbe a la ironía inánime y paródica como el crítico que es incapaz de abandonar ese pedestal y crea tendencias en publicaciones donde la posverdad se monetiza. Como el que escribe está muy lejos de ser crítico o escritor, egoístamente me permito este dardo. Volviendo al tema, Californication sucumbía a la ironía y Hank Moody no abanderaba esa Nueva Sinceridad que preconizaba un regreso a relatos que premiaran la sensibilidad, la sinceridad y la honestidad, que pudieran permitirse ser hasta melifluos y optimistas una vez retrataban irónicamente la absurdez del presente. Moody era un personaje que a veces mostraba esa sensibilidad, hasta que fue pasto de la ironía inánime.
Bojack Horseman
IV. Bojack Horseman: A Horse with a name
Pero he prometido ser optimista, porque de verdad creo que la ironía tiene en la ficción televisiva un horizonte de posibilidades. Californication ha sido descrita por algunos “críticos” de esos magazines contenedores como un referente claro para Bojack Horseman (Raphael Bob-Waksberg, 2014- ). Nada más lejos de la realidad, porque Bojack Horseman es el epítome de Hank Moody, y se trata quizá de una de las mejores ficciones televisivas estadounidenses de los últimos años y en una perfecta representante de la Nueva Sinceridad. Bojack es una otrora estrella televisiva del show Horsin’ Around, y la serie básicamente desengrana sus miedos, fobias e insatisfacciones vitales con una ironía que satiriza naturalmente el star-system de Hollywood pero que al mismo tiempo conjuga momentos de lucidez y sinceridad emocional. Ya sea cuando Bojack decide escribir sus memorias con la ayuda de Diane Nguyen, o asomándonos a la crisis de la mediana edad de su representante Princess Carolyn o con personajes que parecen meras parodias y alivios cómicos como el amigo de Bojack Todd Chávez o esa maravillosa némesis/amigo/reflejo vitalista del propio Bojack encarnado por Mr Peanutbutter.
La serie de Raphael Bob-Waksberg lleva ya cuatro temporadas siendo abanderada por Netflix, y ha ofrecido en la cuarta y última temporada su mejor versión. Es el ejemplo perfecto de cómo la ironía televisiva no necesita ser enemiga de su propio medio. Bojack Horseman goza de buenas audiencias, el respaldo unánime de la crítica y objeto de merchandising y promoción de Netflix. Y aún así sigue siendo un ejemplo de sátira de los tiempos actuales capaz de condensar a través de tramas espejo auténticos momentos de introspección y honestidad con el conflicto interno de su protagonista y personajes. No es mi intención realizar un análisis pormenorizado de algunas de las claves que convierten a Bojack Horseman en una de las ficciones de televisión más lúcidas de los últimos años. Pero basta fijarse en la última temporada para apreciar cómo la serie de Bob-Waksberg se vale de la ironía no para articular otra sátira inteligente más del actual estado de la cuestión — la cual se realiza pero va más allá —, sino que es una herramienta de introspección que finalmente es capaz de mostrar la verdad de unos personajes cuya evolución y catarsis queda desvelada en conflictos externos que apuntan hacia el absurdo de la posmodernidad para desnudar la duda y confusión de esos personajes.
Bojack se enfrenta a su enésima crisis existencial y decide huir al que fuera el hogar de su madre, y a través de flashbacks el espectador es capaz de conocer la infancia de esa madre que hasta entonces era descrita en términos de puro odio por parte de Bojack. La figura materna sobrevuela durante toda la temporada al mismo tiempo que se incorpora una nueva figura familiar — esta descripción críptica pretende no incurrir en demasiados spoilers — que amenaza el frágil equilibrio de un Bojack que empieza la temporada huyendo del presente y la acaba intentando no seguir huyendo del pasado. Diane, prototipo de escritora que ambiciona con escribir algo auténtico, acaba trabajando en un blog donde el feminismo es una mera cuestión de postureo. Se enfrenta no solo a la insatisfacción laboral sino a una crisis matrimonial que apunta no solo hacia su inseguridad y miedo, sino a esa crisis/desafío que afronta el feminismo moderno en su búsqueda de emanciparse de ciertas instituciones y ritos sociales. Princess Carolyn afronta también su carrera profesional al mismo tiempo que aflora el deseo o la imposición de convertirse en madre y Mr Peanutbutter busca no caer en ese olvido e irrelevancia mediática que tanto teme y se presenta a gobernador.
Todos estos arcos dramáticos encuentran su eco en tramas espejo que se valen de esa ironía como arma de doble filo. Para narrar la crisis existencial de Bojack, reflejar su depresión y ahondar en el trauma familiar la serie le lleva a ser jurado de un concurso al mejor trasero mientras al mismo tiempo se las ingenia para insertar una trama sobre la pérdida del amor de una vida — ilustrada por el vecino que ayuda a Bojack a restaurar la casa familiar — o un capítulo donde el alcoholismo y los procesos mentales del protagonista son ilustrados a través de la visualización de dichos procesos con técnicas de animación propias del onirismo y surrealismo atroz de Don Hertzfeldt. Diane vive tramas que ironizan sobre la posesión de armas. Ironía que no se queda en un retrato más sobre la regulación de armas, sino que a través de este personaje, quien asocia el empoderamiento femenino con la tenencia de armas para defenderse de los hombres, se convierte en artículo viral y transforma la trama en un prodigioso absurdo que retrata la hipocresía machista y la psicosis de ciertos sectores demócratas. Princess Carolyn y sus numerosas tramas intentando compaginar vida profesional y aspiración maternal también apuntan hacia los rebrotes de violencia y las matanzas en institutos. Bojack Horseman funciona a la perfección porque ese balance entre conflicto externo e interno es regulado por una ironía que en ningún momento pierde de vista la necesidad de transmitir una verdad, de reflejar la insatisfacción vital del individuo en esta moderna sociedad del consumo.
Donde Californication usaba finalmente la ironía como mera herramienta narrativa para enfatizar una sátira que se perdía en la frivolidad del humor tendencioso y víctima de lo cool, Bojack Horseman se mueve dentro del círculo de producciones televisivas mainstream— no en un sentido peyorativo, sino como un elogio por haber sido capaz de triunfar en un mercado sobresaturado de comedias absurdas — desnudando a través de la ironía a personajes que literalmente huyen de la nostalgia. Los flashbacks de Californication mostraban una década de los 90 atravesada por el espíritu grunge en episodios de bochornosa banalidad sentimental que servidor ya ni recuerda, y los monólogos de Hank aspiraban a recuperar el espíritu beat de los 60 a través de una nostalgia del pasado que de nada servía para describir el tiempo actual. El gran Philip Roth, en una de sus últimas entrevistas concedidas al New York Times, era preguntado por su célebre ensayo Writing American Fiction si seguía creyendo como hacía en los 60 que la realidad estadounidense era tan absurda como para superar la imaginación del escritor. Roth respondía que había sido muy ingenuo por pensar que en aquel entonces era un individuo viviendo en una América absurda, comparada con la actual comedia del presente. El absurdo del posmodernismo exige quizá de esa Nueva Sinceridad que vuelva a ponernos en contacto con una sensibilidad perdida, pero a veces corremos el riesgo de que la ironía se torne cinismo y en un alarde de nihilismo acabemos por insensibilizarnos. Californication pretendía mostrar a un Hank cuya ironía ocultaba a un hombre sensible, pero la nostalgia de ese movimiento beat que en cierto preconizó una liberación de la hipocresía capitalista acabó por convertirse en un entretenimiento que hacía de Bukowski, Gingsberg y tantos otros iconos de cultura pop, como ya sucede en redes. Seguramente Theodore Kaczynski se esté revolviendo al ver cómo su manifiesto neoludista es citado por twitteros en una muestra de ese efecto televisivo que los expertos en comunicación denominan mainstreaming. La televisión aporta una imagen sesgada de la realidad a través de la homogeneización de tendencias y personajes y su atracción hacia un centro gravitacional, el de la televisión, que acaba por desdibujar cualquier atisbo de diferencia 8. Kaczynski no es ya un psicópata, o intelectual para algunos, sino un personaje de ficción legitimado dentro de un río cultural llamado televisión.
Bojack Horseman
Solo con este pesimismo puede uno ser optimista al reconocer lo bueno de Bojack Horseman. Porque el lenguaje televisivo es profundamente connotativo, como apuntaba Stuart Hall, y la ficción de Bob-Waksberg sabe moverse a la perfección dentro del orden cultural dominante descrito por el sociólogo jamaicano 9 . El signo televisivo es connotativo, y en su relación con el contexto actual queda impregnado por las asociaciones semánticas de un sistema cultural determinado. Hall explicaría cómo una estructura de dominación cultural impone un orden cultural en base a los significados preferentes que establece. Este orden cultural de significados privilegiados se transmite a través de instituciones mediáticas, y el espectador puede decodificarlo de manera literal operando dentro de ese código dominante, o establecer un proceso de mediación al operar desde subculturas que posean otra interpretación de esos significados. La cultura de la posmodernidad ha sido particularmente hábil al integrarse dentro de un orden cultural dominante e imponer un mapa de significados que han convertido a la ironía y a la parodia en códigos de decodificación de mensajes televisivos literales. La telerrealidad o los realities, pero también el inconformismo trendy y millennial de los instagramers y youtubers conforman una visión, un código de significados insertos en esta posmodernidad vacua e insensible que han convertido a la ironía en un placebo.
Bojack Horseman es tremendamente hábil al operar dentro de esta estructura dominante y desmontarla sin caer en la trampa de una ironía que en vez de capturar sensibilidad sea presa de un nihilismo recalcitrante e inocuo. Muchos claman contra este orden cultural dominante pero pocos se atreven a desnudarlo. Líderes de la ironía existen a paradas, adalides del humor absurdo que se convierten en aquello que critican en un alarde de sátira llevada al extremo. Ahora bien, la serie de Bob-Waksberg es valiente porque no tiene miedo en retratar el absurdo posmoderno y al mismo tiempo ser optimista a la par que sensible. Porque si, hay momentos de profundo pesimismo y misantropía, Bojack es un protagonista depresivo y sus tramas suelen culminar en excesos etílicos y victimistas, pero siempre hay un resquicio para la esperanza tras tocar fondo en su permanente ironía militante contra el statu quo.
V. Sinceridad y caída de los símbolos estadounidenses
Esa sinceridad y sensibilidad solo se alcanza tras arrancar todas las máscaras y ahondar en un absurdo oculto tras capas y capas de significados y ritos culturales y sociales. Porque las grandes ficciones televisivas de este siglo han encumbrado a la televisión como medio de posibilidad artística no por equipararse al cine — error común que uno lee habitualmente — sino por su capacidad para retratar crisis de identidad. El estudio de personajes es quizá la gran baza del medio televisivo frente al cine. Si uno observa las grandes series del siglo, entre ellas Bojack Horseman pero hablo también de Mad Men (Matthew Weiner, 2007 – 2015), A dos metros bajo tierra (Six Feet Under, Alan Ball, 2001-2005), The Leftovers (Damon Lindelof & Tom Perrotta, 2014-2017) y otros clásicos y no tan clásicos como Rectify (Ray McKinnon, 2013-2016) se puede apreciar que todos los protagonistas de dichas ficciones basan su periplo dramático en una huida de la propia identidad, en reflejar la crisis del yo y la sensibilidad en relación con la posmodernidad y el vacío existencial. Bojack, Don Draper, Nate, David, Claire, Kevin o Daniel son personajes que huyen de sí mismos, temerosos de afrontar la crudeza de la propia identidad. Solo la ironía — hacia el star-system y la fama, hacia el capitalismo y marketing, sobre la muerte y la familia, sobre la fe o sobre la culpa — puede ir desnudando la cultura dominante y enfrentar finalmente a los personajes ante su propio reflejo. La cultura dominante patente en todas estas ficciones experimenta un proceso de deconstrucción a través de la reinterpretación de algunos de los símbolos hegemónicos del paradigma cultural estadounidense. No es solo una huida de una identidad en crisis que suele culminar con una aceptación del absurdo posmodernista, sino una negociación de la relación del personaje con el conflicto externo para conciliar el interno.
Bojack Horseman desnuda a través de la ironía símbolos estadounidenses como las armas, el culto a la violencia, el matrimonio, la fama o la idea de éxito a medida que Bojack intenta reconciliarse con una identidad — la de una estrella televisiva cuya depresión y trauma pasado le impide avanzar —. Mad Men es una deconstrucción del american way of life, encarnado por ese prototipo de éxito, ese perfecto producto de marketing llamado Don Draper. Su conflicto interno estriba en una crisis de identidad, en vivir una vida que no es la suya. Es un modelo de éxito, un creativo de carisma desmedido para que el amor finalmente es tan solo otro eslogan que grabar en su cabeza para intentar avanzar. La serie de Matthew Weiner exuda una ironía que destruye el significado de auténticos símbolos de la cultura dominante — el automóvil, el tabaco, el movimiento hippie, el consumismo, todo a través de esas agencias de marketing que intentaban vender ese código dominante —. Recuerdo que siendo un adolescente me sentía maravillado por el carisma de Draper y al mismo tiempo fascinado por esa condición de individuo trágico embutido en trajes caros y recluido en un constante anuncio. Jon Hamm parecía el Michel Piccoli de El desprecio (Le mépris, Jean-Luc Godard, 1963), héroes propios de dramas griegos perfectamente satirizados por la ironía de Weiner y de un Godard que a través de El desprecio se rió mucho y bien de la industria hollywoodiense en uno de sus trabajos más incomprendidos. Hasta me compré una camiseta con la silueta de Draper que decía algo como que aquello que llamamos amor es solo un invento para vender nylon. Acostumbraba a regodearme en mi cinismo mientras veía al resto de jóvenes con sus camisetas de Guns & Roses, Nirvana o Joy Division. Pensaba para mis adentros cómo el capitalismo había convertido el espíritu rock en un producto perfecto de mercadotecnia del descontento mientras me vanagloriaba de tener la verdad suprema al entender la hipocresía que representaba mi ídolo Draper. Naturalmente la estupidez se me curó con madurez y comprendí que la ironía no es un ejercicio de reafirmación moral y elitismo intelectual, sino de lucidez y humanismo.
Rectify
Todas estas ficciones aciertan en que su relación con el Otro, encarnado por esa cultura hegemónica estadounidense, no es binaria. Uno nunca sabe dónde empieza el conflicto identitario del personaje y dónde termina la ironía. Sobre el final de Mad Men corrieron ríos de tinta. Esa escena final con Don Draper meditando seguida por un anuncio de Coca Cola. En su momento pensé que Weiner estaba queriendo decir que esa aparente paz que Draper transmitía por fin al final que todo era una farsa y que la recuperación de Draper era otro milagro del marketing como la Coca Cola. Como decía, siempre me ha podido el ser un poco pretencioso. Admito que me decepcionó cuando leí que Weiner había dicho que probablemente el final de Draper consistiría en su regreso a la agencia donde triunfaría haciendo el famoso anuncio de la Coca Cola. No me parecía irónico, era tremendamente continuista. Años después volví a verlo y hoy día me parece perfecto como punto y seguido de un Draper que parece aceptar esa identidad de la que huía a base de escarceos propios de un anuncio de Dior y postales de bares donde el etilismo iba acompañado de una filosofía existencialista propia de la prosa de Knut Hamsun y la pintura críptica de Hooper.
El Otro debe ser desenmascarado con la ironía, y la construcción de diferencias de la identidad de Hall que finalmente emprenden estos personajes implica una deconstrucción del sistema de símbolos de ese Otro apostando por un código, el televisivo, que no debe sucumbir a la tentación de la parodia. Rectify es una de las mejores series estadounidenses que servidor ha podido ver. Porque Daniel Holden es un personaje en permanente discusión con su identidad tras pasar años encerrado intentando no sucumbir. La ironía de Holden es tímida, callada, y frecuentemente se visibiliza en monólogos que hacen de Rectify una revisión moderna y con esencia indie — en el buen sentido — de ese humanismo cruel y cercano de Casavettes. La serie de Ray McKinnon no contiene verdades absolutas ni aspira a intentar comprender la realidad del presente o aportar una ruptura frente a lo hegemónico como hacía el movimiento beat. El conflicto interno de Daniel Holden es la reconstrucción de una identidad interrumpida por su reclusión, y es quizá la ficción televisiva donde la ironía no deconstruye, sino que construye la relación de Daniel con su familia y allegados. Hay algo de ese humanismo patético y cómico de Philip Roth en Rectify, y en general en todas las series mencionadas. Porque seguro que todos nos sentimos más cerca del protagonista de El mal de Portnoy (Portnoy’s Complaint, Philip Roth, 1967) que de esos protagonistas bohemios, atormentados y autobiográficos de Bukowski que escupen monólogos lacerantes y hacen apología de su miembro mientras se recrean en orgasmos y brotes creativos que eyaculan lucidez y mala leche. Personalmente estoy más cerca de ser Alexander Portnoy, un auténtico Raskolnikov de las pajas como dice Roth y cuya mediocridad se impregna con dosis de ironía y patetismo para describir una sexualidad frustrada y terrorífica. Y es en esa sinceridad irónica donde Hank Moody se ahoga y los Bojack, Draper, Holden, Nate y otros consiguen reconciliarse con sus identidades después de atisbar el absurdo.
En esa construcción de diferencias y deconstrucción del Otro influye y mucho la renegociación del paradigma de masculinidad. Cabría preguntarse hasta qué punto estos relatos de identidades fracturadas son también testimonios de una masculinidad primigenia que parece que por fin se está corrompiendo. Mientras Pablo Escobar y Theodore Kaczynski se convierten en iconos televisivos y su identidad es casi glosada, servidor prefiere no preconizar el apocalipsis televisivo y ser optimista creyendo que estos grandes ejemplos de ironía televisiva puedan servir de modelo para conformar una conciencia del tiempo presente más lúcida, irónica y sensible.
A dos metros bajo tierra
VI. Aprendiendo a ser irónicos: Papá, el pop ha matado al museo.
Decía Roland Barthes que en Estados Unidos la sexualidad estaba presente en todas partes menos en el sexo 10, a propósito de su comparativa entre las máquinas expendedoras japonesas y las máquinas de juego occidentales con sus mecanismos orientados hacia la penetración y adicción. Vivimos en un tiempo donde la ironía está presente en todas partes menos donde debería estar situada. En ese sentido cabría analizar por qué Los Angeles, qué tiene esa ciudad para inspirar el final o desarrollo de muchas de estas ficciones. Quizá por ser la ciudad-imagen por antonomasia, ese referente audiovisual para los sueños cumplidos o frustrados. Supongo que Los Angeles es la concreción de esa estética de la soledad creada por la ironía. Una estética aupada en los tiempos de los millennial y la sobrevaloración de las conexiones sociales. Siempre he sido bastante reticente a considerarme millennial. Somos una generación sin referentes, conozco a amigos que como yo deambulamos por el mapa de la precariedad laboral, algunos de ellos acuciados por la ansiedad, el estatismo y abulia personal de sabernos mediocres en una sociedad que solo refleja el éxito o la felicidad destilada en interacciones o currículums que tejen redes sociales con desconocidos. O en bagatelas sexuales ocultas en matches de Tinder, heteros confusos de Grindr o filtros de autoestima en Instagram. Temerosos, observamos con miedo el hecho de que quizá hayamos pasado más tiempo observando identidades ajenas que contemplando la nuestra. Usamos la ironía no con la acidez de una critica constructiva, sino como alivio cómico del tormento, pequeños Chandlers Bing maquillando con sonrisa nerviosa nuestro pavor.
Por eso la ironía no va a matar a la televisión. La necesitamos más que nunca porque el choque que sufrimos entre el síndrome de Peter Pan de los noventa y comienzos del siglo XXI, con los Pokemon, el grunge y la nostalgia analógica, y el síndrome de ansiedad de sentirnos adultos en un mundo que se desmorona económica y socialmente es devastador. No es baladí que el Where is my Mind de los Pixies encumbrado por Fincher en esa obra maestra de ingeniera pop y mercadotecnia del descontento llamada El club de la lucha (Fight Club, David Fincher, 1999) canalizara la filosofía de la ansiedad millennial en las mentes de adolescentes incautos. Nuestra ansiedad, descontento e inacción son productos manufacturados. Solo la ironía puede traer una sinceridad donde hallar algo genuino. Quizá por esa razón servidor empieza a comprender a artistas como C. Tangana o Yung Beef, pese a no compartir afición por su obra. Ídolos millennial que abanderan un nihilismo constructivo, por contradictorio que suene. El primero con dosis de ironía y con su grado en Filosofía refleja el absurdo posmoderno situándose dentro de la industria, y el segundo, más sincero y destructivo, situándose al margen de la industria. Supongo que la rueda de prensa que los reunió a ellos y a Bad Gyal en el Primavera Sound es lo más cercano a un manifiesto sobre el nihilismo millennial y su búsqueda de la sinceridad deconstruyendo con ironía la idea de masculinidad, éxito o la imagen de la mujer. Una generación que hunde su hastío en el pop o esta cultura postmoderna. Cultura pop que muchos ven con temor al contemplar cómo empieza a absorber espacios culturales tradicionales y comienza a reinterpretar la idea de arte y su estatus hegemónico. Desde This is America, pasando por youtubers como Altozano o Ter que divulgan en el buen sentido cómo el pop, las Kardashian o las celebrities están reinterpretando la idea de un arte elitista y marginal. Ahora Beyoncé y Jay-Z en su último videoclip inundan el Louvre, paradigma del arte inmovilista y eurocéntrico, con un pastiche de referencias étnicas y cultura pop. Quizá los millennial y los artistas pop están empezando a atisbar las posibilidades de la ironía como vehículo de la sinceridad más inmisericorde con el absurdo que nos rodea. No me corresponde juzgar a mí si estas son las mejores herramientas.
¿Y qué papel juega la televisión? Probablemente el de dar cuenta que, aunque sean necesarios nuevos referentes y menos nostalgia, la cuestión de la ironía y la confrontación con uno mismo no son temas nuevos y que el Otro no es algo tan banal como esa imagen de autoridad ejemplificada por los padres. El Otro se desdobla en un conflicto externo, el absurdo posmoderno, y en uno interno, ese yo perdido en la maraña de pantallas e imágenes digitales. Sirva de ejemplo cómo el abismo generacional entre Bojack y Claire Fisher es solo cuestión de años y no de inquietudes personales. Pasolini comentaba en Las películas de otros 11 que el cine de Moravia y el de Antonioni diferían en un rasgo fundamental: el primero ahondaba en la locura del eros como válvula de escape para la angustia existencial de la burguesía, mientras que el segundo se regodeaba en descripciones agónicas de esta angustia. Pasolini afirmaba que naturalmente la burguesía privilegiaba a Antonioni dado que era mucho más atractivo verse reflejado en dramáticas luchas de angustia a través del amor y la plasticidad de Antonioni que sentirse estúpido viendo cómo los personajes de Moravia se hundían en la locura de la carne para disimular sus penas. He ahí quizá la diferencia entre la ironía de los millennial y la de sus mayores. Los primeros han aceptado la locura del eros pero aún no han adquirido la ironía de Moravia para situarse por encima de sus personajes. Parece que empiezan a vislumbrarla. Los mayores aman a Antonioni pero ven con ironía los tiempos donde pensaban que el sufrimiento y la crisis personal bastaban para erigir una identidad.
No voy a desviarme más del tema. La televisión — y no nos engañemos, Youtube y los youtubers, Twitch y los streamers tan solo reproducen diversas formas de lenguaje televisivo en otros dispositivos — es quizá el mejor vehículo para conciliar la sinceridad de las nuevas generaciones y una buena ironía más allá de la autosuficiencia y la parodia. Pienso en Bojack perdiéndose por el desierto mientras suena Horse with no name o rememoro el final de A dos metros bajo tierra con Claire conduciendo hacia el horizonte mientras Sia conmueve con Breath me. Puntos de unión entre generaciones que necesitan sinceridad e ironía para reconciliarse con el yo, no con la imagen del yo vendida por el Otro. Daniel Holden resume en Rectify lo doloroso que es mirar hacia dentro de uno mismo una vez desenmascaramos esa máscara de belleza vendida por la posmodernidad:
Cuando estás solo contigo mismo, con nadie más que contigo, empiezas a ir más y más dentro de ti mismo hasta que te pierdes a ti mismo. Es una contradicción perversa. Es como si tu ego se desintegrara hasta que no tuvieras ego. No en el sentido en el que te vuelves humilde, o ganas algo de perspectiva, sino que literalmente pierdes tu propia razón de ser.12
Podemos seguir siendo unos mojigatos tratando de matar al padre en clave freudiana y canalizando el descontento con sátiras poco constructivas. O quizá sea posible no caer en el síndrome de la izquierda y sus sempiternas luchas por el discurso hegemónico, no culpar a quienes sí construyeron movimientos y auparon a referentes y empezar a ver al Otro con la ironía propia de Bojack Horseman y tantas otras ficciones. Solo así quizá atisbemos quiénes somos en realidad, aunque paradójicamente sea clavando nuestra mirada en la pantalla. Si no funciona, siempre nos quedará el nihilismo misántropo de Rick & Morty (Dan Harmon y Justin Roiland, 2013 – ). Pero servidor cree que esta Nueva Sinceridad cimentada en una ironía honesta empieza a dibujar el espectro de ese Otro que no es otro que nosotros mismos. Y lo dejo ya, soy peor que Hank Moody tratando de encontrar la palabra perfecta entre exabruptos de whiskey de malta y otras drogas.
A dos metros bajo tierra arriba, Bojack Horseman abajo
- KACZYNSKI, Theodore. The Industrial Society and its Future. The Washington Post, Washington. Disponible en: https://img.4plebs.org/boards/tg/image/1390/04/1390040379355.pdf ↩
- FOSTER WALLACE, David (1993): “E Unibus Pluram: Television and U.S. Fiction”. Review of Contemporary Fiction nº 13 (2), pp. 151-194. ↩
- Ibídem, p. 5 ↩
- Ibídem, p. 12 ↩
- Ibídem, p. 33 ↩
- HALL, Stuart (2010). Sin garantías: trayectorias y problemáticas en estudios culturales. Envión Editores, Colombia. ↩
- Ibídem, p. 344. ↩
- GERBNER, George et al (2002). “Growing up with television: Cultivation processes”. Media effects: Advances in theory and research nº 2, pp. 43-67. ↩
- HALL, Stuart (2004). “Codificación y decodificación en el discurso televisivo”. CIC (Cuadernos de Información y Comunicación) nº 9, p. 230. ↩
- BARTHES, Roland (1982). Empire of Signs. Noonday Press Edition, Nueva York, p. 23. ↩
- PASOLINI, Pier Paolo (1999). Las películas de otros. Prensa Ibérica, España ↩
- Rectify, S04E01 (00:34:59,614 – 00:35:37,982). ↩
me gusto mucho la reflexión, profunda.