La isla de Bergman
Inquietos Por Pablo Muñoz
En su libro de memorias, Inquietudes, Linn Ullmann cuenta una anécdota muy convincente sobre su padre, Ingmar Bergman. La anécdota se relata a propósito del viejo tema del artista y su modelo, el genio y las musas. Bergman no solamente detestaba la expresión sino que se refería a sus actrices como sus herramientas. Las musas inspiran, pero las herramientas, en cambio, en tanto que útiles, facilitan, cooperan, hacen cosas.
La elección de Bergman no está a salvo de lecturas insidiosas, pero es bastante emocionante como descripción de una colaboración seria y orientada entre seres humanos. En La isla de Bergman, una de las primeras conversaciones que el matrimonio de cineastas protagonista mantiene es sobre la responsabilidad afectiva del cineasta sueco.
Si bien él (Tim Roth) está dispuesto a perdonarle, ella (Vicky Krieps) se pregunta sobre la posibilidad de una crianza y una obra igual de compleja y dispuesta. Pero enseguida aparece una confesión más incómoda y humana cuando ella cuenta que no le gusta admirar la obra de personas horribles.
Esta escena no es, solamente, una muestra banal de preocupaciones contemporáneas sobre el artista y su mundo. También es una muestra nítida de la distancia que ha empezado a mediar entre el siglo XX y el nuestro. Y lo que ello conlleva para el arte. Ya no vivimos en la época de los grandes maestros, pero su presencia no desaparece, no de un modo definitivo. Desde luego, ya no hay tanto que admirar tajantemente una vez los vínculos entre esfera privada y conducta pública aparecen en duda.
No es la única que se toma esta película misteriosa. En su primer acto, vemos el tour de Bergman (el Bergman safari) y una entrañable discusión sobre qué película del autor ver proyectada en 35 mm. La relación con su obra es la que se tiene con un clásico cuyas huellas persisten pero han comenzado a desaparecer, como las de una ola cuyo alcance ha empezado a hacer porosa una pisada reciente.
Hansen-Løve insiste con secuencias sorprendentemente honestas en que no podemos ser exactamente espectadores de Bergman. El profesor universitario español (encarnado por el crítico Jordi Costa) insiste también en la importancia de releer la obra y sus presuntas intenciones, y cuestiona incluso el referirse a la trilogía de Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961), El silencio (Tystnaden, 1963) y Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1963) como una trilogía y no, más bien, como una improvisación feliz.
Lejos de eludir el elemento turístico, Hansen-Løve lo convierte en un paisaje bien reconocible: la isla de Färo y sus exteriores y la casa del genio son un camino turístico además de una oportunidad laboral para sus protagonistas. No es que Bergman sea importante, es que es un clásico de una magnitud lo suficientemente importante que ya puede darse por descontado.
La segunda mitad de la película es bien distinta. Se centra en el bloqueo creativo de la cineasta, que está escribiendo una historia de amor cuyo desenlace nos es negado en una elipsis que nos ofrece, a cambio, otro: el final del rodaje de una película. Quizás la película que acaba de rodar sea parecida a Un amor de juventud (Un amour de jeunesse, 2012) de la propia Hansen-Løve, pero la respuesta no tiene la mayor importancia. En vez de eso, vemos cómo acaba el rodaje de la historia que antes trataba de finalizar.
Uno de los muchos misterios de La isla de Bergman concierne a su capacidad para marcar una distancia exacta con una obra de la que se apropia con una elegancia sutil y rigurosísima.
Si bien no tenemos largos y hermosos monólogos, Hansen-Løve rueda la película con duplicidades en la protagonista, en sus actores y una crisis matrimonial en el centro. También los pasos de un sitio a otro, o las agujas del reloj de Fresas Salvajes (Smultronstället, 1957) o los fieros avisos de Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1987), nos llevan al territorio del mejor Bergman, pero no encontramos, eso sí, ningún tipo de signo evidente.
A fin de cuentas, Hansen-Løve no prioriza necesariamente las tomas impresionantemente quietas y tensas del cineasta, donde cada corte podía cargarse de sentido. Hansen-Løve ha ido cultivando un cine basado en observar cómo sus cuerpos caen y desfallecen, se alegran y animan, en ocasiones torpe o bellamente, y solamente en esta película, observamos cómo sus composiciones se llenan de simetrías o puntos de fuga un poquito más evidentes que en otras ocasiones, aunque siempre aislados.
Por lo tanto, no se trata de perorar ni de emular las hermosas técnicas lumínicas de Sven Nykvist. En vez de eso, la directora rueda con planos ampliamente coloridos, cálidos, y escribe con un gusto sofisticadísimo por las elipsis. Las escenas terminan antes de que ofrezcan esa información que los manuales de guión, los escribidores cantamañanas y las pestilentes películas de Pixar han convencido a la gente de que son “el secreto de una historia bien contada”. No sabemos qué diría Bergman de ello, pero desde luego, que en vez de observar seres humanos haya quien hable de “arcos de personaje” resulta, como mínimo, sintomático.
Por suerte, Hansen-Løve ha ido disciplinando su uso de la elipsis. En esta película es un recurso elusivo. El ejemplo más extremo está al final, donde desafía al espectador negándole el final y ofreciendo uno que es un fin de rodaje, con no pocas concomitancias con Dolor y Gloria (2019), otra obra hermosa de otro díscolo y feliz discípulo de Bergman, Pedro Almodóvar.
Al mismo tiempo, ¿qué ha sido la historia que intenta escribir nuestra cineasta sino una forma velada de confesión? ¿De qué trata la historia de ese persistente primer amor sino de fantasmas? ¿Qué es todo el relato sino la historia de la cineasta, intentando llegar a contar algo?
Y quizás ahora podamos volver a pensar lo que Bergman decía de los actores y sus herramientas. Al final de la película, queda insinuada una posible infatuación entre el actor que interpreta al primer amor y la cineasta. Lo que resulta interesante aquí no es la anécdota. Lo que resulta interesante (y sugestivo) es que también el actor ha sido una herramienta para el espectador –interpretando a una versión de sí mismo y al personaje imaginado– y para el personaje. De este tipo de utilidades y herramientas quizá ya no va tan sobrado el cine.
Hay otra simetría feliz entre Inquietos y La isla de Bergman. Al comienzo del libro, la autora cuenta que, entre otras cosas, nunca fueron ella y sus padres una unidad familiar. Eran más bien piezas separadas, a sabiendas de que nunca se unirían. Su vida trató de su padre y ella y su madre, y probablemente, y con extrañeza, ellos dos hasta el final de sus días. El punto álgido del libro lo marca el descubrimiento de que después de su ruptura, Liv Ullmann e Ingmar Bergman se veían con frecuencia, sin que la hija estuviera ya presente.
Esta imagen tan terrible y hermosa, la de una separación permanente y dolorosa que no fructifica en el teatro que levantan los padres para los hijos en forma de infancia y que llamamos “familia”, aparece de un modo más pequeño, cerrando esta película. Vemos al padre y la hija y, solamente después, a la madre y a la hija reencontrarse. Es el espectador quien deberá decidir si está viendo un reencuentro o, más bien, un alto en el camino.