La jauría
Una historia de violencia Por Ramón H Sosa
«Quiero matar a mi padre», balbucea Eliú (Jhojan Stiven Jiménez) en una de las secuencias de La jauría (2022), primer largometraje de Andrés Ramírez Pulido. Hay frases que motivan y sentencian una vida y esta frase —con su rotundidad, su violencia y las posibles lecturas que conlleva— es una de ellas. El joven se encuentra encerrado, junto a otros, en una prisión sin muros en plena selva colombiana. Habiendo llegado hasta allí con los ojos vendados, la desorientación y la amenaza de acabar perdidos en medio de esa selva, es disuasión suficiente ante cualquier posible tentativa de huir. Eliú está cumpliendo sentencia por asesinato, y si lo cometió, si ha acabado preso, fue a causa de esa frase —«Quiero matar a mi padre»—, de lo que implica y de lo que explica. De lo que un joven debe haber vivido y sufrido para que esas palabras salgan, con toda sinceridad, de su boca. En cualquier caso, no la grita, la murmura. La voz le sale como si se filtrara a través de un tapón: a través del miedo, del odio, de ambos. Un gorgoteo. Escuchándolo, al otro lado de la mesa, se sienta Álvaro (Miguel Ángel Viera Zamudio), alguacil de la prisión que cumple, a la vez, la función de padre espiritual del muchacho. Estamos, pues, ante un diálogo entre el padre y el hijo que quiere matar al padre. Pero Eliú, ¿quiere matar al padre real o al simbólico?
Con personalidades opuestas, Álvaro y Godoy (Diego Rincón), son suficientes para gestionar el centro en el que están recluidos, a penas, un puñado de muchachos. Álvaro y su creencia en la redención. Godoy y su rifle. Allí donde el primero cree en la capacidad de transformarse de los muchachos, en la posibilidad de que logren desembarazarse del odio que arrastran, el segundo solo ve escoria sin futuro. Álvaro cree y aplica la terapia, Godoy cree y aplica mano dura. Eliú que, junto a su amigo El Mono (Maicol Andrés Jiménez), cometió el asesinato de un hombre apodado El Invisible, quiere seguir el camino de Álvaro y se ha convertido en uno de sus aprendices más destacados. Guiado por él, en conjunto a los otros presos, realizará terapias grupales en las que, entre psicología y chamanismo, se persigue que puedan dejar atrás la violencia que ha caracterizado sus vidas. Pues de violencia —de la familiar, de la social y la estructural— va la cosa. Eliú, que proviene de ese mundo violento, recita una plegaria en la que enumera sus objetivos y manifiesta la voluntad de quien busca dar esquinazo a lo que ha conocido y lo que ha sido hasta el momento. El mantra de quien desea convertirse en un hombre nuevo. Pero si algo nos ha enseñado el cine es que el pasado, de una u otra forma, siempre acaba por volver a perseguirnos. En el caso de Eliú, ese pasado vuelve encarnado en la persona de El Mono.
Este llegará un día para integrarse a la cotidianidad de la atípica penitenciaría. A la rutina de limpiar la piscina, desbrozar la maleza, talar árboles y cavar acequias. Se unirá al resto preparando la destartalada mansión que habitan para que pueda, en un futuro, recibir a más presos como ellos. Una vez ahí, El Mono descubrirá que Eliú es uno de los tres presos modelo que han recibido, por su buen comportamiento, un estatus superior al resto, una cierta autoridad. El Mono, como todo fantasma del pasado, le incitará, atacará y chantajeará en un intento de que Eliú, que quiere ser un hombre nuevo, vuelva a ser el que una vez fue. El compañero junto al que se drogaba, robaba y junto al que, un día, mató a un hombre y trasladó su cadáver campo a través para ocultarlo. La verdadera razón por la que El Mono ha sido trasladado hasta ahí es que el cuerpo que escondieron aún no ha aparecido. Esperan que entre los dos puedan rehacer el camino que esa noche recorrieron y llevar a un grupo formado por Godoy, un fiscal y su ayudante, la esposa y el sobrino del muerto, hasta el lugar en que abandonaron a El Invisible. El Mono ha vuelto para que Eliú reconstruya el pasado del que huye. Siguiendo a los dos jóvenes, la expedición será conducida hasta las profundidades de una caverna. Ahí, bajo el único punto en que la luz se filtra a través de la roca, dicen haber dejado al muerto. Pero, para su sorpresa, una vez allí, descubrirán que el cadáver ha desaparecido.
Hay una cierta atemporalidad en La jauría. Si la violencia se reproduce en ciclos, qué más da en qué momento se sitúe la acción. La ausencia de coordenadas temporales se suma a la de coordenadas geográficas y refuerza la sensación de soledad y desorientación que sufren sus personajes. La soledad y desorientación que se reflejan en la mirada de Jhojan Stiven Jiménez, gran hallazgo de un director que vuelve a trabajar, como ya lo hiciera en sus cortometrajes, con actores no profesionales. Situada, pues, en una burbuja, la prisión la están construyendo en lo que en su día fuera una mansión que se encuentra ahora abandonada. En ruinas. Decir que en el lugar en que una casa se descompone aparece una prisión, equivale a decir que allá donde se desmigaja la sociedad solo queda lugar para la violencia. La mansión se alzará como un símbolo de fondo mientras los muchachos la bordean, bregan con sus desperdicios o sueñan en cómo la decorarían si fuera suya. La orbitarán, pero no entrarán. Toda casa, incluso una desquebrajada, conlleva una idea de hogar. Ellos, encargados de lidiar con sus despojos no tendrán, por lo tanto, acceso a su interior. La película no oculta su voluntad de ser metáfora de un país herido en el que, propagada de padres a hijos y entre hermanos, la violencia ha creado sujetos tan perdidos como los protagonistas. Cuando en una prisión no vemos los barrotes significa que estos se llevan por dentro.
Y tras la violencia, por supuesto, el dinero. En cierto punto se nos descubrirá que el centro es, en realidad, un proyecto privado del que sus propietarios esperan obtener rendimiento. Por encima de Álvaro y Godoy no está el Estado, sino la empresa privada. Así, de un plumazo, la prisión —que era una metáfora de la familia que era, a su vez, una metáfora de la sociedad— reproduce el esquema de la fábrica. Álvaro es un empleado y su jefe acudirá un día a inspeccionar el estado de la inversión y a reclamar, como lo hace todo jefe, que se vaya más rápido con el proyecto. Aprovechando la visita, uno de los presos cuestionará los métodos de Álvaro. Criticará su charlatanería, su falsa camaradería y su inútil terapia. Si ha elegido ese momento para decir lo que piensa es porque la presencia del jefe de su jefe hace temblar la cadena de mando, pone en solfa su autoridad. Porque, a pesar de todos los discursos, la relación que tienen con Álvaro es una de autoridad, es decir, una relación de violencia. En el fondo, con su actitud despótica y sus malas maneras, Godoy es el más sincero de los dos. Con su uniforme y su rifle siempre en mano, reconoce el nivel punitivo que ejerce. Sin ilusiones, frente a él, los chicos son presos que ejercen trabajos forzados en contra de su voluntad. A pesar de sus buenas intenciones, al erigirse en padre simbólico, Álvaro les transfiere la carga moral de sus errores y limpia de su buena parte de culpa al peso de una estructura social fallida. Sustituye el golpe por el chantaje. Recompone la familia, sí, pero lo hace, una vez más, de forma violenta.
Pero volvamos un momento atrás. ¿Dónde está el cuerpo de El Invisible? Drogados y repletos de rabia, Eliú y El Mono le mataron, según dicen, por error. La verdadera víctima que perseguían era al padre de Eliú. Así pues, todo lo que ocurrirá después nacerá fruto de ese deseo —«Quiero matar a mi padre»— que un día le manifestará a Álvaro. ¿Dicen la verdad cuando aseguran que era a su padre al que buscaban? ¿Es que Eliú, aun drogado, no es capaz de distinguir a su padre de otro? Huecos. Misterios. Ramírez Pulido abunda en ellos y será sobre ellos, precisamente, que construirá esa tercera vía para Eliú. Ni la del padre real, ni la del simbólico. La suya. En la excursión que les lleva hasta la caverna, la esposa y el sobrino de El Invisible reproducirán, una vez más, la familia de Eliú. A su madre y a su hermano. Los ojos de la esposa, tanto sobre Eliú como sobre el lugar en el que debería estar el cuerpo de su marido, será la mirada de su madre. Así, una de las pocas presencias femeninas en la película, servirá para marcar la ‘X’ en el mapa del tesoro. El lugar de la tercera vía, que es la de la espiritualidad. La caverna, la selva, lo fantasmático. Se hace difícil no pensar en este punto que, a la hora de buscar un camino nuevo a su personaje, el director se acerca al cine de Apichatpong Weerasethakul. Ese nuevo camino. En El Invisible se unen la muerte real y la simbólica del padre, y si su cuerpo ha desaparecido ha sido para dejar un hueco. Hueco que debe ocupar el propio Eliú. Muerte y resurrección.
En Anhell69 (Theo Montoya, 2022), otra sorprendente película colombiana que se ha podido ver en este D’A 2023, se habla de lo que ha supuesto para una generación entera el acuerdo de paz, firmado en 2016, entre el gobierno y las FARC-EP. Un país que no ha conocido la paz tiene, ahora, que pensar en la paz. Una población, decía Montoya, que por primera vez se ve con un futuro y tiene que aprender a pensarlo. De la misma forma, Ramírez Pulido no se contenta con retratar a una generación perdida: les busca una vía, les crea futuro. Aunque a nivel práctico haya que decir que las cosas no son tan fáciles, una firma, un contrato, ha creado una promesa de paz. Las palabras son, pues, importantes. Hay frases, decía, que motivan y sentencian vidas. Las palabras con las que uno de los presos critique los métodos de Álvaro, sentenciarán la vida de este y, junto a este, el de toda la estructura del centro. Demolición de la ilusión —del país, de la fábrica, de la familia— que debería abrir espacio suficiente para esa nueva, tercera, vía, tal y como el cuerpo ausente de El Invisible deja lugar para que Eliú componga una representación de su propia muerte. Entre matar al padre real o al simbólico, Eliú elegirá matar, en su propia piel, a ambos. No hay un exceso de optimismo en la película —la violencia de Eliú será heredada por su hermano, no hay un fin de ciclo—, pero hay una oportunidad o, por lo menos, el sueño de una oportunidad. Los muertos, sin embargo, siguen ahí, sembrando el camino por el que Eliú podrá andar un poco más libre, sí, pero rodeado de fantasmas.