La ley del mercado
La clase obrera no va al paraíso Por Manu Argüelles
En Las mil y una noches: Vol.1, El inquieto (As Mil e Uma Noites: Volume 1, O Inquieto, 2015), que también se vio en esta edición del SEFF, Miguel Gomes se interroga sobre cómo articular la militancia en su film y que esta no quede desvirtuada cuando se conjugue con una ficción de fantasía. En su postura, él como cineasta, considera que no puede quedarse al margen de todo lo que sucedió en Portugal entre 2013 y 2014, cuando se aplicaron unas políticas carentes de justicia social.
La ley del mercado, a diferencia de los films de Gomes, es una película austera, alusiva y condensada, pero en ella Stéphane Brizé también siente la misma determinación que Gomes cuando explora los mecanismos imperantes en el mercado laboral. Mientras que Gomes apuesta por la legitimación de lo híbrido, la ficción en cuanto fantasía no tiene por qué ser contraria a la voluntad de realismo social, Stéphane Brizé conduce la ficción hacia el terreno institucional del documental. Para ello, en la elección estilística que adopta y en su sistema compositivo y férreo, organizado ante el eje rector del plano secuencia, nos deja traslucir la misma interrogación sobre cómo vehicular un compromiso político ante lo que nos quiere explicar.
Muy cercana a los principios formales de los hermanos Dardenne, la película se compone de un encadenado de planos-secuencias de larga duración donde éstos funcionan como unidades sintácticas. Son entidades prácticamente autónomas en las que siempre se agota la acción de la situación que se plantea. Una acción, todo hay que decirlo, que suele estar fundamentada a través de la confrontación de la palabra, ya que prácticamente todas aquellas situaciones en las que nuestro protagonista se encuentra en el exterior de su domicilio, son lugares de conflicto dialéctico. La película no deja lugar a dudas desde su inicio, cuando, el protagonista, Thierry Taugourdeau (encarnado por un excelente Vincent Lindon) protesta en su oficina de ocupación porque le han hecho realizar un curso de formación que no servía absolutamente para nada. De esta manera, en la sucesión de secuencias no hay un evidente nexo en el que se va causando un efecto sobre la siguiente, porque se busca un sentido global que de forma a todo el conjunto, ya que la captura del tiempo de lo trivial es ante todo una búsqueda de reconocimiento. En esas estampas de la vida corriente, sin interferencias, estamos ante una toma de lo veraz.
Por ello, La ley del mercado acaba adquiriendo un registro testimonial y es así como se resuelve como hija directa de la crisis económica, y en consecuencia como película de nuestro tiempo, de un aquí y ahora que es a la vez permanente, porque sigue mostrando los mismos timbres de sometimiento hacia el trabajador común. Y todo ello sin hacer uso de lo obvio y estableciendo una equidistancia que a la vez manifiesta una postura de denuncia. Es una forma de vehicular lo ideológico sin manipulaciones tendenciosas. No estamos ante la militancia de las películas de los años sesenta y setenta que entendían el cine como instrumento político para la transformación, donde impera el contenido político por encima del propio film. Serán las propias imágenes las que a posteriori desvelen su dimensión ideológica, no son un vehículo para alcanzar un fin sino que tienen la entidad en sí mismas para que éstas funcionen como hervidero de la ética y lo moral. Es a partir de ese fuego desde donde emerge lo político, dejando a La ley del mercado intacta y a salvo de los peligros de lo panfletario.
Brizé deja el espacio suficiente para que el espectador extraiga sus propias conclusiones. Para ello su operación consiste en desnudar los engranajes del sistema capitalista, las dinámicas opresivas y alienantes en las que el individuo queda aplastado, pero su tratamiento está claramente adoptado del documental observacional. Un recurso al servicio de un actor, que se convierte en piedra angular de la toma de conciencia que el espectador irá adoptando en simultáneo progreso al que adopta su propio personaje.
Pero lo interesante de La ley del mercado no estriba en su certero acercamiento a lo real a partir de la ficción, al fin y al cabo su tratamiento formal no es exclusivo y muchos directores se hacen y se han hecho partícipe del mismo, sino en cómo al final de todo la estructura laboral nos convierte en individuos atrapados en la banalidad del mal. No estamos ante el poso simbólico de La cuestión humana (La question humaine, Nicolas Klotz, 2007) que equiparaba el sistema de regulación capitalista al mismo que se empleaba en el burocratizado del nazismo. Brizé es concreto en grado extremo y siempre está apegado al máximo a lo cotidiano. Su película no promueve la reflexión desde una instancia intelectual, sino más bien se ocupa de lo emocional, de la tensión ante lo precario, ante nuestra propia fragilidad. Pero es una emoción que siempre está contenida y sumergida. Thierry no es ningún héroe revolucionario, al contrario, como tú y como yo es una persona que trata de ajustarse en lo resortes del sistema. El problema es hasta qué punto somos capaces de tolerar una situación de constante presión, de omnipresente violencia.
Su régimen se fundamenta en dejar patente cómo procesamos lo intolerable en las dos partes en las que la película se doblega, tanto en su primera parte en las que Thierry busca trabajo, como en la segunda cuando lo ha encontrado como guardia de seguridad en un supermecado. Si en la primera la violencia se ejerce sobre él, cífrese ese role-playing en el que todos los intervinientes evalúan cómo responde ante una hipotética entrevista de trabajo, en la segunda él debe ser partícipe de esa violencia en la que antes era receptor. Cuando la misma agresión se aplica de forma indiferente ante el que ha realizado un hurto como aquel compañero que ha cometido una banal infracción, queda claro lo superfluo del individuo en cuanto únicamente son meras piezas de un engranaje impersonal.
La ley del mercado es la negación de la elección. En ese sentido, La ley del mercado es un largometraje idóneo para debatir en torno a la presunta desaparición de la clase obrera en los tiempos del neoliberalismo globalizado. Brizé no sólo refleja sin idealismos la pervivencia de ésta, justamente en una profesión de cuellos blancos, lejos de la arquetípica imagen del obrero con mono azul en la era industrial, la que reflejaba de forma visceral en los años setenta Elio Petri en La clase obrera va al paraíso (La classe operaia va in paradiso, 1971). De esta manera, la película puede servir como ejemplo de la restructuración de ésta; en su captura del hombre común, en una franja de edad, la entendida como de mediana edad, de ostensible precariedad y vulnerabilidad, que no posee un alto nivel de cualificación y que está totalmente al margen de la acción sindical o del activismo. Porque Thierry se encuentra en el escalafón en el que no controla los medios de producción, no puede manejar la inseguridad y no hay espacio para el cuestionamiento, por lo que su posición sigue siendo la misma que la tradicional, su falta de poder sigue siendo idéntica. En su banalidad del mal, no es que no piense, es que no hay margen para pensar y lo que impone la ley del mercado es sobre todo eso, no pienses, calla y trabaja.