La luz de mi vida

El futuro del hombre. Por Ignacio Pablo Rico

La luz de mi vida comienza en la acogedora intimidad de una tienda de campaña. Bajo una luz tenue, el Padre le cuenta a Reg, su hija, la historia de una zorra valiente llamada Goldy. Sin embargo, a medida que su relato avanza, el protagonismo de Goldy se desplaza hacia el marido de esta, Art, quien acaba erigiéndose en el salvador de un cuento de resonancias veterotestamentarias sobre héroes incomprendidos y damiselas en apuros, síntoma sensible de las inseguridades del personaje principal, encarnado por el director y escritor del filme, Casey Affleck. Reg, a punto de abandonar la niñez, conserva la suficiente candidez para dejarse seducir, no sin reticencias, por la historia —tal como evoca la dinámica plano-contraplano de los rostros de ambos cuando las aventuras de Art y Goldy llegan a su clímax—, pero no le pasa desapercibido el verdadero carácter de la narración. Así pues, le recrimina a su protector, suavemente decepcionada, que Goldy no haya obtenido el papel que él había prometido. En el último tercio, el sagaz animal es recuperado por Reg, quien ofrece a su conmovido padre una nueva perspectiva de aquella fábula apocalíptica: ahora Goldy es la heroína que salva a los pasajeros del Arca de Noé.

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Estas dos escenas sintetizan el espíritu que alumbra La luz de mi vida, un largometraje fraguado en reverberaciones y reflejos invertidos. Con referentes innegables como la novela La carretera (The Road, Cormac McCarthy, 2006), la película Hijos de los hombres (Children of Men, Alfonso Cuarón, 2006) o el videojuego The Last of Us (Naughty Dog, 2013), el segundo trabajo de Affleck sortea el déjà vu gracias a una particular comprensión de lo escénico y lo visual, sumada a la sinceridad impúdica con que se aproxima a su tema principal: la paternidad desconcertada. El influjo de David Lowery —con quien Affleck ha colaborado en tres ocasiones, la última de ellas The Old Man & the Gun (ídem, 2018)— se hace notar en la deconstrucción, emocional y narrativa, de unos acontecimientos que bien podrían tener ecos míticos —la epopeya paternofilial de tintes fundacionales, en este caso—, así como en la preeminencia no romántica de los paisajes. Una naturaleza de abrumadora belleza, ya sea apacible o destructora, que no es la caja de resonancia de las cuitas anímicas del ser humano, sino la manifestación enigmática de nuestra soledad esencial.

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En un mundo en el que las mujeres se encuentran al borde de la extinción —y donde, en consecuencia, el contorno de lo femenino se halla en un proceso de redefinición incierta—, el Padre, en su labor de guía y educador, encarna esa masculinidad hegemónica que «se ha sentido siempre amenazada por su pánico a la feminidad» 1. Con inteligencia, La luz de mi vida revela los condicionantes ocultos tras las nobles intenciones del Padre. En una escena, este le habla a la pequeña acerca de la concepción de los niños y la menstruación, dando por hecho que ella desconoce todo sobre la materia. Aunque durante los primeros segundos, el rostro incómodo de Reg sirve de réplica al soliloquio paterno, pronto el encuadre aísla a Affleck, encerrado en sus propios límites. El posicionamiento consciente de La luz de mi vida frente a la crisis contemporánea de ciertos constructos de género la hermana con la comedia Malditos vecinos 2 (Neighbors 2: Sorority Rising, Nicholas Stoller, 2016). Ambas comparten la desorientación, asumida respetuosamente, de determinadas sensibilidades masculinas pertenecientes a la Generación X con respecto a las «nuevas feminidades».

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Lo más sugestivo y hermoso de La luz de mi vida lo encontramos en una afortunada rima entre planos: una disgustada Reg ocupa el centro del encuadre, y el Padre, impotente ante la situación, se asoma, paralizado, sin traspasar la frontera del mismo; al final del metraje, es el Padre, derrotado, quien preside el plano, mientras que Reg avanza hacia el borde, la cámara asciende hasta abarcar su rostro —realzándola, a la par que lo empequeñece a él— y, con un abrazo, inunda la imagen de sentido. Si la ópera prima de Casey Affleck, I’m Still Here (ídem, 2010), jugaba a difuminar las demarcaciones entre lo supuestamente biográfico y la invención desvergonzada, en esta ficción se filtran aspectos de la vida del actor y realizador, desde lo relativo a su rol como progenitor hasta las recientes acusaciones de acoso sexual. En no pocas ocasiones, La luz de mi vida exhibe rasgos de obra exculpatoria —honestos en su transparencia, eso sí—. Un aspecto que resulta, a un mismo tiempo, fascinante y problemático, ya que la neurosis autocondescendiente de Affleck le impide articular discursos relevantes a propósito de la infancia, los constructos de género o los horizontes del presente que habitamos. En los hermosos compases finales, el Padre/Affleck cede su testigo al futuro, pero menos por su confianza en el porvenir que por la aceptación de su fracaso como hombre.

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  1.  SEGAL, Lynne (2008): «Los hombres tras el feminismo: ¿Qué queda por decir?», en À. Carabi y J.M. Armengol (eds.), La masculinidad a debate, Barcelona: Icaria, pp. 155-175.
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