La marquesa de O

Pesadilla tras el orden Por Miguel Ángel Muñoz

Éric Rohmer, racionalista, organizó la mayoría de sus películas en series de relatos, lo que condenó al resto de ellas a una aparente extravagancia, como si hubiera que encontrarles un sentido especial, una razón de ser, la debida justificación. Lo que nos induce a ese análisis no es tanto su número —después de todo, Rohmer no incluyó diez de sus veintiséis películas en las series de cuentos morales, comedias y proverbios, o cuentos de las cuatro estaciones, una cantidad notable como para considerarlas una extravagancia— sino la constatación de que sus filmes más profundos, en los que el estilo Rohmer se encarnó con excelencia, están dentro de esos relatos seriados.

Entre sus cinco películas históricas, a su manera una serie sin título, asociadas a modelos literarios afines a la educación cultural de Rohmer, La marquesa de O (La Marquise d’O, 1976) destaca por su perfección formal y por la vinculación natural con su cine en series. Rodada cuatro años después de que El amor después del mediodía (L’Amour l’après-midi, 1972) pusiese final a los Seis cuentos morales, Rohmer acudió a la literatura del pasado para evadirse de la sociedad de los setenta, cuyos signos sociológicos se le escapaban al director. Procuró hallar, como en su película siguiente, Perceval el galés (Perceval le gallois, 1978), un marco plácido de reflexión, desde el que reconfigurar su mirada narrativa sin los atosigamientos del presente.

A su condición de proyecto elegido en una encrucijada personal se suman otros aspectos que impregnan a La marquesa de O de esa marca simbólica, la del tránsito entre culturas, épocas y modos de ver la realidad. Para adaptar un relato clásico de Heinrich von Kleist (1777-1811), el francés Rohmer encontró financiación mayormente alemana, como alemanes fueron sus actores, que representaron una ficción que se desarrolla durante las guerras napoleónicas, en M…, ciudad del norte de Italia que había sido ocupada «por los ejércitos de prácticamente todas las potencias, incluida Rusia»1. Rohmer refleja así la convención de un espacio cultural europeo, en el que las nacionalidades pierden su razón de ser y los militares son nebulosas figuras aristocráticas que entran y salen de escenarios limpios de banderas. Los rivales se tratan con caballerosidad y son puestos en libertad bajo palabra de honor de aceptar la rendición de buen grado. Es suficiente. ¿Quién precisa más cuando se trata de códigos de honor?

Las ciudades y los nombres de los personajes de la historia se señalan con iniciales porque, después de todo, La marquesa de O comienza como el relato de un chisme del que no hay que conocer todos los detalles. También los códigos del honor y la cortesía nobiliaria impiden que podamos referenciar los sucesos de una historia cuando es escabrosa en exceso. A esta narración enigmática sobre cómo lo que se es para el cuerpo social lo determina la credibilidad de nuestra historia vital, Rohmer aplica su habitual limpieza de líneas y el gusto por la inconcreción y la ambigüedad, lo que le facilita su labor tan querida de entomólogo sentimental.

La marquesa de O

Rohmer sigue a Kleist al pie de la letra, hasta el punto de que el guion fue confeccionado artesanalmente, con las páginas del relato arrancadas de un volumen con sus cuentos y encoladas sobre un cuaderno 2, detalle expresivo de que para el director francés, pese a los ciento sesenta años transcurridos, la fuente literaria no precisaba de modificaciones, subrayados ni tachaduras. Las setenta páginas de extensión de La marquesa de O acercan el relato a la novela breve y, a la vez, lo encajan como un guante dieciochesco en la de un guion cinematográfico de hora y media. Su estilo literario es conductista y rítmico, enérgico y absolutamente moderno, sin grasa ni adornos superfluos. La esencialidad de la prosa permite entender por qué Kleist era el escritor preferido de Kafka, pues no hay desvíos ni parafernalia, sino la exposición gélida de las contradicciones de unos personajes perdidos mientras interpretan su mascarada, que no entienden lo que les pasa ni por qué se derrumban las estructuras sobre las que han construido su lugar en el mundo y gracias a las que ocupan su espacio en la estructura social, por cuyas grietas asoma el derrumbe inminente.

La guerra trastorna la vida plácida y burguesa de la marquesa de O…, hija del comandante de un enclave militar que es asaltado por las tropas rusas. La violencia que los ejércitos se procuran entre sí —pese a los remarcados códigos honorables de los oficiales— progresa en paralelo al furor con el que la soldadesca se comporta con los vencidos. Cuando cinco soldados rufianescos vejan a la marquesa, un conde ruso aparece para salvarla.

Hasta aquí, la historia desbroza códigos de la literatura caballeresca. El giro dramático aparece cuando la marquesa  rescatada por el noble comienza a sentir signos físicos que recuerdan a los del embarazo y el diagnóstico más lógico —lo real responde a la apariencia de realidad— es confirmado por un médico y una comadrona. Este es el disparadero de una narración que podría haber sido una farsa moralista pero se va ribeteando de aspectos dramáticos. La marquesa se viste con la casaca de una guerra íntima: no combate por la toma de emplazamientos y castillos, sino por mantener su versión de los hechos, que a todos les parece irreal, pesadillesca. Lo hace «armada con el orgullo del que se sabe inocente».

Tanto la película como el relato comienzan con la divulgación del humillante acontecimiento, mediante la publicación de un anuncio en un periódico, en el que la marquesa, exponiéndose «a convertirse en el blanco de las burlas de todo el mundo», da a conocer su embarazo, que no sabe cómo se ha producido, y proclama que está dispuesta a casarse con el padre, sea quien sea.

Este comienzo se antoja fundamental, puesto que nos sitúa in media res ante el conflicto: la entrega a la opinión pública de la noticia insólita que provoca el juicio ajeno. En otra época menos ilustrada, la marquesa de O… habría sido tenida por bruja, puesto que solo la Virgen María tuvo una concepción similar, y airear un fenómeno de esa naturaleza sería tenido por declaración herética. En tiempos anteriores al racionalismo ilustrado, la difusión de un rumor así podía hacerse viral y acabar con la mujer ante un proceso judicial de consecuencias infames. En el filme, en un salón social de aquel tiempo, un puñado de burgueses y soldados —todos hombres, claro— leen la noticia en un periódico y juzgan con picardía y sorna la chusca situación en la que aquella digna mujer se ha visto envuelta.

Son los primeros años del ochocientos; la Ilustración ha transformado Europa. Estamos en el territorio mental de la búsqueda de la verdad, por extraña que pueda ser, y de la explicación racional y científica para los sucesos. «¿Puede existir una concepción inconsciente?», le pregunta la marquesa de O…, desesperada, a la comadrona que la atiende. Y Rohmer expone visualmente ese escrutinio con una delineación de formas y una precisión gestual insuperable. Tras el comienzo en el salón, entre hombres, hay un largo flashback que nos lleva hasta la noche en que la marquesa fue violada. En una estancia, dos mujeres parecen dormidas en unas sillas. Son la marquesa y su madre. Una explosión las saca del letargo, como autómatas puestos en marcha, y el plano frontal se llena con otras mujeres —las sirvientas, que traen a las hijas de la marquesa— desorientadas y presas del terror de una guerra del que ellas no son elementos activos. La puerta del fondo se abre y entra, ufano, el comandante, el padre de la marquesa, dispuesto a enfrentarse a los rusos y a vencerlos: «Les haré frente con las armas. Actuaré como si no estuvierais aquí».

En esa disposición inicial del cuadro fílmico, a la manera de un tableau vivant, hay una declaración moral de Rohmer. Los personajes femeninos cobran vida repentina ante nuestros ojos, desde la inmovilidad en la que los dejó la historia, atizados por la violencia que la guerra desata, y se activan sus códigos de comportamiento que contemplaremos durante el filme: los marciales del soldado, los protectores de la madre, los patriarcales del pater familias, mientras la marquesa, la víctima que se anuncia en los periódicos para proclamar la búsqueda oficial de su violador, se revuelve como el personaje que cuestiona esos códigos y no se aferra a la narrativa de la época, prefijada, sino que busca explicar lo que le ocurre desde una narrativa distinta, en la que predomine la realidad, por cruel que sea, antes que el código impuesto a su condición de mujer.

Con la entrada en cuadro de los personajes, Rohmer da a entender que ha comenzado un ritual que, como Kleist en su texto, mostrará sin retóricas ni fatuidades, evidenciando las ridículas contradicciones en que cae una clase social cuando sus convicciones son violentadas sin que puedan dar explicación lógica al nuevo mundo que los fuerza.

A lo largo de la peculiar escena de la puesta en común familiar del origen del embarazo, Rohmer retrata sus actitudes, sin movernos a escarnio, pero sin comprometerse con ellas, consiguiendo un zumbón humor de slapstick germano —tengamos en cuenta las rigideces que eso conlleva— al retratar las actitudes vehementes del padre, como en la escena en que la marquesa de O… le suplica que crea en ella y en su honradez sin tacha, mientras que el comandante, que rindió su plaza ante los rusos sin demasiado combate, regresa a las armas descolgando un pistolón de la pared, donde luce como adorno, para disparar al aire y dispersar al nuevo enemigo, su hija.

Si consideramos los comportamientos hipócritas de la familia, preocupada por defenderse del descrédito antes que por descubrir al culpable de la violación de la hija, a la luz de la época y de obras como las estampas satíricas Los caprichos de Goya, impresas pocos años antes del relato de Kleist, apreciaremos mucho más lo que hay merecedor de burla en las actitudes desatadas de la familia.

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Pero, después de todo, lo que predomina es un sentimiento de piedad hacia esos personajes, completamente desenfocados respecto a su tiempo, y que se esfuerzan por comportarse con respecto a lo que la época espera de ellos. El conde violador insiste en defender que su comportamiento extemporáneo y confuso lo motiva el apego al honor: «como hombre de honor, les rogaba que aceptasen su palabra, pues lo que les decía era la pura verdad». Los padres de la marquesa juzgan los movimientos del aristócrata en la medida que puedan conducir a una buena boda, ante cuyas negociaciones la marquesa de O… es una mera espectadora. Todos fingen que sus comportamientos son los debidos, pero las placas tectónicas que equilibran cada época se han movido. Hay un signo —el embarazo— que lo ha desquiciado todo, que no encaja en esa escenificación teatral de un mundo sin cambios.

Porque lo real era que la Revolución francesa y Napoleón habían sacudido Europa, alterando la distribución desigual, pero armónica,  de las clases sociales, arrastrando a la vez a un nuevo tiempo cultural al ser colofón del siglo de las Luces. La marquesa de O…, que se publicó en 1808 sin ningún éxito, prologando el período de derrumbe final de Kleist que terminó con su suicidio pactado con Adolfine Vogel, aparece en el encabalgamiento entre los estertores de la Ilustración y el prerromanticismo, en un tiempo en que la mayoría de artistas que se adentraban en los sombríos caminos románticos habían sido educados en los postulados racionalistas de las Luces.

Al contrario que figuras épicas y coetáneas como Goethe o Goya, gigantes que tuvieron una larga vida y pudieron asistir al declive del racionalismo y al triunfo del romanticismo, Kleist se consumió en la hoguera fantástica y fanática de teorías estéticas tan contrapuestas que parecían provenir de planetas distintos, abrevando a veces del prerromanticismo roussoniano o desacreditando el sistema categorial kantiano, cuya lectura le abismó en una crisis ontológica. Luchó contra la educación recibida sin saber qué era lo que estaba naciendo.

Stefan Zweig, que escribió sobre Kleist en La lucha contra el demonio, se refería a su aislamiento: «no hay en él el soplo del clasicismo ni el crepúsculo del romanticismo. El mundo de Kleist es tan extraño y tan sin delimitación posible como lo fue el mismo Kleist»3.

De nuevo aludiré a Goya porque, como él, Kleist se debatía entre la racionalidad de la época en la que, con convicción, había sido educado y las pulsiones del romanticismo que se abría paso: así, su historia duda entre lo inexplicable y lo evidente. Convulsión similar a la que sacude a la marquesa de O…, que lucha por establecer una línea narrativa clara en los hechos que la confunden.

¿Dónde está la verdad?

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En esa confusión de estilos y propósitos, constatando la realidad de que ninguna escuela filosófica o literaria se da en bruto, sin influencias y preponderancias oscilantes, se sitúa el estilo de Rohmer, con un estilo pictórico neoclásico y modales racionales que se trastocan inesperadamente, mediante gestos que alteran la paz familiar. Estamos acercándonos ahí al romanticismo, pero no encontraremos expresividad exultante, ni sus referentes visuales son los propios del paisaje romántico: inabarcable, arruinado, de oscuridad metafísica. Como señala Rafael Argullol en La atracción del abismo, lo que Kleist muestra, como cien años después hará Kafka, son «las trampas laberínticas en las que el hombre moderno se halla inmerso»4. Sus criaturas no se enfrentan a los demonios que trae la noche, sino a los que anidan en rincones desatendidos de estancias luminosas, en esos interiores domésticos convulsionados, ahuyentando la penumbra, que Néstor Almendros rodó —salvo en un par de escenas, la fotografía no tiene nada que ver con la luz extremadamente natural de Barry Lyndon (1975), de Kubrick, de un año antes— al gusto de Rohmer, porque el francés pensaba que los espacios luminosos facilitan las ideas luminosas. Los personajes corren a través de pasillos y van de una habitación a otra suplicando confianza y clemencia. La dignidad se juega en el diagnóstico que le da el médico al franquear la puerta del dormitorio, que protege a la marquesa de la opinión ajena.

No hay, entonces, fuerzas de la naturaleza, sino un romanticismo interior, de salón, racionalista, que posee un cromatismo adecuado. El verde azulado de la pared de la habitación en la que el conde pide la mano de la marquesa al comandante —sin que la marquesa pueda abrir la boca— recuerda al tono dominante de La gran odalisca, de Ingres, sí, pero también es un tono frecuente en la pintura holandesa más burguesa, aquella de Vermeer o Gerard ter Borch que retrata a mujeres en los mismos ámbitos domésticos en que se cerraban compraventas y negocios, lo que no está muy lejos del significado de la escena mencionada.

La marquesa viste de blanco durante todo el filme. Hasta la mitad del metraje, su vestido está adornado con un corsé verde. Cuando abandona la casa paterna con sus dos hijas y se marcha al campo a vivir sola, su liberación queda explicitada por la desaparición del corsé, y viste de un blanco aún más puro; Rohmer resalta así la creencia en su relato, sin tacha, a la vez que parece ironizar con la iconografía asociada a la pureza virginal del color blanco. Para Kant la casa familiar era «la única defensa contra el horror de la nada, de la noche, de los orígenes oscuros»; solo las revolucionarias se alejaban de ella. Sin embargo, en esa búsqueda de independencia, la marquesa funda su propia casa. Se libera ella y su atuendo, como su vida, busca una pureza vital y esencial.

El discurso visual de Rohmer solo salta del neoclasicismo a las turbiedades románticas en un momento fundamental del relato: el que indica la elipsis durante la que se producirá la violación de la marquesa por el conde, tras ponerla a salvo, en unas dependencias de la ciudadela, de la agresión de la cuadrilla de soldados.

En el relato, Kleist es muy sutil: «La marquesa cayó al suelo sin sentido. Poco después, cuando aparecieron sus espantadas doncellas, él les aseguró que no tardaría en recuperarse, (…) En poco tiempo era dueño de la plaza entera…», relacionando la toma violenta de la fortaleza con la violación de la mujer, lo que hace inevitable recordar que el castillo siempre ha tenido un fuerte simbolismo como figura de posesión y dominio sobre los demás. Unas páginas después se define el comportamiento errático del conde: «el conde parecía acostumbrado a conquistar los corazones de las damas al asalto, como si se tratase de fortalezas».

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Rohmer aprovecha la mención narrativa del mundo de los sueños —el conde le cuenta a la marquesa un extraño sueño compartido con ella; a la marquesa la aterroriza que el embarazo se haya producido de un modo tenebroso, durante el sueño— para introducir el elidido momento clave de la violación con una reproducción visual del cuadro La pesadilla, de Johann Heinrich Füssli, obra icónica del romanticismo que Rohmer intercala con coherencia en el marco temporal de la historia: en los años en que se publicó el relato de Kleist la imagen de Füssli era muy conocida, por lo que el conde podía ver representada en la turbadora imagen de la marquesa la imagen onírica que a esas alturas se reproducía de manera industrial por los salones europeos, como punta de lanza visual de un nuevo modo de sentir la realidad.

Füssli había pintado la primera de las dos versiones de ese cuadro en 1781, año en que Kant, tan odioso para Kleist, publicó Crítica de la razón pura. La lectura prosaica del cuadro, como explica Félix Duque, «se remite desde luego al conocido subterfugio de muchas jóvenes campesinas de la época, las cuales aseguraban haber sido poseídas en sueños por un troll para justificar de alguna manera un imprevisto e indeseable embarazo»5.

Al contrario que en otras apariciones cinematográficas del cuadro de Füssli, como en Gothic (Ken Russell, 1986), donde se procura una representación estética romántica inmersiva en la que no se escatiman los elementos más grotescos, Rohmer utiliza el icono de un modo analítico y muy cerebral. En el cuadro, vemos el cuerpo de una mujer, agitado por la vivencia de una pesadilla. La postura sobre la cama, con la cabeza y uno de los brazos colgando fuera de ella, es erótica. Sobre su vientre hay un íncubo de aspecto repugnante. El íncubo era un demonio que atacaba a mujeres durmientes y las violaba. Su sexo no podía procurar placer, su esperma era frío. No yacían con mujeres por lujuria, sino por el mero placer de corromper y humillar a sus víctimas 6. Rohmer nos muestra al conde violando la intimidad de la mujer y contemplando su agitación sudorosa durante la pesadilla. Es el cuadro de Füssli, pero el íncubo ha desaparecido, aunque la indicación está clara: el íncubo es el conde mismo, su mirada febril es el anuncio demoníaco de su inmediata violación y el preludio de la elipsis donde ocurrirá la pesadilla. A partir de ahí, los sueños reaparecerán en diversas menciones de los personajes. Se extiende el miedo a que el mundo de los sueños tenga poder para modificar y encantar la existencia real.

Y así se desenvuelve la indagación, con un extremo ocupado en las discusiones mercantiles sobre cómo organizar una buena boda o una rendición honrosa y con el otro en contener las babazas incomprensibles que rezuma el campo nocturno e irracional. Solo la condesa se tomará en serio esa irrupción de lo oscuro en su vida y luchará por encontrar una explicación racional para su embarazo, al estar segura de que no cuestionará su integridad moral; su familia y el conde, en cambio, no se interrogan sobre lo que sucede, sino que quieren que esos sucesos se acomoden a sus acciones e intereses. Los padres defienden a la marquesa hasta el límite de lo que la realidad más roma les indica, y no cuestionan al conde ruso puesto que representa el orden dado. Es el vencedor honorable al que nadie osa poner en duda.

Cuando acude a la residencia del comandante para pedir la mano de su hija de un modo abrupto, que nadie entiende, Kleist indica que el camino extravagante que ha emprendido el conde es el de la redención: «Creía poder responder de su honor; su vida siempre se había regido por ese referente y la única oportunidad en que se había apartado de él no había trascendido, sólo él conocía su error y ya estaba tratando de rectificarlo; en suma, como hombre de honor, les rogaba que aceptasen su palabra, pues lo que les decía era la pura verdad». Rohmer rueda la escena con un estilo similar al de las discusiones teóricas de alcoba de Mi noche con Maud o de cualquier otro cuento moral: las diversas interpretaciones de la realidad filosófica se encarnan en unos personajes que ocupan una habitación donde discuten civilizadamente cuestiones profundas mientras cada uno de ellos procura imponer su entendimiento de la realidad y un lenguaje propio. Herder, el filósofo alemán que preludió el romanticismo, decía que una familia es una pequeña nación y «tiene su determinado ámbito de necesidades y la lengua que corresponde a ellas».

La marquesa de O

Rohmer acompaña con sabiduría visual esta travesía por un combate familiar entre el antiguo orden de cosas y la aparición de lo inexplicable, de las roturas del edificio normativo en el que la aristocracia se había desenvuelto durante varios siglos. Si en el relato de Kleist los signos que delatan la violación del conde están más ocultos, y a veces se aprecian en una segunda lectura, Rohmer, sin caer en subrayados que nunca utilizó en su cine, confía desde el primer momento en la narración de la marquesa: cree su relato y lo demuestra no solo al elegir su punto de vista como el predominante de la narración, cosa que en Kleist no ocurre, sino esparciendo diversos signos que cuestionan la engañifa del conde: cada vez que Bruno Ganz, que lo interpreta, escenifica su impetuosa seducción verbal ante los padres de la marquesa, matiza con ligeros movimientos corporales y con su mirada el vacío interior que lo atormenta, en el que su relato no encuentra paz ni lógica. Doblez que no existe en la interpretación de Edith Clever como la marquesa, con una naturalidad emotiva que nos recuerda a otras heroínas de Rohmer, aturdidas por los senderos vitales que las golpean pero con una pureza emocional absolutamente creíble.

Rohmer se reserva, sin embargo, un pequeño papel sin frase en una escena que se me antoja clave para esta posición narrativa que comento. En los primeros minutos de la película, cuando la narración aún no ha desenvuelto sus meandros, el comandante formaliza su rendición ante los mandos enemigos. En un segundo plano, el conde y otros tres oficiales rusos —uno de ellos, situado en el centro, encarnado por Rohmer— revisan un mapa. El comandante solicita la gloria para el conde, que ha salvado la vida de su hija, al rescatarla de la agresión. El superior ruso le pregunta al conde, indaga en los nombres de aquella gentuza que ha manchado el nombre del zar. El conde calla: no los vio en la oscuridad. El militar que está junto a Rohmer dice que los criados del gobernador han atrapado al cabecilla del grupo y el superior manda identificar a sus cómplices y fusilarlos a todos. El tercer militar del grupo sale de la estancia para dar la orden y Rohmer lo deja pasar, pero su paso atrás, siendo el único que mira con fijeza y expresión perturbada al conde durante toda la escena, indica que no lo cree y que tal vez es consciente de que el villano mayor se va a librar del paredón.

Porque no se puede olvidar ese detalle: el conde es el íncubo de esta historia, que sale del cuadro de Füssli para emponzoñar toda la película; su actitud hipócrita que se vende como honorable merecería, por su violación de la marquesa, un castigo mayor que el que recibe la soldadesca. El extraño perdón final, una vez se ha descubierto que fue él quien agredió a la marquesa, puede leerse como el retorcido desquite de la nobleza contra los ejércitos militares provenientes de la revolución que enajenó su mundo apacible. La marquesa solo accede a casarse con el conde cuando el padre le asegura que «renunciará a todos sus derechos pero mantendrá todos sus deberes». En el relato, el conde firma el contrato de matrimonio, antes de salir camino de la iglesia, con los ojos empapados en lágrimas. La marquesa ocupará desde entonces un escaso espacio de poder familiar. Es el avaro ofrecimiento de la época.

Durante la boda con su violador, la marquesa de O…, decepcionada porque para ella el conde había sido un ángel caído del cielo, su salvador, se niega a mirarlo. No deja de observar el retablo de la iglesia, que Rohmer concreta respecto al relato, pues muestra la imagen de un ángel caído. El aparente perdón final es engañoso. El conflicto irresoluto ha incubado sus larvas. Rohmer no las retratará, pero las criaturas se desatarán con el romanticismo. Las pesadillas macabras que brotarán de esos tiempos descompuestos, vistos por nosotros con la mirada atónita que asiste a la representación de un mundo cuyos códigos distantes nunca se comprenderán del todo, se llevarán por delante cualquier esperanza en el viejo orden racional que Rohmer tanto amaba.

  1. Todas las citas del relato de Kleist son de:  VON KLEIST, Heinrich. Cuentos completos. Traducción de Roberto Bravo de la Varga. Editorial Acantilado, 2011.
  2. HEREDERO, Carlos F.; SANTAMARINA, Antonio. Éric Rohmer. Editorial Cátedra, pág 307.
  3. ZWEIG, Stefan. La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche). Traducción de Joaquín Verdaguer. Editorial Acantilado, 2020, edición digital.
  4. ARGULLOL, Rafael. La atracción del abismo. Un itinerario por el paisaje romántico. Editorial Acantilado, 2006, pág. 41.
  5. DUQUE, Félix. Las figuras del miedo. Derivas de la carne, el demonio y el mundo. Abada editores, 2020, pág. 100.
  6. BURTON RUSSELL, Jeffrey. Lucifer. El diablo en la Edad Media. Editorial Laertes, 1995, pág. 206.
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Comentarios sobre este artículo

  1. Antonia Moreno dice:

    Una reseña magistral que engrandece una película bastante elíptica y que no resulta fácil de entender para el espectador medio. Las claves artísticas y culturales que M. Ángel Muñoz nos va describiendo son un viaje apasionante que cuenta alguien con un denso conocimiento y grandes dotes para atravesar los códigos y exponerlos. Salimos de la lectura con la satisfacción de haber accedido a un conocimiento profundo, de largo alcance: literatura y cine, pintura, historia y costumbres se van decantando para que todo encaje. Un auténtico lujo que debería servir de ejemplo.

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