La marsellesa

Durante la revolución Por Luis Baena

Escribir sobre el Mayo de 68 es escribir sobre Francia, y es imposible entender Francia sin los hechos que acontecieron en dicho país a finales del siglo XVIII y que desembocaron en una revolución política y social que acabó con el Antiguo Régimen. Una revolución que ha sido el principal modelo de otras muchas que han ido sucediendo a lo largo de los últimos 200 años, y también inspiración para todo tipo de manifiestos culturales y pasos previos a otros intentos de sublevación.

Intentos como el Mayo del 68, que en la historia ha quedado como una etapa de revueltas estudiantiles y obreras cuyo efecto contagio se notó en otros muchos países alrededor del mundo, pero cuyas proclamas iban contra el sistema capitalista del momento, a niveles no sólo económicos, sino también culturales, políticos y estructurales. Finalmente, en Francia resultó un amago de insurrección más que un auténtico cambio en el sistema, aunque su eco se ha hecho notar durante el transcurso de las décadas, sobre todo en movimientos sociales que fueron cogiendo fuerza y mayor legitimidad social en años posteriores.

Ya que este especial va a girar sobre una serie de películas y autores que desarrollan una imagen sobre lo que significó el Mayo del 68, resulta interesante ir aún más atrás en el tiempo y repasar la mirada de unos de los más grandes realizadores franceses, Jean Renoir, sobre la Revolución Francesa, inspiración de muchas de las consignas del 68.

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En 1938, Jean Renoir estrenaba La Marsellesa (La Marseillaise, 1938), una de sus cimas artísticas durante su etapa de entreguerras, a la que siguió una etapa americana y un retorno a la Francia de posguerra donde volvió a sus temas recurrentes a través del color, el manierismo y la autoconsciencia -o autorreflexión- de toda una carrera artística a sus espaldas.

La Marsellesa es una película imposible de comprender sin dejar a un lado el contexto del momento de su estreno, con una Europa en crisis, arrinconada por los fascismos y a las puertas de lo que sería la II Guerra Mundial. Y quien dice Europa, dice Francia, porque pese a que el drama del filme tiene un alcance humanista y universal, Renoir es un gran conocedor de la historia y la cultura de su país, conocimientos que siempre expuso en sus películas a través de las localizaciones que escogía, las decisiones pictóricas que tomaba en el uso del color o los arquetipos que usaba entre las clases populares que solía elegir como personajes de sus ficciones y que él conocía bien.

Otro aspecto clave para entender las intenciones de Renoir con este filme reside en su posicionamiento. No hace de demiurgo ni busca una “objetividad” en lo que narra, sino que toma partido. Y lo hace de varias maneras: a nivel ideológico, Renoir no oculta sus simpatías hacia la causa revolucionaria contra el absolutismo, sobre todo a la hora de mostrar el punto de vista de algunos de los miembros que participan en las revueltas, y que serían el equivalente a los simpatizantes del Frente Popular francés de finales de los 30; y segundo, a nivel cinematográfico -que para Renoir es ideología, sin peros-, en unos modos de filmar que marcan la diferencia a la hora de rodar una “película histórica”, un concepto casi siempre problemático y que cuenta con varias interpretaciones. Pero Renoir tiene la suya propia.

Una toma de posición a través de la puesta en escena

El estilo del autor de El Río (Le fleuve, 1951) tiene como objetivo filmar en presente, sin tener la sensación de que estamos observando unos hechos que ya sucedieron, sino situándonos en ellos como si estuvieran ocurriendo en la actualidad. Todo pasado se interpreta desde nuestro presente, parece decirnos Renoir, por ello es inevitable posicionarse. Un posicionamiento que, por desgracia, suele dejarse de lado muchas veces para exponer de forma desapasionada una cronología de los hechos como si fuera un documental al uso; o, en el caso de caer en manos de un director mediocre, deformar tanto el material histórico que acaba cayendo en la demagogia y la falsedad (cinematográfica).

La Marsellesa

Filmar no es un acto inocente, pero tampoco cruel: el tomar partido a favor de los campesinos y los insurrectos no significa que haya que demonizar a los aristócratas o a la familia real francesa. Un ejemplo muy hermoso de la altura artística y el sentir ilustrado de Renoir lo encontramos en esa escena en un fuerte militar de Marsella, recién tomado por las fuerzas revolucionarias, donde dos personajes, uno jacobino y el otro monárquico, dialogan entre sí sobre el concepto de Nación que traen las ideas revolucionarias: “La Nación es la reunión de todos los franceses, es usted, soy yo, la gente de la calle es ese pescador. Los ciudadanos son las personas que la integran”.

La construcción temporal de la película también es muy característica: las imágenes nunca muestran el principio o el final de la Revolución, sino que todas suceden durante la misma, en un continuo presente. La toma de La Bastilla, por ejemplo, se nos cuenta en off visual mientras Luis XVI -que se nos presenta como alguien ajeno a la realidad, al igual que María Antonieta – es informado del suceso. Además, los cortes de montaje entre las escenas, sobre todo cuando hay importantes saltos temporales entre ellas, son realmente livianos, sencillos (suaves fundidos y encadenados), sin que exista la sensación de que se oculta información a los espectadores y a los propios personajes sobre lo que está suciendo.

Esta postura es similar a la de la puesta en escena: casi todas las decisiones parecen ir destinadas a mostrar la máxima materialidad de los que se nos está mostrando, sin interferencias ni adornos: no hay planos de ejecución aparentemente compleja o alambicada, no hay énfasis, y el fluir de primeros planos con planos generales rezuma naturalidad, quizás la gran cualidad de Renoir como realizador durante esta etapa de su carrera, y que resultará aún más hermosa y compleja en cintas posteriores, donde el conflicto entre el realismo y lo teatral está bastante más acentuado que en la primera etapa de su carrera.

Según Carlos Losilla 1, para el director francés “lo que importa no es la solidez de la trama, sino la autenticidad de lo que se muestra. Esta puesta en escena ligera, volátil, esta cámara que parece captar los acontecimientos al vuelo, trátese de un beso o del reflejo del fuego en el Ganges, debe enfrentarse también, no obstante, a su propia imagen invertida”. Imágenes que en La Marsellesa tratan de mostrar qué significa para una serie de personajes un proceso histórico del que forman parte les guste o no, y cómo desde la altura de su mirada -parecido a Hawks, aunque menos literal- vemos este proceso partiendo de clases sociales antagónicas que luchan para que su visión sea la que prevalezca en la historia.

Un acercamiento a la revolución o a unos hechos del pasado que no está deformado por la nostalgia o la resignación, que no interpreta de manera solipsista unos hechos que tienen un alcance público, de ahí el interés de Renoir por mantener un acercamiento coral al conflicto, aunque sin dudar de cuál es su posición ante el mismo. En definitiva, una mirada sobre la historia y sus periodos revolucionarios que apenas contó con predicamento en la cinematografía posterior, especialmente en la vinculada espiritualmente con el Mayo del 68, con una mayor tendencia hacia la urgencia, la impostura generacional o la idealización del fracaso.

  1. Losilla, C. (1995). Realidad y representación. La puesta en escena en el cine de Jean Renoir: análisis de filmes. Nosferatu. Revista de cine. (17):66-73. Consulta (14/05/2018): http://hdl.handle.net/10251/40923.
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