La mirada del silencio

Una reivindicación accidental de la mujer de Lot Por Enrique Morales

Pensar el silencio es, de algún modo, hacerlo audible.
El silencio no es debilidad del lenguaje.
Es, por el contrario, fuerza.
La debilidad de la palabra es ignorarlo

Edmond Jabès

Con The Act of Killing (2011), Joshua Oppenheimer comenzaba una improbable saga documental en la que presentaba al aturdido público una Indonesia que habría de antojársele igualmente improbable o, cuando menos, desconocida. Una Indonesia que emborronaba las paradisíacas ensoñaciones exotizantes del aspirante a turista. Un país, en suma, que emanaba de la herida infligida por la purga humana, social y política amparada por el gobierno militar de Suharto a mediados de los años sesenta. Aparentemente.

La realidad es que el director norteamericano resultó estar más interesado en los accidentales protagonistas de aquellos eventos: los verdugos y las víctimas. Ambos grupos venían compartiendo un plano de existencia común. Eran vecinos, amigos y, en ocasiones, incluso familiares. Este orden se desmoronó con la indiscriminada persecución de una abstracción, un enemigo político que acabaría por cristalizar en la figura del “comunista”. Súbitamente, el plano pareció quebrarse, la otredad emergió y con esta, el “otro” pasó a convertirse en enemigo. Esta mudanza, hoy casi un operativo cliché de los episodios más oscuros de la historia, plantea ciertas preguntas que, aún en el presente, distan de contar con respuestas satisfactorias: ¿Por qué un individuo “normal” se convierte en asesino? ¿Cómo conceptualiza ese devenir? ¿Se piensa a sí mismo como asesino? ¿Cómo lidia con la culpa en caso de sentirla? ¿Qué rol encarna la noción comúnmente concebida como “maldad” en este proceso? ¿Existe siquiera la “maldad”?

The Look of Silence (Joshua Oppenheimer, 2014 , Dinamarca)

Con el presumible fin de contestar estas preguntas, Oppenheimer se ocupó de registrar, en su primera incursión, los testimonios de los verdugos. Quizás lo interesante de este procedimiento no radiqué en la hipotética revelación que se deriva de acceder a los relatos de sujetos que se ubican en coordenadas tan extremadamente lejanas de lo normativo. The Act of Killing suponía, incuestionablemente, una indagación en aquello que un ansioso aprendiz de escritor o, por qué no decirlo, de crítico, ensuciaría con morbosos, solemnes e insignificantes sintagmas: “naturaleza del mal”; “la oscuridad de la mente humana”; “la perversidad del asesino”… Sin embargo, el documental de Oppenheimer descubre una realidad que acababa siendo, quizás, más perturbadora e intrigante: los verdugos podían ser individuos dotados de encanto. Podían generar en el espectador un espectro de reacciones mucho más amplio que el inmediatamente asumible por la particular condición que les era propia. Si los “ejecutores de sentencias” de Queridísimos Verdugos (1973, España), el elocuente documental de Basilio Martín Patino, resultaban ser hombrecillos insustanciales, grises, indisociables de la masa, carentes incluso de la fuerza física necesaria para hacer girar eficientemente el tornillo que habría de poner fin a la vida del reo, los inesperados asesinos del film de Oppenheimer tampoco son seres sombríos, atormentados por la culpa, perseguidos por sus actos, sino criaturas efervescentes tocadas por la gracia de una conciencia glorificada que resuelve cobijarse cómodamente en las endebles postrimerías de una lógica moral fundamentada en el cumplimiento del deber.

2014 - The Look of Silence (Joshua Oppenheimer, 2014 , Dinamarca) 2

Es por ello que el contraste que enfrenta el espectador con La mirada del silencio (especialmente aquel que se sumergió previamente en The Act of Killing) difícilmente puede ser obviado. La espectacularidad del verdugo deja paso a la aletargada opacidad de la víctima. Para esta nueva iteración en el inconsciente colectivo indonesio, Oppenheimer se aleja de la carnavalesca extravagancia de sus anteriores anfitriones, Anwar Congo y Herman Koto. La vehiculización de la figura de la víctima se hace efectiva a través de Adi Rukun, una suerte de oftalmólogo ambulante, cuyo hermano fue torturado y asesinado durante el estallido de violencia estructural amparado por el gobierno militar. La particularidad del proceder documental de Oppenheimer se hace notar en la representación que elige para Rukun. Impera aquí una lógica centrífuga que complementa aquella centrípeta que ponía en funcionamiento los engranajes de The Act of Killing.

Conviene detenernos a profundizar en estas nociones. Partiremos de la base de que el ejercicio cinematográfico es de naturaleza centrípeta: converge hacia un centro, aquel de la ficción representativa y espectacular. El documental, por el contrario, sería más susceptible de ser considerado centrífugo: surge de ese mismo centro para ramificarse en distintas direcciones, tantas como sea capaz de generar el documentalista con una visión que se tensa como una multiplicidad de hilos dirigidos hacia distintos fenómenos, objetos y/o sujetos contextualizados en aquello que entendemos como “el mundo real”. Como adelantábamos, el proceder documental de Oppenheimer parece moverse entre ambas dinámicas. No obstante, en cada uno de sus documentales, ha optado por ceder el control sobre el predominio de una de estas dinámicas a sus entes documentales. En The Act of Killing, Congo y Koto encarnaban la dimensión centrípeta. Por medio de una desenvuelta carnavalización de la violencia, convertían sus asesinatos en una ficción espectacular extirpada de sus referentes reales y trasplantada en un heteróclito abono conformado por narrativas hollywoodienses de gangsters o escenas oníricas. Convertían, en suma, la violencia misma en una ficción, algo que supuraba de un pasado alucinado y cada vez más remoto, como aquel que suele ser característico de los mitos de origen.

Adi Rukun, por el contrario, se postula como una eficaz encarnación de las tendencias centrífugas del cine documental. La conjunción de la represión del gobierno militar, la muerte de su hermano como resultado de la misma y la propiciación del apropiado manantial de revelación al que dio origen Oppenheimer con The Act of Killing, constituyen los puntos de fuga capaces de establecer las condiciones de posibilidad necesarias para que realidades “fugaces”, como la de Rukun, se proyecten. Una realidad, la suya, en la que confluye un descubrimiento doble y simultaneo. Tanto el espectador como el mismo Rukun, asisten con incrédula sobriedad a los testimonios de asesinos confesos y ajenos a todo arrepentimiento. Rukun, transmutado en estatua de sal (destino reservado a aquellos que osan volver la cabeza para presenciar el pasado, el dolor y la desaparición que les preceden), habita ya para siempre el tiempo cinematográfico, esa dimensión paralela que hibrida el pasado en el que se registró algo, el presente (a la vez pasado) en el que los protagonistas de ese registro posibilitaron el mismo y el futuro (a la vez presente) que habita la anónima e hipotética masa que acaba por presenciar el registro en cuestión.

2014 - The Look of Silence (Joshua Oppenheimer, 2014 , Dinamarca).4

Los encuentros de Rukun con los distintos asesinos y colaboradores del régimen militar, pudieran hacer pensar al espectador que estos son sujetos muy distintos a aquellos que Oppenheimer entrevistó para The Act of Killing. Nada queda ya de esa efusiva y exhibicionista carnavalización de la violencia de la que anteriormente hablábamos. ¿Cómo es posible que estos sujetos respondan con reticencia, se excusen diligentemente, se representen con seriedad y lleguen, incluso, a sucumbir ante la ira derivada de las “impertinentes” preguntas de Rukun? ¿Qué ha cambiado exactamente? Algo tan sutil como trascendente: el reflejo, la superficie sobre la cual le era dado reflejarse al verdugo. Oppenheimer constituía un espejo seguro e inofensivo, que devolvía nada más y nada menos que la imagen que el asesino deseaba proyectar de sí mismo. Su doble condición de extranjero y director de cine revestía una imprevista cercanía en el interregno que habitaban unos asesinos cuyo peculiar status les impedía ser moradores normales de su contexto. Rukun, por el contrario, indonesio como ellos y, además, victima, devuelve un reflejo que los verdugos no tienen ningún interés en ver.

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Se antoja coherente, pues, que el proceso de reconocimiento por el que deben pasar los asesinos, esto es, de re-cognición, se fundamente en la visión misma, una visión que Rukun busca corregir por medio del artefacto oftalmológico del que se sirve para graduar la vista de sus clientes. Como Jabès advertía (y como nosotros advertíamos al invocar a Jabès), la debilidad no atraviesa el silencio, sino la palabra, los actos, las mentes, que, confundidas, obvian el silencio mismo como si de una potencia nula se tratase. ¿Dónde están, por tanto, aquellas mentes que, como la del anciano padre de Rukun, se arremolinan en torno a ese olvido esencial, selectivo y cambiante natural de dolencias como el Alzheimer o la demencia senil? Un olvido que deviene en madriguera de un ser que se niega a sí mismo y a su historia con el fin de posibilitar una existencia tolerable. Un olvido que, en última instancia, resulta ser un evidente correlato del fatal olvido en el que se ha sumido el indonesio contemporáneo (probablemente por imposición, como sucede con la enfermedad) ya ajeno a las miserias humanas que Oppenheimer representa en sus películas. Ante semejante fenómeno, se requiere plantear una pregunta fundamental (y que, como sucede con todas las preguntas fundamentales, quedará sin respuesta): ¿Dónde reside la “mirada del silencio”? ¿En los asesinos? ¿En el padre enfermo de Rukun? ¿En la fría y constante mirada con la que Rukun enfrenta a los verdugos? ¿En los indonesios que prefieren no ver? ¿O, tal vez, en el potencial espectador?

Un espectador que, quizás, ante una situación más o menos análoga a la acaecida en Indonesia a mediados de los años sesenta, preferiría callar, olvidar, no mirar; habitar, en suma, el reverso mudo e inane del silencio. Resnais ya evidenció esta coyuntura en Nuit et Brouillard (1956, Francia), cuando forzó a una Europa que todavía languidecía en el “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie” de Adorno, a posar su “mirada” en las sinfónicas montañas de cuerpos desnutridos y sin vida, que inundaban los barracones y los patios del campo de concentración polaco. A recuperar, en fin, la mirada de la mujer de Lot, verdadera heroína de la narración bíblica. Pues al enfrentar una última vez la llanura sobre la que se erigían las ardientes ruinas de Sodoma y Gomorra, no se castigó su curiosidad, sino el tácito desafío de quien, con su mirada, cuestiona la decisión de un Dios errático y débil que elige prescribir el olvido y condenar la memoria.

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