La momia
Inmortalidad y decadencia Por Diego Salgado
I.
¿En qué momento una estrella de cine deja de serlo? ¿En qué película pasa, de arder, a agonizar una vez consumido su núcleo? Viendo a Tom Cruise en La momia, a uno le invade una sensación melancólica similar a la que experimentó cuando Arnold Schwarzenegger fue protagonista de El fin de los días (End of Days, Peter Hyams, 1999) y El sexto día (The 6th Day, Roger Spottiswoode, 2000). Dado el sistema de producción todopoderoso en que uno y otro actor desarrollan su labor, la cantidad de fans que han acumulado a lo largo de sus carreras, y el agradecimiento de la industria cinematográfica por los servicios prestados, ambos continuarán apareciendo en pantalla hasta que la enfermedad o la muerte les separe de ella. Pero, en los títulos citados, Schwarzenegger había perdido el halo olímpico que le otorgasen sus trabajos más célebres, y ello no solo dejaba en evidencia las limitaciones vinculadas a su nulidad interpretativa y los primeros estragos de la edad; derivaba en que su presencia llegase a causar incomodidad. Otro tanto sucede con Cruise en este empeño inaugural de Universal Pictures por reinventar su panteón de monstruos clásicos bajo una etiqueta, Dark Universe, que pretende aprovechar el zeitgeist actual en torno a los superhéroes y los microcosmos mágicos.
Cruise ha estado al borde del peligro en otras ocasiones, como atestiguan Noche y día (Night and Day, James Mangold, 2010) u Oblivion (íd., Joseph Kosinski, 2013). Pero nunca, en sus casi cuatro décadas como el hombre que corre, figura emblemática de toda una era por cuanto el entusiasmo y el brío de sus personajes han evidenciado una carencia profunda de atributos, un angst banal sublimado en cinemática, se le había percibido al mismo tiempo tan abotargado, tan insuficiente como actor, tan inviable en las imágenes. Para Gary Tomlinson, hay un punto sin retorno en el que “el aura ritual que rodea a todo intérprete de masas se disocia del avance de lo representativo, la imagen se enajena de él”. En La Momia, ello es evidente. Y no por pereza de Cruise. A pesar de que el filme constituya un intento obvio del actor –muy dependiente para mantener cierto status de la saga Mission: Impossible (1996-) – por ganarse un pasaje de primera clase en los nuevos rumbos del audiovisual, en la estela de Will Smith y su apuesta por Escuadrón Suicida (Suicide Squad, David Ayer, 2016), ha vuelto a mostrarse inteligente y temerario la hora de jugar con su estampa en la ficción.
II.
La momia supone la segunda vez en el cine mainstream, tras Sangre en la tumba de la momia (Blood from the Mummy’s Tomb, Seth Holt & Michael Carreras, 1971), en que el personaje a quien se momifica vivo en el antiguo Egipto y resucita en nuestro tiempo es una mujer. En la película que nos ocupa, Ahmanet (Sofia Boutella), vindicativa y superpoderosa, cuyo amor inmortal, en una sugerente inversión de roles de género, es el hombre: Nick Morton (Cruise), mercenario y libertador (traficante ilegal) de patrimonio histórico en Irak. Y ni siquiera en tales registros, canalla simpático y consorte de Ahmanet, tiene Cruise demasiado peso. La heroína de La momia es Jenny Halsey (Annabelle Wallis), una arqueóloga al servicio de Prodigium, sociedad secreta ubicada en los subterráneos del Museo de Historia Natural de Londres, que combate las amenazas sobrenaturales que se ciernen contra el mundo bajo el liderazgo del doctor Henry Jekyll (Russell Crowe).
El rol de Nick, hasta los últimos compases del filme, es el de liaison incómoda de Jenny y alivio humorístico de la trama; solo, o en compañía de otro soldado de fortuna casi tan inepto como él, Jake (Chris Vail). Entre Nick y Jake se desarrolla una sinergia cómica que nos retrotrae a la que mantenían los intérpretes David Naughton y Griffin Dunne en Un hombre lobo americano en Londres (An American Werewolf in London, John Landis, 1982). Por desgracia, a Cruise no se le aprecia cómodo esta vez en un registro chistoso deudor, por ejemplo, del presente en la saga Hombres de Negro (1997-2012), o en la tetralogía que protagonizase, también a partir del mito creado por el novelista Théophile Gautier, Brendan Fraser entre 1999 y 2008. El cine espectacular de hace veinte años ejerce más ascendiente sobre La momia, casi para mal: la narración errática, el estilo y reiteración de los flashbacks, el ritmo inconsistente del montaje, algunas estrategias fotográficas, y unos efectos especiales menos pendientes de su verosimilitud que de su dramatismo; véanse los ojos de doble pupila, o las conversiones de Jekyll en Mr. Hyde, que, junto a otros aspectos, traen a la memoria La liga de los caballeros extraordinarios (League of Extraordinary Gentlemen, Stephen Norrington, 2003).
III.
La momia se distancia así de la concepción actual del blockbuster, del simulacro de gravedad y coherencia en boga, y remite a épocas más caóticas, despreocupadas del fenómeno. Algo a lo que contribuye las maneras poco orgánicas, arbitrarias, con que se imbrican en el relato las exhibicionistas escenas de acción imposible marca Cruise: la caída en barrena de un avión de transporte, la huida en una camioneta asaltada por siervos zombie de Ahmanet, y las inevitables carreras del actor entre vitrinas que estallan y vehículos arrastrados por la tormenta de polvo y arenisca que desata la momia en la capital británica. En toda esta anarquía tiene también mucho que ver, por supuesto, los deficientes trabajos de escritura –entre los guionistas se cuenta el problemático David Koepp–, y de realización, a cargo de Alex Kurtzman.
En algunos momentos –las explicaciones eruditas de Jenny, un largo epílogo con aclaraciones en off superpuestas a imágenes ilustrativas– llega a pensarse en una falta elemental de controles de calidad. En ciertas escenas, se diría que nos hallamos ante cine basura premeditado de alto presupuesto, ante una versión lujosa de una de aquellas trash movies “con un vampiro y una explosión” que tanto gustaban al Philip J. Fry de Futurama (íd., Matt Groening & David X. Cohen, 1999-2013). Y, en los fragmentos más interesantes, sobre todo los ambientados en los alrededores de la abadía de Waverley, la película adquiere cualidades góticas y a la vez obscenas, características de títulos como La noche del terror ciego (Amando de Ossorio, 1972) o las producciones Hammer tardías –volvemos a Sangre en la tumba de la momia–, que tienen su reflejo en las siniestras actividades de Ahmanet entre los restos del avión siniestrado, o su aparición en una callejuela ante un Nick que acaba sepultado por una oleada de ratas.
Pero, como la eficaz introducción, aciertos escenográficos en torno a los poderes de la momia y las defensas erigidas contra ella, y planos tan inspirados como el que muestra a Nick buceando con muertos vivientes tras él en subterráneos inundados de Londres, hablamos de meros detalles, incapaces de redimir una película que esperamos constituya tan solo un tropiezo en la carrera de Tom Cruise y no, como tememos, la primera señal incuestionable de su decadencia como estrella de Hollywood.