La muerte en el cine de Bergman
Por Paula López Montero - Ignasi Mena - Enrique Morales - Javier Acevedo Nieto - Samuel Lagunas
Abrimos un diálogo a cinco bandas, impulsado por Paula López Montero, para reflexionar sobre la presencia de la muerte en el cine de Bergman
PAULA
Celebramos el aniversario del nacimiento de Ingmar Bergman, uno de los mayores cineastas del siglo XX. Seguramente muchos de nosotros nos hemos sumado a este diálogo –por otra parte, infinito- fruto de una voluntad que comienza con una necesidad, o más bien con un no poder mirar hacia otro lado porque Bergman guarda para -y de- nosotros temas que tocan de lleno con lo que somos. ¿Cuántos cineastas más han tocado nuestra fibra sensible frente al horror vacui? ¿Cuántos más se asomaron a las cuestiones más existenciales del ser humano? Pero, sobre todo, ¿por qué hoy las nuevas cinematografías cada vez más rehúyen el tema?
Frente a nosotros ahora se erige la difícil tarea de abordar la filmografía del cineasta sueco. No obstante, ¿por dónde empezar? Fresas Salvajes (Smultronstället, 1957), El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1957), Persona (1966) o Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) –sus títulos más sonados- ¿son un buen inicio? Lo cierto es que me he topado con Saraband (2003), la última película que filmó con 84 años y que tiene una precuela treinta años antes en Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973). Pienso en la muerte de Johan, su protagonista, como pienso en la muerte de Bergman. No he podido eludir que, quizá, esta sea la película más autobiográfica de Bergman –no su filme más duro, pero sí su texto más dramático-. En él, una descubre el mayor miedo de Bergman, el miedo a la muerte, que es –en cierto modo- el mismo miedo a la soledad. ¿Podríamos leer sus demás filmes a raíz de esto? ¿Qué son la mujer, el cristianismo, la angustia, el silencio, el suicidio, el doble, la psicología –como tantos otros- sino síntomas y esperanzas frente a la cara amarga que esconde la muerte: el vacío?
IGNASI
Gracias Paula por abrir el debate. Desde luego la vivencia y la representación de “la muerte” es un motivo muy potente de la obra de Bergman. En ese sentido, empezar por El séptimo sello siempre es buena opción. Ahora bien, me gustaría advertir del peligro que corremos si extrapolamos, o si imponemos, la imagen alegórica del caballero jugando al ajedrez con la muerte al resto de sus películas. Creo que la angustia característica del cine de Bergman no está anclada en “la muerte” en sentido metafísico (al fin y al cabo, como dice Jankélévitch, la muerte es un milagro, tan necesaria como incomprensible, tan extraordinaria como carente de cualquier explicación) sino en una “física” de la muerte: biología y medicina (las enfermedades, la muerte del cuerpo), psicología y sociología (pulsión de repetición, pulsión de muerte, vivencia comunitaria de la muerte), cuestiones legales y judiciales, estéticas y religiosas, etc. Si sus imágenes nos producen tal sensación de angustia y rotundidad no es por el “miedo” que las precede y anima, sino por la precisión de los diálogos, de las ambientaciones y la fotografía de Sven Nykvist que consiguen encarnar de manera seductora, convincente y reveladora estos aspectos específicos de la “física” de la muerte, parte intrínseca, necesaria, de la vida. Por eso yo quizás hablaría, retrospectivamente, de una obra que expone un tapiz colorido y simultáneo de distintos procesos propios de la vida (afectivos, creativos, espirituales, represores, angustiados etc.) que, por ser de naturaleza mortal, tienen como telón de fondo, como punto final, ese misterio insondable que es la muerte, y que por su misma naturaleza también están en permanente lucha contra ella. Es la agonía de la vida lo que nos muestra Bergman. A la larga creo que sería contraproducente reducir la totalidad de la vida a los fantasmas que la acechan.
PAULA
Genial aportación a la que me sumo, Ignasi. Estoy de acuerdo en no calar toda la filmografía de Bergman con la potencia de una imagen tan alegórica y manida como es la del caballero jugando al ajedrez y también el poder concebir la angustia ante la muerte como un síntoma corporal y psicológico -casi toda la filmografía de Bergman se podría analizar desde este plano casi terapéutico- más que como una posición de una metafísica desmantelada por pensadores como Nietzsche o Kierkegaard, de los que tanto bebe. Lo cierto es que encuentro esa ansiedad y esa angustia también como síntoma del terrible aislamiento del ser humano que se viene dando desde, precisamente, esa muerte de la metafísica que tiene como efecto la búsqueda de sentido en una introspección hacia un yo que no se sabe dónde está ni por quién responde, y hacia una muerte que solo podemos aprehender como ausencia -física- ante la que muchos fantasmas retornan. En El séptimo sello -como accésit al imaginario de la muerte de Bergman- el personaje de Block en el confesionario dice así: “El vacío es como un espejo puesto delante de mi rostro. Me veo a mí mismo y, al contemplarlo, siento un profundo desprecio de mi ser. Por mi indiferencia hacia los hombres y las cosas me he alejado de la sociedad en que viví. Ahora habito un mundo de fantasmas. Prisionero de fantasías y ensueños.(…)” En este sentido ¿podríamos hablar de la muerte como espejo -trayendo a colación ese Estadio del espejo de Lacan que por otra parte puede tener su correlación en Persona– al que le acompaña con clarividencia el tema de la enfermedad, un tema de diagnóstico clínico tan fecundo en la posmodernidad? La pregunta ante la muerte es: ¿cómo estructurar el sentido ante la nada, ante el vacío? ¿dónde está en realidad el sentido sino más allá de todas las cosas físicas?
El séptimo sello
SAMUEL
Me intriga y fascina lo que se entrevé en tu afirmación, Paula, acerca de que la obra de Bergman tiene una inclinación más hacia la terapia que hacia la metafísica, y más cuando metes la tensión entre la angustia ante el vacío- tan moderna de algún modo- y la obsesión clínica de una posmodernidad que prefiere el fármaco a las palabras, que antepone el diagnóstico a la reflexión. Para abundar en esto me quedo por ahora con Persona. Si aceptamos la inclinación terapéutica que propones, esta película es también la búsqueda de algo, no de un tratamiento ni de una cura como lo propondría a lo mejor un psiquiatra hoy, sino, más afín al psicoanálisis, esta película sería otro paso en el intento de entender cómo el sujeto puede vivir aceptando y sobrellevando sus experiencias. Aquí me identifico más con Ignasi, quien resalta más la vida que la muerte, aunque admito que el genio de Bergman, no solo en Persona pero me refiero a ella ahora, es que mantiene esa tensión entre la experiencia psíquica y la construcción de un relato que es donde se juega, nos dice Darian Leader, la supervivencia del paciente. Me parece que en Persona esta contraposición queda clara con las secuencias oníricas y atribuladas de imágenes que atormentan, no solo a los personajes, sino también a los espectadores (imágenes donde lo que se intenta capturar son las pulsiones de la vida), caos visual que choca y se enfrenta a los encadenamientos discursivos de Alma (Bibi Andersson) donde el flashback es evitado a toda costa: donde la palabra vence a la imagen y se postula como herramienta para crear un punto provisional de equilibrio.
Por otro lado, no me parece que al menos en Persona sea necesario acudir a la fase del espejo ya que, si bien entiendo a Lacan, el espejo tiene la virtud de unificar, mediante la imagen que nos devuelve, nuestro cuerpo, al que antes considerábamos fragmentado. Dice Terry Eagleton que el espejo en Lacan nos da un “todo idealizado”. En este sentido, creo que si queremos pensar la función del espejo en Bergman conviene más recuperar la perspectiva paulina (1 Corintios 13:12) que la lacaniana donde el espejo no nos da ese todo idealizado sino que refleja con crudeza nuestro estado disfuncional y nuestro desmembramiento. De ahí que el desenlace de la relación entre todos los personajes nos deje con más angustia que al principio: ni siquiera en el descubrimiento del otro, ni siquiera en la libertad que, incluso para Sartre, nos concede la palabra -¡y la memoria!- podemos crear un espacio seguro donde podamos vivir.
ENRIQUE
Es muy pertinente todo lo que hasta ahora se ha ido desentrañando. Me gustaría retomar fugazmente (con vuestro permiso y el de Lacan), la sobria pureza del sintagma “la muerte”, para hacer una parada obligada en “la vida” de Bergman. No quiero incurrir en la tentación de enfangarme en el anecdotario, ni de atajar la cuestión de la exégesis de los grandes temas de la filmografía de Bergman a través de las migajas biográficas que nos son accesibles, pero hay una peculiaridad en este sentido que no puede pasarse por alto. Lo que me parece interesante y particularmente iluminador es la forma en la que el director sueco decidió reconstruir su vida a la hora de concebir sus memorias, contenidas en el libro Linterna mágica. El libro comienza con un nacimiento, el de Bergman, que contrariamente a lo que cabría esperar, no se codifica en términos de vida, sino de muerte: sobrevuela sobre la cabeza del recién nacido Ingmar, la amenaza de un deceso inminente y prematuro que, sin embargo, no acaba de materializarse. El relato se torna inverosímil cuando Bergman afirma retener, con una claridad, por qué no decirlo, cinematográfica, estampas y sensaciones concretas de ese trance:
“El hedor de las secreciones del cuerpo, las ropas húmedas y rasposas, la suave luz de la lamparilla de noche, la puerta entreabierta de la habitación contigua, la profunda respiración de la niñera, pasos sigilosos, susurro de voces, los reflejos del sol en la botella de agua. De todo esto me acuerdo, pero no recuerdo haber pasado miedo alguno, el miedo llegó más tarde.” 1
Una vez que la vida de Ingmar Bergman parece arraigar, en las siguientes páginas se nos cuenta que, con cuatro años, intentó asesinar en la cuna a su hermana, u otros asuntos y acontecimientos, como la manipuladora y cuasi sádica devoción que dedicó a su madre durante su infancia, la enfermedad de su padre a quien decide abandonar en el lecho y finalmente la muerte de su madre, que propicia una efímera reunión con su padre en el lecho al que Bergman no quiso acercarse. Todo esto se relata en las seis primeras páginas de un libro que, presuntamente, da cuenta de la vida de un individuo. En aras de apuntalar esa coherencia, el libro se cierra, asimismo, con la muerte. Con una muerte reiterada y reiterativa, la de su madre Karin, a quien Bergman dedicó una pequeña película personal construida a partir de fotografías de su rostro tomadas en distintas etapas de su vida (¿podríamos hablar de la íntima esperanza que albergaba Bergman respecto al cine como único medio de resistencia frente a la muerte?).
Hay varios aspectos que se me antojan interesantes en lo que he desgranado y que me gustaría poner sobre la mesa para continuar ahondando en el diálogo. Más allá de sus connotaciones metafísicas y/o filosóficas, existe una especificidad en el tratamiento de la muerte que le es propio a Bergman: la muerte como espacio de revelación, de (re)encuentro y de catarsis. Una muerte ritual, que invoca a sus participantes, en el lecho y en torno al lecho. Se trata, por ejemplo, de aquella muerte de la que hablaba Simone de Beauvoir en el libro que dedicó a la agonía y al fallecimiento de su madre, Une morte très douce, y que podría sintetizarse en lo que Françoise Brasseur dijo a sus hijas: “Veo que tal vez voy a morir, puesto que estáis aquí las dos”. Ciertamente, así fue en la vida de Bergman, pero también es así en la muerte de Agnes, en Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), en la de Isak, en Fresas salvajes, en la de Oscar, en Fanny y Alexander o, como indicaba Paula, en la de Johan, en Saraband.
Samuel hablaba de la angustia que acompaña al desenlace relacional, que a menudo se traduce en el “descubrimiento del otro”. Creo que esa angustia tiene que ver con el hecho de que, en las coordenadas de Bergman, el descubrimiento tiende a surgir de la crisis y la crisis es, en muchas ocasiones, la muerte (que no siempre es biológica, pues a menudo es social o simbólica). La muerte que, irónicamente, inaugura el espacio de la vida que deja el muerto con su desaparición. Es decir, en el universo bergmaniano, la muerte no es, en sí misma, el “drama”, lo es el hecho de que solo podamos llegar a conocernos en la crisis, en el quiebro, en la ruptura, en la muerte (tal vez porque Bergman teme que los individuos puedan “romperse” prematuramente si intentan acceder, en vida, y bajo los parámetros de la “normalidad, a ese conocimiento). Se trata de una idiosincrasia que se expresa también en unos términos escenográficos muy concretos (el imaginario del lecho del moribundo), que nos remiten a aquellos que Bergman evocaba en la descripción de su agonía infantil. Esto daría a su vez para discurrir sobre la importancia de las imágenes genésicas, epifánicas y obsesivas que muchas veces se revelan durante la infancia y condicionan la trayectoria creativa de ciertos individuos (en esta misma línea, podríamos pensar en el recuerdo del burro muerto, ya en estado de descomposición, con el que se topó Buñuel siendo un niño).
PAULA
Quizá por lo que se sugiere en las últimas aportaciones de Enrique y Samuel sería pertinente hablar entonces y también de la enfermedad en Bergman no sólo como estadio medio entre la muerte y la vida -recordaba Enrique que la biografía de Bergman estuvo desde el principio ya marcada por este hedor de la muerte, cosa que ha marcado a tantos cineastas del siglo XX- sino también como irrupción de una subjetividad incontrolada que no se sabe de dónde viene o dónde se esconde. En cierto sentido no hemos podido dar solución a las preguntas de aquellos románticos, de los desmanteladores de la metafísica como Nietzsche, el gran padre del psicoanálisis Sigmund Freud o el mismo Lacan: ¿quién soy yo? ¿quiénes somos nosotros? En esta línea irrumpe la enfermedad en la obra de Bergman pongo por ejemplo El silencio (Tystnaden, 1963) o Persona. Y poniendo el punto de mira en Persona y recordando que el filme en su título original también se titulaba así: Persona, habríamos de preguntarnos: ¿por qué? Creo que Bergman aludía a la diferencia que extrapola la concepción latina y consecuente y posteriormente cristiana que bebe de ese personaje griego -máscara, prosopon– o la persona latina que proviene de esa misma máscara utilizada en Grecia que se usaba para “sonar” – per sonare / personare – ante la ausencia de altavoces y micrófonos, y que trataba de exagerar el gesto. No obstante en el término “persona” se acabó obviando esa máscara, esa dicotomía entre interioridad-exterioridad para edificar al sujeto en la unidad del espíritu. Bergman, bajo mi punto de vista, vuelve a traernos una reflexión de esa doblez (doblez de personajes) para preguntar sobre ese vacío en el que resuena la máscara y precisamente donde solo halla la enfermedad. Pero ¿qué os parece este punto de vista? ¿es oportuno preguntarnos por la muerte a través de la enfermedad?
Persona
JAVIER
Como bien apuntabas Paula, la dualidad psicológica de los personajes de Bergman es un factor clave para intentar dilucidar esa estética de la muerte inherente a toda su obra. En mi opinión, la enfermedad es la reacción visible del conflicto entre razón y espíritu que azota a todos sus personajes. El propio Bergman explica en Images: My Life in Film que siempre ha arrastrado desde su infancia una noción de piedad infantil, una idea de que la salvación es posible, afirmando que el ser humano carga con una santidad individual. En todas sus películas esta piedad infantil convive con un racionalismo que rige su percepción de la realidad. No creo que esta convivencia entre espiritualidad salvadora y racionalismo sea pacífica, al menos en su obra. Retomando a Lacan y su concepto del estadio del espejo, donde el yo empieza a configurarse en torno a la idea de unidad corporal, el individuo debe enfrentarse por primera vez a su reflejo. Según Lacan a la euforia de atisbar por primera vez este reflejo le sigue el desengaño de percatarse de que es una mera imagen, y posteriormente desarrollará su tesis sobre la escisión del yo en dos componentes.
En el cine de Bergman parece que sus personajes viven inmersos en ese desengaño tras observar que el reflejo lacaniano muestra una imagen que pone en duda su interiorización del yo. La doblez del personaje que señala Paula en mi opinión emana del conflicto entre esa interioridad que apunta al espíritu y esa exterioridad reflejada que tiende a revelar la angustia sobrevolada por la pulsión de la muerte. El vacío que surge de ese conflicto, de ese desengaño entre reflejo externo y yo interno es el causante de la enfermedad. Por lo tanto, la enfermedad de Bergman halla su sintomatología en la dualidad entre espiritualidad y razón. Pienso en el Andreas de Pasión (En Passion, 1969) recluido en esa pequeña isla tras su divorcio y acosado por una enfermedad como la depresión. En el Carl Åkerblom de En presencia de un payaso (Larmar och gör sig till, 1997) recluido por sus constantes crisis nerviosas. Dos enfermos, dos personajes que reniegan de Dios pero cuya interioridad espiritual ansía una salvación, y una exterioridad existencialista que les niega esa salvación. De ese conflicto surge la enfermedad, incapaces de reconciliar una espiritualidad y una razón, desengañados por el reflejo que ven. Para el luteranismo por el que Bergman tanto sufrió la salvación solo es alcanzable a través del entendimiento de una verdad absoluta: solo Dios perdona con su Palabra – como se apunta en Juan 5:24- y la salvación no se alcanza a través del sentimiento. El dogma del sola fide requiere dar lo que Kierkegaard denominaría salto hacia la fe, la aceptación de algo no empírico, la sumisión a lo intangible a través y gracias a la fe.
La única posibilidad de salvar el vacío ocupado por la enfermedad es allanando esta doblez, reconciliando el reflejo existencial y el yo espiritual mediante un salto hacia la fe que garantice esa salvación que tanto Andreas como Carl buscan y a la vez niegan con su pesimismo vital. Quizá sí es oportuno preguntarse por la muerte a través de la enfermedad, pero no en un sentido negativo, ya que como afirma Enrique “la muerte no es, en sí misma, el drama, lo es el hecho de que solo podamos llegar a conocernos en la crisis, en el quiebro, en la ruptura, en la muerte”. En mi opinión, la muerte en la obra de Bergman está teñida por un determinismo vital. Tanto Andreas como Carl – y otros tantos individuos del universo del sueco – saben que la muerte es la única salvación para la enfermedad, un destino amargo y aun así deseable frente a ese vacío enfermizo y esa dicotomía interioridad-exterioridad completamente insalvable. Puede que así podamos aproximarnos a ese monólogo de Andreas en Pasión que en mi opinión marca una de las cimas absolutas del cine Bergman. Andreas reniega de Dios, se hunde en su misantropía y comprende que no hay salvación, incapaz de conciliar su pesimismo racionalista y una espiritualidad fundada en el amor por Ana.
“¿Se puede estar enfermo de humillación? ¿Es una enfermedad con la que tenemos que vivir? Hablamos tanto de libertad. ¿No es la libertad un veneno para los humillados? ¿O es simplemente una droga que el uso humillado con el fin de soportar? No puedo vivir así. Me he rendido. No puedo soportarlo más. Los días pasan. Me ahogo por la comida que trago, la mierda de la que me deshago, las palabras que digo. La luz del día me grita cada mañana para levantarme. Dormir son solo sueños que me persiguen. La oscuridad cruje con fantasmas y recuerdos. ¿Alguna vez se te ha ocurrido que cuanto peor está la gente, menos se queja? Finalmente, son silenciosos aunque sean criaturas vivientes con nervios, ojos y manos. Grandes ejércitos de víctimas y verdugos. El sol sale y cae, pesadamente. El frío se acerca. La oscuridad. El calor. El olor. Todos están en silencio. No podemos irnos nunca. Es demasiado tarde. Todo es demasiado tarde.” (Pasión, Ingmar Bergman, 1969).
PAULA
Me interesa mucho tu aportación, Javier, en cuanto que centras tu análisis en la crisis entre espiritualidad y razón que genera como síntoma la enfermedad en Bergman y que tiene su raíz o su hilo en una lectura muy sutil sobre La Pasión. Me parece muy oportuno traer a colación tanto la referencia a esa película (Pasión) -poco nombrada y tremendamente relevante-, como al pasaje de la Biblia de Juan 5:24. En este sentido, y dejando abierta la posibilidad de más diálogo en otros lares, creo oportuno recordar que Bergman cierra su obra cinematográfica con Saraband, título que hace alusión a las Zarabandas de Bach y que además gira en torno a La Pasión según San Juan de Bach. Un epitafio que como este deja abierta la posibilidad de lectura de su obra en términos del pathos existencial. Por cierto, pathos, una palabra griega tan relevante en la tradición occidental que ha ido alcanzando diversas acepciones a lo largo de la historia pero que, aludiendo a la filmografía de Bergman podríamos aceptar junto a la tradición judeocristiana como pasión, sufrimiento. ¿Cabría hablar entonces del padecimiento del ser humano como uno de los grandes temas de Bergman?
IGNASI
Revisando la filmografía del sueco, me pregunto si no tendemos a magnificar sus temas y sus inquietudes. El “padecimiento”, sea lo que sea, como algo propio del ser humano, aparece forzosamente en cualquier obra, en cualquier gesto, que pueda realizar una persona. La cuestión sería descubrir qué tiene de específico el padecimiento que podemos llegar a construir a partir de las obras de Bergman, y entender qué hay en su exposición que consigue convencernos de que su “padecimiento”, su “sufrimiento”, es importante. Habida cuenta de que cada película de Bergman es una propuesta particular que quizás quiera exponer “padecimientos”, “sufrimientos”, “vidas” y “muertes” diferentes, me parece peligroso hacer abstracciones. Sobre todo porque en algún punto de nuestras reflexiones se vuelven indistinguibles las vivencias de los personajes de ficción, las propias del director y las de sus fanses. Y si algo me queda muy claro al regresar a su cine con algunas canas más es que todo es, siempre, mucho más sencillo, y específico, de lo que parece. Morir es sencillo. Vivir es sencillo. El sufrimiento es sencillo. Y cada uno de ellos es diferente. Nos perdemos entre “lo uno y lo diverso”, si me permitís la broma a partir de Claudio Guillén.
La filmografía del sueco consigue expresar con gran precisión y claridad cosas que los demás solo podemos intuir a nivel conceptual (aunque a un nivel muy íntimo estemos, digamos, dentro del torbellino del padecer). Lo que aportó Bergman no son “temas” sino posicionamientos, acercamientos, propuestas de gran claridad, honestidad, precisión y poder de sugestión… sobre asuntos que nos atañen a todos. Por eso me parece imprescindible ver, por ejemplo, su adaptación de La flauta mágica (Trollflöjten, 1975). En primer lugar, porque son los mismos movimientos de cámara que en su cine de los 70, la misma sensibilidad, la misma cercanía, los mismos encuadres, aplicados a un tema que a priori no es bergmaniano y eso no limita, en absoluto, su talento o su capacidad de sugestión. ¿O sí que lo es? Creo que la cuestión de la tradición, de la cultura, de la herencia -que los primeros minutos de La flauta mágica reflejan a la perfección- es tan importante en su obra como el problema de la amistad o el consuelo. Más aún, sus reflexiones sobre la vida, la muerte, la enfermedad y el sufrimiento son una respuesta a las ideas que ha ofrecido el cine y la literatura en el pasado. En todo caso demuestra que la resonancia que consigue Bergman es una cuestión de estilo, de sensibilidad y de inteligencia, no de “tema”. Al mismo tiempo, La flauta mágica interesa porque demuestra que Bergman sí está pensando parte de su filmografía en términos de discurso sobre la cultura, sobre el papel educativo del arte, quizás incluso en relación a sí mismo. Los puentes entre La flauta mágica y Fanny y Alexander son innegables. ¿Y si hay que supeditar conceptos como “muerte”, “vida” y “enfermedad”, con toda su especificidad y su particularidad, a una voluntad pedagógica y educativa? Eso habría que unirlo al afán terapéutico que ya se mencionó antes.
A la postre el cine de Bergman no es la vida ni la muerte sino la obra de un gran artista que supo ver, supo leer, supo escribir y supo dirigir, a partir de un material propio y ajeno, y que abre heridas, y las cura, y las imagina, y las expone, y las esconde. Su cine no es sino la enorme huella cultural de un montón de vidas. Y escribir sobre él no es sino preguntarse sobre dicha huella: en sus protagonistas, en sus antecesores, en nosotros.
SAMUEL
Volví a ver en estos días La hora del lobo (Vargtimmen, 1975). Y conjugando lo que comenta Ignasi sobre la necesidad de definir esa especificidad bergaminiana de la representación del “padecimiento” y las sugestivas alusiones al evangelio de Juan que hicieron Paula y Javier, me llama mucho la atención la perspectiva que adopta Bergman para contar la historia de La hora del lobo. Uno de los momentos más enigmáticos y apasionantes del evangelio de Juan lo encontramos en las palabras que el Jesús crucificado dice a su madre: “Mujer, he ahí tu hijo” señalando a Juan, mientras que a Juan le dice lo mismo: “Hijo, he ahí tu madre”. Es esa una exhortación, en medio del dolor, a la compañía: ese otro gran tema de Bergman. Entonces, me parece que es en esa amalgama, tan frágil como irremediable, de dolor y acompañamiento que podemos ir definiendo la especificidad de la obra de Bergman. El personaje de Alma -nombre no vano- acompaña al artista atormentado Borg. Hay también mucho de fatalidad en esa acción. Podemos hacer un rastreo de esos “acompañantes” en las películas de Bergman y estoy seguro que desvelaremos hilos que nos ayudarán a tejer mejor el universo del sueco. ¿Quiénes nos acompañan en la angustia, en la enfermedad, en la “pasión?, y, especialmente, ¿cómo lo hacen? parece ser otra pregunta acuciante para Bergman. Termino con otra suposición aventurada: no solo son personas las que nos acompañan, también son imágenes las que están allí, dentro de nosotros. Ellas, quizá más que las personas, son nuestra compañía perpetua, sea para vigilarnos o para intentar cuidarnos.
La flauta mágica
- BERGMAN, Ingmar (2007): Linterna mágica. Memorias. Tusquets, p.9 ↩