La noche del demonio
El sueño de la razón Por Pablo Sánchez Blasco
El primer plano de La noche del demonio (Night of the Demon, 1957) de Jacques Tourneur nos presenta un bosque a oscuras por el que cruzan los faros de un vehículo a gran velocidad. La cámara traza una panorámica de izquierda a derecha, un movimiento académico que, no obstante, nos traslada de inmediato al universo del autor francés, donde lo estable es la noche, la oscuridad, el misterio; donde la presencia humana aparece y desaparece por el plano sin dejar ninguna huella en él. Los faros del automóvil no iluminan más que una pequeña porción de la carretera y, sin embargo, sus protagonistas se empeñan por tomar como auténtica solo esa parcela, obviando todo aquello que permanece en penumbra, en el fuera de campo, aquello que les va a perseguir durante la historia.
El conductor del coche huye de algo carente de representación; está nervioso y se acaricia la frente como si ese algo estuviera localizado dentro de ella. La noche le acecha y le persigue, le gana terreno sobre la fina línea de su consciencia. Pero nada más parece ocurrir de momento. El hombre consigue llegar a casa; aparca el coche en su garaje y se dispone a cerrar las puertas. Tourneur espera a que esté solo y aislado para que la bruma modele el contorno de un demonio que avanza hacia él, ahora indefenso, para devorarle y llevarle de vuelta hacia la nada de la que ha surgido. Hacia el fuera de campo.
Siempre se han comentado los escasos minutos que el Drácula de Terence Fisher aparecía en sus películas. Sin embargo, el demonio de Tourneur se muestra menos de sesenta segundos en todo el film. Aparece al principio y al final, y aun así no hay escena de la película que no esté impregnada de su aroma, de su influjo sobre las acciones de los personajes. Basta con plantar la semilla de su existencia para que este rebrote como una obsesión, igual que sucedía con la maldición felina de La mujer pantera (Cat People, 1942) o la enfermedad mental de Noche en el alma (Experiment Perilous, 1944). Ni siquiera al final de la trama se dirime si el diablo existe o está solo en la mente de sus víctimas, pues la imagen figurativa se forma siempre tras un largo proceso de sugestión.
En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera acuñaba el término río semántico para referirse a determinados objetos que, en distintas etapas de la vida, adquieren distinto significado, pero a la vez se ven enriquecidos por el eco, o la “comitiva de ecos”, según sus palabras, de los hechos previos. En el cine de Tourneur, esa función semántica se produce en el sentido contrario al de Kundera, como si un mismo contenido semántico fluyera por la película y se incardinara en objetos aleatorios, azarosos, a veces incluso absurdos. El director nos ofrece un contenido, o un significado, y el público lo perpetúa y lo distribuye hasta imantar cada una de sus escenas, hasta apropiarse de ellas.
La presencia demoníaca fluye por La noche del demonio como una entidad vampírica y heterogénea, como una obsesión del personaje. En una de mis secuencias preferidas, al protagonista le vienen a la cabeza unos acordes cuyo origen no identifica pero tampoco es capaz de olvidar. A todos nos ha ocurrido alguna vez. Holden se los silba a sus compañeros y uno los reconoce como una vieja canción irlandesa que, como muchas otras, está dedicada al diablo. Con esa pequeña anécdota, con ese minúsculo detalle, el anticristo se adueña, una vez más, de la escena, logrando que una imagen racional y sin recovecos revele, de repente, un contenido inquietante y siniestro y nos traslade a los dominios del género fantástico.
La noche del demonio fue rodada en 1957 y en ella no aparecen crucifijos ni anotaciones con el 666; no vemos misas negras, ni gallinas sacrificadas, ni hombres con cabeza de chivo. La presencia diabólica constituye el reverso de la imagen afirmativa. Lo oculto es lo que no vemos por oposición a lo que podemos ver. Si el dios cristiano se expresa a través de la luz y la palabra, el diablo debe hacerlo a través del silencio, de la confusión, de los lenguajes primitivos, a través de la sugerencia y la sugestión psicológica. El diablo de Tourneur se manifiesta entre las sombras y los cambios de plano, en esas transiciones mínimas, casi imperceptibles, durante las que las cosas pueden adoptar el contorno de otras. Cuando Holden allana la mansión de Karswell, un gato le observa desde la mesilla auxiliar. De repente, las puertas del salón se cierran, se escucha un ruido y, en ese instante confuso en que la sorpresa da ocasión a lo incierto, el gato se transforma en un leopardo que salta sobre su cuello como un depredador. Al encenderse las luces, el leopardo vuelve a convertirse en gato y la realidad se impone a lo irreal.
No obstante, la escena más tourneriana de La noche del demonio es la primera visita a casa de Karswell, cuando Holden le encuentra disfrazado de payaso en una inocua celebración infantil. Ambos emprenden un paseo por los jardines y, según se internan en el bosque y desaparecen los niños, su conversación se oscurece, los rasgos del payaso se tornan siniestros, descontextualizados, la naturaleza les rodea y entonces aparece la magia en forma de una tormenta súbita e inexplicable. El escéptico Holden tiene que agarrarse con fuerza al suelo porque el viento intenta arrastrarle hacia las alturas, hacia los espacios vaporosos de la fantasía. Sin que nos diéramos cuenta, la imagen estable se ha vuelto insegura y fluctuante y movediza; el cineasta nos ha conducido desde el terreno firme de lo real hasta las fronteras de lo fantástico, de lo desconocido y lo subversivo.
Las imágenes de Tourneur poseen esa extraordinaria capacidad de evocar lo irreal a través de la realidad. Sus mejores películas utilizan la imagen para salirse de ella, buscan lo inexistente en la impresión de realidad fotográfica, explorando la carencia de forma desde un mundo poblado por formas definidas. En esa misma escena de los jardines, Karswell elabora una teoría del fenómeno sobrenatural que podría entenderse como una poética de todo el cine de Tourneur:
¿Dónde termina la imaginación y empieza la realidad? ¿Cuál es esta oscuridad, esta mitad mental del mundo de la que usted cree saber tanto? ¿Cómo podemos diferenciar entre los poderes de la oscuridad y los poderes de la mente?
¿Cómo podemos asegurar que la realidad configurada por un individuo es la misma que puede configurar otro? ¿O cómo sabemos que nuestra percepción no está influenciada por nuestros sentidos y procesos psicológicos? El cineasta no defiende en su cine un agujero para lo fantástico en el mundo real, sino un agujero en el ser humano por donde puede colarse la duda, el cuestionamiento razonable de uno mismo y, por lo tanto, del mundo en el que habita. Las principales escenas de La noche del demonio están planteadas como trucos de magia minuciosos. Se desarrollan de manera lenta y progresiva, nos distraen con recursos secundarios hasta que lo fantástico encuentra su ocasión y se apropia de la imagen. Cuando Holden penetra en la casa de Karswell, Tourneur nos narra por igual el camino de ida y el camino de vuelta, pero los hechos ocurridos entre uno y otro contagian el segundo trayecto de nuevos significados, de miedos capaces de evocar una segunda representación diabólica. Tras ese paseo, Holden revela a Joanna que empieza a creer en algo, y Tourneur enmarca la escena frente a una ventana abierta a la calle, como una nueva manera de mirar a lo que hay más allá.
La noche del demonio destaca en la filmografía de Tourneur por ser, quizás, su última obra maestra o, al menos, la última exhibición de su período más conocido. Todo el filme se puede considerar un ensayo sobre su método de trabajo y sus recursos más habituales. Para que el personaje escéptico se encuentre, finalmente, con el diablo -aunque esto nunca ocurre como tal-, la película recurre a medios tan diversos como la palabra, la escritura, la música, las supersticiones rurales, el espiritismo, el trastorno psicológico, la investigación policíaca o las sesiones de hipnosis. En la película aparecen reflejados casi todos los rituales de acceso a lo paranormal. Sin embargo, Tourneur pasa por todos con una maestría impresionante y acaba encarnando a su diablo en un simple trozo de papel, en una nota que pasa de unas manos a otras como si se tratara de un juego infantil.
En la última escena de la película, los dos protagonistas se disputan la posesión de la nota en un duelo contra el tiempo digno de Alfred Hitchcock. La secuencia tiene lugar a bordo de un tren, y su desenlace contrapone el avance de la máquina a la carrera de Karswell en sentido opuesto, en dirección a la noche, descendiendo la escalera de la locura a través de las vías despobladas. Al igual que en el prólogo, la luz se perfila como el opuesto a la oscuridad y, según el personaje se dirige más allá de los focos, la percepción se vuelve borrosa, las siluetas se amalgaman. El diablo, de hecho, surge entre las llamas del infierno igual que una locomotora entre el humo de las calderas. Todo podría tratarse de una obsesión, de un trance del personaje. Puede que el diablo exista o solo esté dentro de nosotros, en nuestras cabezas. Pero ya hemos caído en la trampa. Estamos dentro de la pesadilla, en ese punto exacto en que la razón se confunde con el sueño y comienzan las apariciones, los demonios y las visiones aterradoras. En el cine de Jacques Tourneur.