La novia

De sangre y barro Por Fernando Solla

"El corazón. Es un órgano físico que todos conocemos.
¿Pero es también un órgano emocional? Eso también lo sabemos.
El amor, como la sangre, fluye del corazón.
¿Están relacionados la sangre y el amor?
¿Un corazón bombea sangre da la misma forma que bombea amor?
¿Es el amor la sangre del universo?"Catherine Coulson (la mujer del leño) en Twin Peaks (David Lynch, 1990-1991)

Siluetas que se confunden con cuchillos. Así muestra Paula Ortiz a los personajes de Federico García Lorca. Unos personajes que, como en el original, no tendrán nombre propio. Serán uno que los englobará a todos los de su clase, género y condición: la novia, la madre, el novio, el padre de, la mujer de, la suegra, la cuñada, la vecina, la luna, la muerte… El artículo determinado es importante. Una única excepción es la de Leonardo. ¿Por qué? Quizá sea el único que no tenga su lugar en este paisaje árido, y por ello arrastrará con él a todos a los demás. A lomos de su caballo negro, Leonardo (Álex García), cabalgará veloz huyendo de una vida que no desea y hacia la novia (Inma Cuesta).

No estamos hablando de personajes prototípicos en cuanto a figuras narrativas o retóricas. Ésas que impulsan los relatos. Sí que lo son, en cambio, como reflejo de la comunidad que señalan. A través de ellos, y de su poderío simbólico, el autor se manifestaba. Sin ningún pudor ante la evidencia de las pulsiones sexuales entre unos y otros, la represión a la que se enfrentaban los personajes femeninos se equiparaba a la tendencia sentimental de Lorca. Así mismo, los masculinos divergían entre los que luchaban por alcanzar la hombría que se esperaba de ellos (claro ejemplo el novio, Asier Etxeandía) y por (y para) los que vivían ellas, de nuevo Leonardo.

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Con ‘Bodas de sangre’ (1931), el autor se mostró especialmente enfático en este aspecto. A partir de unos sucesos reales, Lorca construyó su tragedia a medio camino entre el verso y la prosa. Esta dualidad la ha convertido Ortiz en la estructura sobre la que se sostiene su exuberante dirección, tanto en el terreno interpretativo como en la puesta en escena. Las palabras están ahí y hablan por sí solas. Alterando el orden y construyendo el largometraje a modo de flashback, la realizadora ha preferido filmar, precisamente, aquello que las palabras encubren o no se atreven a decir.

Para ello ha decidido mantener, incluso reducir, a los personajes secundarios de la obra matriz, fusionándolos con la protagonista. A excepción de la escena de la boda, el caos sentimental lo viviremos a través de los tres protagonistas: la novia, Leonardo y el novio, cuyo último abrazo ya lo habremos visto al principio, en esa infancia de los protagonistas que nos regala esporádicamente la realizadora, dando respiro al espectador para no sofocarle en exceso con el calado de las palabras y la plasticidad de las imágenes. Abrazo de niños, muerte de adultos. Donde hubo vida y nació el amor, el destino irrevocable conducirá a la muerte. Adecuadísimas aquí las interpretaciones de Etxenandía y García. Sensible y rabioso, camaleónico el primero y confiado, heroico y con ademán épico el segundo.

Sin olvidarnos de la madre interpretada por Luisa Gavasa, capaz de empatizar con su personaje hasta mostrarnos todos sus matices y de la presencia del fallecido Carlos Álvarez-Nóvoa como padre, el trabajo realizado por Inma Cuesta es complejo y exitoso a partes iguales. Sobre ella recae la responsabilidad de que el planteamiento de la propuesta llegue a buen puerto. La determinación con la que resuelve su destino, hablando con su mirada hasta contradecir unas palabras que salen de su boca pero que apenas oye, es apabullante. Su lamento final lo sentiremos profunda y perdurablemente. La corona de azahar, utilizada en el texto como símbolo de la pureza de la mujer, lo es también para una actriz que ha comulgado íntegramente con la idea de la realizadora quien, a pesar de su excelente resultado en este aspecto, no ha rodado una película “de actores”.

¿En qué consiste la cinematografía de la puesta en escena en La novia? Principalmente en esa convivencia perenne a lo largo de todo el largometraje entre lo terrenal o tangible y lo etéreo e impalpable.A modo de ejemplo sirve la secuencia de la procesión de invitados a la boda, que surgirá antes nuestros ojos de su fusión con una lámpara que proyecta sobras, así como la danza nupcial alrededor de la hoguera. Filmando el movimiento de los objetos y fundiéndolos con la inmovilidad de las acciones de los personajes que las realizan. Filmando también esos pasos que se alejan, que son los de la mendiga (en el original mendigo) símbolo de muerte (María Alfonso Rosso). Pasos que se convertirán en los de la protagonista. De nuevo, la reducción que comentábamos antes: la mendiga como la muerte, pero también como la madre, que con su devenir ancestral marcará las raíces del sino de su hija. Madre e Hija. Novia y Muerte. Finalmente, convertidas en un único personaje a través de la fotografía, el vestuario y montaje.

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¿Qué consigue, y aporta, el punto de vista de la realizadora? Precisamente, lo imprescindible para el éxito de la propuesta. Su reto. Llegar a tocar al espectador, que no tendrá la sensación de contemplar un clásico pero tampoco su actualización, porque la historia huele a nueva. Habrá caballos, sí. Y habrá motocicletas, también. Pero más que una visión contemporánea nos invadirá la sensación de conocer una historia cuya atemporalidad conecta directamente con nuestra ahora más íntimo.

La presencia de lo femenino también cobra un sentido alegórico importante. La muerte esta vez será mujer, como la sangre y la tierra, de donde nacerá lo masculino: el destino implacable y el barro que todo lo cubrirá. La que domará finalmente al caballo (símbolo del sexo, la fuerza y la virilidad de Leonardo, pero también de la pasión sin freno que conduce a la muerte, a sí misma) será la novia, por tanto, la que consigue a su fiera. La luna, también ella, será esta vez no tanto la muerte en su sentido más trágico, sino la agitadora de los ánimos y la instigadora de las acciones violentas de los protagonistas. Finalmente, el cuchillo, símbolo de muerte, pero también sexual, y, como decíamos, de las siluetas con que se confunden los personajes.

Finalmente, La novia se manifiesta como una película sobresaliente en dos aspectos más. En primer lugar por el valor añadido que aporta a una figura como la de Lorca, enfatizando no lo que fue en su día (sin olvidarlo tampoco), sino lo que es hoy. Y en segundo, por asumir la universalidad del cine español a partir de una manera de hacer propia. Ampliando el debate, intrínseco en el original, centrado en cómo mostrar la tragedia combinando los cánones antiguos, modernos y (a partir del filme que nos ocupa) posmodernos, asistimos a una fusión entre lenguaje literario y cinematográfico cuyo éxito radica principalmente en su entendimiento mutuo. A partir de un marco específico y vernáculo Paula Ortiz ha urdido un largometraje que deja un poso tras el visionado tan potente (y triste) que nos sitúa como individuos en un peldaño aventajado de una escalera que nos permite distanciarnos de nosotros mismos y el mundo que nos rodea y convertir esta confrontación en algo trágico, pero también heroico y ancestral (casi mitológico) y, en definitiva, universal. Y, por supuesto, ahí está la Luna.

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