La Parka
"Preferiría no hacerlo" Por Samuel Lagunas
Gabriel Serra nació en 1985 en Nicaragua y hacia 2007 emigró a México para realizar estudios de cine en el Centro de Capacitación Cinematográfica. Para acreditar el curso taller de Documental, presentó La Parka, un trabajo escolar que lo catapultó a las primeras planas de todos los diarios la mañana del 15 de enero de 2015, fecha en que fueron anunciados los nominados a los premios Oscar. Meses antes, La Parka ya había desfilado por varios festivales obteniendo numerosos reconocimientos como la “Llave de Oro” a mejor documental en el Kasseler Dokfest de Alemania.
Una historia de “éxito” como la de Serra me despierta una pregunta: ¿por qué una tarea escolar ha sido tan ponderada por la crítica? Intento una respuesta: en una época global, los universos particulares marginados han recuperado el exotismo que poseían los nativos en tiempos de la Colonia. El primer acierto de Serra, pues, radica en la elección del personaje: Efraín, un hombre de unos cuarenta y dos que ha trabajado como matarife durante veinticinco años en Los Reyes la Paz, municipio ubicado al oriente del estado de México. La motivación de Serra por este tema, dice él, nació de una pregunta simple: “¿de dónde sale tanta carne para tantas taquerías?” Y es que, si lo ponemos en números, Efraín “la Parka” ha asesinado 3 millones 900 mil reses en toda su vida. La cifra es escandalosa aún para los que carecen de sensibilidad ecológica. Sin embargo, el hecho de que Efraín sea un hombre atípico no garantiza completamente la eficacia del cortometraje de Serra.
Ese “algo más” sólo es posible encontrarlo si lo ponemos en perspectiva con otros documentales semejantes. Serra no manifiesta en La Parka una preocupación ecológica como sí lo hace, por ejemplo, El ritmo, cortometraje del canadiense Karol Orzechowski que documenta a través de vídeo y fotografías la cotidianidad de un matadero de conejos en España. Aunque técnicamente muy similares, El ritmo difiere de La Parka en el punto de vista impersonal que asume el director. Para Orzechowski sólo importan los conejos que son asesinados, no los verdugos. La misma comparación cabría si hablamos del clásico La sangre de las bestias (Le sang des bêtes, George Franju, 1949) donde lo que se muestra al espectador son procesos en vez de individuos. Estamos, con El ritmo y el corto de Franju, en el orden simbólico. El trabajo de Serra, en cambio, nos mueve al terreno de lo imaginario, donde nuestras afectividades y nuestra empatía son confrontadas. Por fortuna, Serra evade el burdo sentimentalismo de La mirada circular (Ivan Sáinz-Pardo, Drik Soldner y Jim Box, 2010) donde un par de niños son tratados “como tratan a los vacas”. Esta analogía, fallida por todos lados, ignora por completo los sistemas económicos, políticos y culturales que rodean la matanza de animales para consumo humano.
Lo que realmente está interesado Serra en explorar con La Parka es la pulsión básica del psicoanálisis: la muerte. La Parka, filmada en 8 días y producida en 8 meses, tiene tres momentos perfectamente distinguibles. Las primeras imágenes son imprecisas, agitadas y transmiten una sensación de desconcierto. Es una mirada que, aunque furtiva, se muestra temerosa de lo que observa: una vaca igualmente agitada en una habitación metálica y estrecha. Es, por tanto, una mirada empática. Este primer arrebato contrasta con los seis minutos que le siguen, que son mucho más neutrales: el matadero y los matarifes nos son presentados a través de sucesiones de objetos: botas de hule, cuchillos, machetes, corrales, bodegas, máquinas de desollamiento vacuno. Esta “objetivación” es uno de los grandes logros del corto pues sugiere que la vida y la muerte de los habitantes del “rastro frigorífico” sólo es posible expresarla a través de las herramientas de trabajo. Hasta aquí, sin embargo, La Parka no dista mucho de sus predecesoras. Es entonces que aparece “en off” la voz de Efraín con un fascinante relato que nos desbalancea al mismo tiempo que nos atrapa –el aplauso aquí es para la labor de Serra como guionista. Efraín narra con estilo llano el sueño que tuvo la primera noche de trabajo: él era un animal más listo para el sacrificio. Una genial variación del típico sueño en el que uno se descubre como asistente de su propio entierro.
Estamos ya metidos de lleno en el torbellino de la muerte y al mismo tiempo, en el día a día de Efraín, cuya historia se va desdoblando a partir del hecho traumático del fallecimiento de su padre. La historia de vida que oímos se empalma durante toda esta segunda sección con la jornada de trabajo que vemos. El efecto es abrumador y consigue generar en el espectador sentimientos ambiguos que alcanzan su momento climático en la escena en que Efraín juega futbol con sus hijos y, después, en la que los vemos sentados a la mesa comiendo arroz con pollo. Para ese momento, “la Parka” se ha convertido ya en un personaje entrañable cuyas contradicciones compartimos. El corto, a pesar de sus limitaciones técnicas (encuadres rebuscados, tomas innecesariamente repetidas); ha triunfado. Hacia el final, el ritmo del filme se acelera. Un día de trabajo nuevo da inicio y el asombro da paso a la rutina. Si el primer día la muerte es esquiva, huye el encuentro cara a cara; al segundo, o tercero, o quinto, –no importa cuál, siempre es lo mismo– la costumbre hace posible verla de frente. Las imágenes del principio se repiten: la vaca se mueve agitada en la caja metálica pero el espectador ha cambiado y la toma, ahora rígida, puede presenciar sin sobresaltos el momento preciso en que la vida del animal se apaga.
Supongo que ser matarife no es sencillo como tampoco lo es ser limpiador de coladeras o reportero de nota roja. Todos ellos son trabajos que enfrentan al ser humano con lo obsceno y lo vergonzoso de nuestra especie humana. En La Parka, Serra nos muestra a un hombre que no escapa a su apodo, que acepta su condición como destino. En este sentido, el lema del Bartleby de Melville, “Preferiría no hacerlo”, se antoja muy burgués. Lo mismo ocurre con el acto violento de “no hacer nada” que propone Žižek: es una opción irrelevante para Efraín, quien, si no mata 500 vacas diarias no puede llevar dinero para sostener a su numerosa familia. Pero el dilema, tal y como lo presenta Serra, es falso pues ignora voluntariamente las dimensiones sociales de esa labor. Por ello es equivocado visionar La Parka, como lo han hecho muchos, como un filme ecologista. La Parka es una parábola sobre cómo lidiamos con la muerte y cómo los gestos y nuestras palabras manifiestan esa pulsión latente.