La princesa encantada
Por Pablo López
Los seres humanos tenemos tendencia a lo simétrico y lo uniforme. Aquello que tiende a cambiar de forma constantemente resulta incómodo porque nos cuesta categorizarlo, algo realmente molesto para los que escribimos sobre cine. Nos gustan David Lynch y Aki Kaurismäki porque encontramos una relación constante entre todas sus películas, porque aquello que ya sabemos nos ayuda a entender lo que vamos a ver. Básicamente, es como entrar en el cine con el mapa ya cartografiado. Pero hay ciertos directores con los que uno siente que está constantemente adentrándose en territorio inexplorado. No hablo de aquellos que carecen de personalidad, sino de los que tienen una identidad más huidiza, como Ang Lee, en cuya filmografía se pasa de El banquete de bodas (Xi yan, 1993) a Cabalga con el diablo (Ride With the Devil, 1999) y de ahí Tigre y dragón (Wo hu cang long, 2000) y Hulk (2003). Y, claro está, como Isao Takahata, cofundador junto a Hayao Miyazaki de Studio Ghibli, referente mundial de la animación tradicional. A Miyazaki le conoce cualquier cinéfilo, al menos desde que El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no kamikakushi, 2001) ganó en Berlín y después el Oscar, pero cuando nombras a Takahata lo normal es recibir un tímido asentimiento que indica que el nombre suena lejanamente o, incluso, que se trata de una de esas referencias asiáticas que uno hace para dárselas de intelectual. El director japonés es un ilustre desconocido fuera de su país. Aunque sea ahora, al final de su carrera, me gustaría aportar mi granito de arena para subsanar esa injusticia: el cine de Isao Takahata no merece el desconocimiento, ni tampoco vivir a la sombra del trabajo de su colega Miyazaki. Por eso, voy a intentar repasar el impacto de su trabajo a través de una serie de textos en lo que analizaré cada una de sus películas, con la esperanza de que esto ayude a descubrir a un autor cuya carrera va más allá de La tumba de las luciérnagas (Hotaru no Haka, 1988) y El cuento de la princesa Kaguya (Kaguya-hime no Monogatari, 2013).
Inicios
Isao Takahata nació en Japón en 1935, solo siete años antes de la entrada de su país en la Segunda Guerra Mundial. Aunque la guerra no será uno de los temas principales de su filmografía (a lo sumo, un escenario), los ecos de haber sobrevivido a esta tragedia (literalmente, ya que su ciudad fue bombardeada por los estadounidenses) se van a notar a lo largo de todo su trabajo y en sus opiniones. Sin embargo, si se trata de trazar el momento en el que se sintió interesado por la animación, ese instante está en la década de los 50, cuando Takahata pudo ver el filme de Paul Grimault, La pastora y el deshollinador (La bergère et le ramoneur, 1952). El filme de animación francés, escrita por el poeta y guionista Jacques Prevert, que treinta años más tarde se convertiría en El rey y el pájaro (Le Roi et l’oiseau, 1979), narra las aventuras de un grupo de personajes que se enfrentan a un rey despótico. La película fue estrenada inconclusa en los 50 por razones económicas. Décadas más tarde, Grimault se hizo con los derechos y logró concluirla, estrenándola finalmente en 1980. Por tanto, la versión que Takahata vio en los 50 es una versión incompleta. A pesar de eso, tanto él como Miyazaki la nombran como una de sus más importantes influencias.
La pastora y el deshollinador
Aunque temáticamente hay poco en La pastora y el deshollinador que la conecte con los trabajos de Takahata, la conexión estética es indudable. Se trata de una película visualmente impresionante, que destaca por su minuciosidad en los detalles, composiciones altamente expresivas y, por encima de todo, por la experimentación con las formas. Esto último, la manera en la que la animación se presenta como un terreno libre de ataduras para experimentar y soñar, se convertirá más tarde en una de las claves para entender la filmografía de Takahata.
Fue con todas estas ideas en la cabeza y movido por la curiosidad que la película de Grimault provocó en él que Takahata, tras graduarse en literatura francesa, acabó uniéndose a las filas del departamento de animación de la Toei como asistente de dirección en 1959. Merece la pena recalcar aquí que, por tanto, Takahata no es animador, algo bastante poco habitual en los directores de este campo. Sin embargo, no fue esto sino la presencia de abundantes talentos en su departamento lo que hizo que Takahata tuviera que pasar más de seis años en Toei hasta que se le ofreciera la posibilidad de dirigir su primer largometraje: La princesa encantada.
La princesa encantada
El primer anime moderno
Conviene detenerse aquí un segundo para explicar, someramente, cómo era el cine de animación japonés en la década de los 60, muy diferente al que hoy conocemos. Aunque los primeros cortos de animación conocidos datan de la década de 1910, no fue hasta 1942 que surgió el primer largometraje de dibujos animados. Pasada la Segunda Guerra Mundial, con Disney como principal referente y los niños como público objetivo, la producción de largometrajes se volvió mucho más frecuente. Pero, a mediado de los 60, el equipo de La princesa encantada, formado por multitud de jóvenes animadores (entre ellos, gente como Yasuo Otsuka, Yoichi Kotabe o el propio Hayao Miyazaki) y capitaneado por Isao Takahata, sentía la necesidad de un cambio, de romper con el referente estadounidense para crear algo propio. En una época en que las películas de animación japonesas no tenían periodos de producción mayores a doce meses, ellos trabajaron durante casi tres años, saltándose además la rígida estructuración jerárquica de otras producciones para adoptar una forma de trabajo bastante horizontal, buscando que cada integrante aportase lo máximo posible. Esto no era solo un reflejo de las inquietudes ideológicas de la época, sino que pretendía encontrar un vínculo entre la producción y el tema central de la película: la fuerza del grupo para mejorar las condiciones de vida y el deseo del individuo de encontrar un hueco en dicho grupo.
La princesa encantada parte de una leyenda oral de Hokkaido y la adapta a la mitología escandinava (en aquella época se consideraba poco adecuado que el cine de animación contase historias que se desarrollasen en Japón…) para contar la historia de Hols, un joven que se enfrenta a un malvado hechicero que está aterrorizando a toda una aldea. En su viaje, el héroe conoce a Hilda, una joven traumatizada por el peso de su legado familiar. La película es un relato épico tradicional (de hecho, casi parece retener la oralidad del original), pero a la vez busca introducir una serie de elementos hasta entonces inexistentes en el cine de animación nipón. Por un lado, el desarrollo de personajes es bastante complejo, en particular el de Hilda, la princesa del título en castellano, en cuya cabeza se baten en duelo el deseo de pertenecer a la aldea con el miedo a su propia identidad. Por otro, el tono esquiva la ligereza de un producto “para niños” añadiendo abundantes pinceladas de drama, tan abundante que la película entra a veces de lleno en el melodrama para adultos.
La princesa encantada
Pero lo verdaderamente relevante de La princesa encantada se encuentra en su puesta en escena. Buscando apartarse del modelo americano y del nicho del cine infantil al tiempo que se adaptaban a los medios de producción disponibles, Takahata y su equipo convierten la película en un campo de experimentación formal, llena de recursos expresivos sencillos, elegantes y, a veces, muy sorprendentes. Podemos encontrar secuencias de una animación espectacularmente fluida y detallista como el combate de Hols contra el pez gigante, en el que puede sentirse el peso y el esfuerzo de cada movimiento, junto a otras de una enorme austeridad como la reunión en la aldea tras la muerte de uno de los personajes, resuelta tan solo con dibujos estáticos bañados en un trágico azul gélido. Esta última estrategia se repite, de hecho, en varias ocasiones a lo largo de la película con sorprendente eficacia: el ataque de un ejército de ratas o un incendio devastador son narrados con imágenes estáticas que se vuelven profundamente expresivas gracias a la cuidadosa composición, los movimientos de cámara y un inteligente trabajo sonoro. Esta capacidad para sacar el máximo poder dramático de materiales muy austeros se volvería después una de las señas de identidad de Takahata, junto a su habilidad para saltar entre estilos plásticos y expresivos de la forma más natural.
La princesa encantada
Contratiempos
Es posible que, vista hoy en día, La princesa encantada resulte un tanto naif. A pesar de su enorme fuerza visual, es una película irregular que pierde algo de fuelle en su último tercio, y su tendencia al melodrama puede resultar desconcertante para el espectador occidental contemporáneo. Sin embargo, es importante valorarla en su contexto. El primer largometraje de Isao Takahata abrió las puertas a un cine de animación más adulto o, directamente, un cine sin edad, el terreno que Takahata exploraría a partir de ese momento. De hecho, hoy en día es frecuentemente considerado como uno de los pilares de la animación japonesa moderna, y sus influencias llegan incluso a videojuegos recientes como los trabajos de Fumito Ueda y el Team Ico. Sin embargo, como suele pasar con los pioneros, pocos de estos logros fueron percibidos en 1968, cuando finalmente se estrenó. La princesa encantada fue un enorme fracaso de taquilla y Takahata, degradado por la Toei como castigo, no volvió a estrenar un largometraje hasta 1981. Pero esa es otra historia, y nos ocuparemos de ella en otro momento…