La próxima vez apuntaré al corazón

... pero te atravesaré el cerebro Por Enrique Campos

Nadie quiere comprender a Jason Vorhees ni a Michael Myers. Nadie quiere verles en otro sitio que no sea, machete en ristre, tras los pasos de la víctima de turno. Y de ahí al infierno. Meterse en la mente del asesino, calzarse el traje de antropólogo y descender al fango para exponer causas y efectos, la frialdad de los hechos y las posibles explicaciones, quizá garantice pasaportes a festivales subterráneos y cinefórums que se alargan hasta que el sol sale dos veces, pero no hace falta ser Sandro Rey, o mejor dicho, basta con ser Sandro Rey para prever el futuro comercial de tu película. El público va a correr en dirección contraria a velocidad de crucero.

Pero hay grados y grados, por supuesto. Desde el falso documental, hiperanalítico, de Agustí Villaronga y su Aro Tolbukhin (2002) a incunables trofeos de culto como Angst (Gerald Kargl, 1983) que revuelven las tripas y lo que no son las tripas. El espectro es amplio y a menudo, como en todo, uno termina rodeado de excrementos. Henry, retrato de un asesino (Henry: Portrait of a Serial Killer, 1986), Dahmer (David Jacobson, 2002), Ted Bundy (Matthew Bright, 2002). Cada psicópata célebre que alcanza la categoría de icono pop consigue su biopic y por regla general el olor a podrido se extiende kilómetros y kilómetros a la redonda, aunque esos productos no dejan de ser la inversión de un estereotipo. La misma sangre, las mismas vísceras y la misma arbitrariedad homicida de Viernes 13 pero cambiando el punto de vista. No hay mérito en ello, más allá de la ¿valiente? vocación por ofender a las familias de las víctimas.
Nada que ver con La próxima vez apuntaré al corazón, hermanastra de Caníbal (Manuel Martín Cuenca, 2013), prima lejana de Silencio de hielo (Das letzte Schweigen, 2012), y esta última hornada de cintas que plantean la cotidianeidad de los criminales compulsivos a partir de estructuras puramente dramáticas donde no hay cabida para el sensacionalismo.
El horror está dentro de la cabeza de los protagonistas, nunca en el ambiente, casi nunca en la mirada de los que van a morir. Los que van a morir no tienen peso específico en la historia, son anónimos, figurantes, una pieza más del puzzle psicológico. La empatía, y aquí es donde se produce la desbandada general hacia la sala de al lado, hay que buscarla, si se quiere hacer ese ejercicio, en el corazón del verdugo, torturado por su propia pulsión. No por el arrepentimiento o la culpa, sino por la mera voracidad que no siempre son capaces de satisfacer. No es bonito, no. De hecho, ¿quién demonios querría ver algo así? ¿Es por el morbo? ¿Por bailar con el diablo a la luz de la luna? No tengo la respuesta. Digamos que el asesino de La próxima vez apuntaré al corazón, que para más inri recrea hechos reales, existe en el mismo plano de la realidad que tú y que yo, amigo lector, y a algunos se nos da mal eso de mirar hacia otro lado, taparnos las orejas y convencernos de que nada de esto ha sucedido, que son cosas de monstruos que moran en los armarios.

La próxima vez apuntaré al corazón

Así que una vez recogido el guante que Cédric Anger nos tira, hay que ponerse en situación. Ya es tarde para dar marcha atrás. Reconocemos las pautas que tan bien supo marcar Martín Cuenca; vidas ordenadas hasta lo patológico, profesiones respetables, miembros “proactivos” de sus respectivas comunidades. Todo tan normal, todo tan aburrido, tan poco amenazador como los escenarios granadinos que enmarcaban las andanzas antropófagas de Antonio de la Torre o la Francia de provincias en la que el policía que encarna Guillaume Canet tiene por costumbre ejecutar a mujeres jóvenes. Los únicos pasajes de tensión llegan cuando los planes de este Franck Neuhart se tuercen y pasa de cazador a cazado. Llegados a este punto, surge la pregunta perversa: ¿Estamos tensos porque queremos que lo atrapen o quizá hemos desarrollado vínculos emocionales con semejante abominación? Canet tiene la culpa. En un ejercicio de esa contención que no se compra en el Actor’s Studio convierte en oro el hermetismo, levanta una muralla de cemento armado entre el espectador y todo lo que hay detrás de su mirada. Esto juega en contra de La próxima vez a efectos diagnósticos, poco llegamos a saber del background del personaje de Canet, pero a cambio recibimos una desasosegante dosis de horror desde la “normalidad”, desde el papel pintado de los años 80 y la cafetera silbante de los lunes al sol.

Regla número uno del buen cineasta: lo implícito siempre da más miedo que lo explícito. Anger acudió aquel día a clase. El vecino de al lado no volverá a ser el mismo, no al menos hasta que nos olvidemos de este gendarme de aspecto impoluto que soñaba despierto con cadáveres y gusanos.

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